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4/2/12

India: la vida a la vista-6. Jaipur y Agra.

Sagitario. Jantar Mantar, Jaipur.

Jaipur, la ciudad rosa del Rajastán indio, mantiene huellas cargadas de pasado colonial. La parte antigua está repleta de casas señoriales con adornos en blanco y templetes con celosías en lo alto. Las calles porticadas exhiben una gran cantidad de comercios de todo tipo donde comprar a precios razonables cualquier objeto de uso cotidiano o capricho de disfrute efímero. En algunos rincones, bajo los soportales, escribanos a disposición de los transeúntes se colocan con suficiencia las gafas y se disponen a atender las demandas de cartas, documentos oficiales, lecturas y escrituras, mientras muestran unos gestos de superioridad largamente utilizados.

 Escribano en Jaipur

Pero Jaipur también es un resumen de todo cuanto es la India: una extraña mezcla de mierda y belleza. Los pobres se instalan en los alrededores del palacio y de los monumentos más destacados de la ciudad. Acampan al aire libre o bajo los pórticos, llenando de basuras el entorno histórico y la belleza de los edificios antiguos. Los urinarios públicos, sin agua corriente, impregnan el aire no solo de olores, sino de miasmas pestíferas que parecen contribuir a la enfermedad del país: una desigualdad tan brutal, un desequilibrio patológico, una injusticia terriblemente angustiosa.


Una calle en Jaipur

La belleza aparece incluso contra la propia voluntad de tanta miseria. Frente al Jantar Mantar, un extraordinario observatorio astronómico, se acumulan desechos de todo tipo. Dentro, las impresionantes piezas y la arquitectura de la precisión; a sus puertas, suciedad, desperdicios, la contradicción de la India hecha evidencia.

Coordenadas de los planetas, Jantar Mantar.

Podría parecer, leyendo estas palabras, que mi visión de la India es negativa y que me sobrecoge el acúmulo de inmundicias. O bien, que la cochambre se sobrepone, por su intensidad, a todo lo demás. En realidad, lo que siento por la India está muy lejos del desprecio. Adoro ese país y me emociona caminar por sus calles y entre sus gentes. Por ese mismo afecto, quisiera poder barrer todo cuanto ensucia su esplendor de miles de años ofreciéndose como referente cultural, espiritual y artístico. Sin embargo, no dejo de pensar que tal vez sea la misma contradicción, o como decía antes, esa extraña mezcla de mierda y belleza, la que imprime el carácter propio, la manera exclusiva de ser India como es.
Y la lluvia. Durante días el monzón se adueña del espacio. Brutales golpes de agua de los que hay que refugiarse, so pena de no volver a sentirse cálidamente en paz. Los colores de las casas, ya sean azules, ocres o rojos, se potencian por la lluvia. Es una tregua para los sentidos que se ven agotados por tanto como hay para sentir. Jaipur, como toda India, es esa paradójica amalgama de podredumbre y magnificencia que se queda pegada a un rincón de la conciencia, de donde ya no hay forma de desprenderla.

Palacio de los vientos, Jaipur.

Agra es un puro disparate, un absurdo anclado junto al río Yamuna, una discordancia estética. La ciudad que alberga el monumento más visitado del mundo, el Taj Mahal, es un lugar feo, caótico, decadente y enormemente contaminado. Las basuras se amontonan en cantidades incontables, el tráfico es más denso y loco, si cabe, que en Delhi; la picaresca y la pesadez de los vendedores ambulantes llega a convertirse en tortura.
Pero desde la altura de los imponentes muros del Fuerte Rojo se divisa a una distancia asequible para la impaciencia ese tributo vinculado con dos palabras: lágrimas y amor. El Taj Mahal llama desde lejos, causa desasosiego y justifica un viaje. Antes de amanecer frente a su silueta esbelta y majestuosa, caminaré por los rincones del Itimad-Ud-Daulah, conocido como "baby Taj". Se trata de un mausoleo de menor importancia, pero de gran belleza y por el que se puede deambular sin sentirse avasallado por hordas de visitantes. Por la tarde, el sol cae sobre el río y proyecta una luz intensa sobre el mármol labrado. Los suelos pasan del rojo rodeno al blanco purísimo, interrumpido en ocasiones por retazos incrustados de color de las flores en piedra.

 Mausoleo Itimad-Ud-Daulah, Agra.

La historia es de sobra conocida: el Taj Mahal fue construido por amor a una mujer y de él se han dicho tantas cosas como huellas pueden haber pisado sus piedras. La historia, pues, queda en suspenso hasta nuevo interés. Lo que permanece es el esfuerzo por intentar plasmar en palabras el delirio de belleza en mármol que se levanta ante la vista y parece crecer como si llevara alas. 
Taj Mahal, Agra.

A pesar de las imágenes tantas veces repetidas, fotografías y filmaciones, la experiencia de abrir los ojos al cruzar el umbral encontrarlo de frente no deja a nadie indiferente. Una de las cosas que más llama la atención es la perfección de sus proporciones, el equilibrio maravilloso de las columnas flanqueando el edificio central, coronado por una cúpula. El estilo de construcción es el llamado mongol, con influencias islámica, persa e india. Sin embargo, detallar los pormenores de su construcción, la historia, arquitectura y estructura formal no acallan el hecho de que la piel se electriza y los ojos se empañan al enfrentar su figura, no importa cuantas veces haya ocurrido el encuentro. Ni siquiera la cantidad de visitantes, más o menos educados, es capaz de tapar su eternidad y su sentido.

 Vista del Taj Mahal.

La piedra blanca está decorada con otras piedras muy pequeñas de colores dispuestas en forma de flores. Hay también versículos del Corán grabados y filigranas representando la flor de loto. El entorno es de jardines y agua. En realidad el mausoleo es todo un conjunto en el que se incluyen mezquitas laterales edificadas en piedra roja que contrasta con la blancura del mármol.
El Taj Mahal es un sueño, una quimera y una aspiración. No está hecho sólo de belleza, sino también de ideas, sentimientos y emociones. Se construyó con dolor y por amor. Se visita como una peregrinación. Sobrecoge y alienta. Estimula, excita y apacigua, deslizándose por la memoria de la misma manera que los más dulces recuerdos. Deja también, no obstante, un regusto a añoranza que nos impide olvidar que hemos caminado descalzos bajo su sombra. Palabras impotentes, pobres palabras. No se deja describir con facilidad, hay que arrancarle la belleza como si persiguiéramos el secreto de su eternidad. Permanecerá como una evocación permanente y se trasladará conmigo, allá donde yo vaya, durante el resto de mis días.

Taj Mahal visto desde el Fuerte Rojo, Agra.


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