La maleta está destripada en el suelo, abierta en canal. Muestra su interior ordenado en paquetes perfectamente distribuidos, ese interior muerto de risa al pensar en el caos que se instalará dentro de sí en los próximos días. Está a punto de empezar un nuevo viaje. Desorden de ideas y desgana que toma posesión de mi mente cada vez que voy a marchar, sin que el futuro deseo de quedarme allí, en el país elegido, pueda vencer la nostalgia del presente. Sin embargo, me reconozco en estos instantes previos y me comparo con lo que acontecerá dentro de 24 horas: ahora la tensión por los vuelos, las muchas horas a bordo de un avión repleto de gentes diversas, la noche inquieta sin poder dormir, paseando por la cabina en vano intento de acallar la tensión y la desquiciante sensación de querer dormir sin poder hacerlo. Trámites de inmigración, maletas que se pierden y se recuperan...
Todo eso no esconde la emoción de pisar tierras nuevas, la sensación dominante de saberme parte de otros mundos, acompañada por experiencias que me van a enriquecer, por fragmentos de las vidas de otros que me acogerán con amabilidad. Cargaré con una cámara siempre preparada para dejar constancia de lo que me ocurra, de lo que perciba, de todo lo que convierte mi vida durante el tiempo del viaje en mejor y más intensa. Y después, ya en casa, me alimentaré de los recuerdos almacenados tanto en mi memoria como en las fotografías, procurando dejar sentida constancia en forma de textos. Cuando viajo, no deseo regresar. Al volver, sin embargo, me reconozco como parte de mi mundo en el que debo estar para poder hablar de lo vivido. Una de tantas paradojas que me construyen es la que tiene que ver con querer y no querer estar. Pero siento que si vuelvo es para hablar de ello, para mostrarlo a los que no tiene la posibilidad de vivirlo en directo. Y entonces agradezco el privilegio de haber estado, de haber regresado y de poder contarlo.
En Etiopía
1 comentario:
Muy bonita fotografía.
Publicar un comentario