Sijs frente al Templo Dorado, Amritsar, Punjab.
La figura de los hombres sijs es fácil de reconocer: un porte majestuoso, militar; barba a menudo tan larga que se enrosca sobre una tira de algodón; el turbante perfectamente envuelto sobre sí mismo. Las mujeres visten generalmente el punjabí, un conjunto de pantalón y blusón largo con foulard a juego, de colores alegres, brillantes. Pero esto solo es lo superficial. Aquello que realmente importa se guarda en el fondo de sus corazones. Los sijs se caracterizan, entre otras cosas, por su amabilidad y su acogedora hospitalidad, incluso con los hostiles y arrogantes turistas.
El sijismo es una religión que comparte doctrina con los musulmanes y con trazas del hinduismo. Surgió entre los siglos XVI y XVII, fundada por Gurú Nanak, es monotéista y se basa en la doctrina de los 10 gurús recogida en el libro sagrado llamado Gurú Granth Sahib. Los sijs han sido tradicionalmente guerreros y celosos de su independencia. Hay aproximadamente unos 24 millones de sijs en el mundo, la mayoría de los cuales se localiza en la región del Punjab, al noroeste de India y en frontera con Pakistán. Los sijs deben llevar como artículos de fe los siguientes elementos: el pelo largo sin cortar, que recogen bajo el turbante; un peine; un brazalete metálico; ropa interior de algodón; y una espada ceremonial, sustituida en la actualidad por una pequeña daga. Esta daga representa la libertad de espíritu y la lucha contra la injusticia y nunca debe ser usada para el ataque, sino solo como defensa.
Templo sij en Delhi
He tenido dos experiencias con sijs en este viaje, ambas enriquecedoras y hermosas. Una fue en Delhi, donde se encuentra uno de los principales templos dedicados a esta religión. Allí me acompañaron, me explicaron cómo proceder y me permitieron deambular entre ellos en medio de sus plegarias. El templo es de mármol blanco. En señal de respeto hay que entrar descalzo, después de lavarse los pies en fuentes a propósito en la entrada, y cubrirse la cabeza, tanto las mujeres como los hombres. Hay, como en todas partes, un abigarramiento de colores y ruidos que, no obstante ser cacofónico y desquiciante, posee un algo de hipnótico que atrapa los sentidos hasta convertirlos en concordantes consigo mismos.
Mujeres lavándose antes de entrar en el templo sij, Delhi.
Los sijs son solidarios con sus semejantes y preparan comidas que los voluntarios recogen y cocinan para repartirlas a diario. Esto fue especialmente evidente en el centro sij por excelencia, el Templo Dorado en la ciudad de Amritsar.
Guardianes en el Templo Dorado, Amritsar, Punjab.
La ciudad de Amritsar, próxima a la frontera con Pakistán, alberga el santuario sij más importante del mundo, el Templo Dorado. Amritsar es una de tantas ciudades de India: caótica, agobiante, sucia. Pero el recinto del templo es una maravilla de organización y limpieza. El espacio es enorme y la edificación toda en mármol blanco. En el centro un estanque donde se realizan abluciones rituales, en apartados para mujeres y para hombres por separado. Y en medio del agua, como surgiendo de ella, el templo propiamente, con sus 750 kilos, dicen, de oro puro y trabajado con filigranas y relieves de gran belleza. En el interior se encuentra el libro al que adoran los creyentes.
El Templo Dorado.
El acceso al recinto y las normas sobrecogen por el rigor: ropa decente, cabello cubierto, pies desnudos y lavados. Contención, respeto, mesura. Una gran cantidad de indicaciones de cómo comportarse en un recinto sagrado que sufrió dos brutales ataques y que se ha estructurado como si de la defensa de una ciudad se tratara. La realidad, sin embargo, es más amable.
Cierto que hay personas que discretamente se encargan de la seguridad y cuya presencia se hace notar sin imponerse. Pero también, y lo mejor, es que los devotos son tan acogedores que poco a poco la tensión inicial va dejando paso a la relación cálida y próxima: risas y fotos compartidas, frases de saludo y manos levantadas, palma contra palma, en la forma india de indicar al otro que su persona resulta sagrada. Namasté.
Un descanso en el templo.
Durante horas he deambulado entre ellos sintiendo una acogida tan cálida como impensable en los templos de nuestras propias ciudades. El atardecer se acerca y mucho antes de que amanezca habré vuelto para participar, con ellos pero a la distancia de la fe, del traslado del Libro, ceremonia que se repite a diario y se acompaña de cánticos y salmodias.
En el interior del recinto del templo, al que se accede por una pasarela sobre el agua, los hombres santos recitan y cantan sin cesar los pasajes de la palabra sacra. La belleza de las paredes y los techos es grande, pero resulta difícil atender a la vez a tantos estímulos: mujeres y hombres que peregrinan, escaleras que conducen a pequeños habitáculos profusamente decorados, gurús que recitan y el Libro, enorme y bello, frente al que se postran emocionados los creyentes.
Amanecer frente al Templo Dorado.
Uno de los elementos más sorprendentes y especiales del lugar sagrado es la cocina. A diario decenas de voluntarios reciben, preparan y cuecen alimentos para más de 10.000 personas de toda clase y condición. De hecho, al entrar en el recinto lo primero que recibí fue una bandeja compartimentada que un voluntario me daba para coger la comida, si quería. El trabajo se hace como en una cadena de montaje: mientras unos limpian y cortan las verduras (no utilizan ningún producto animal, ni siquiera en las ropas), otros las cocinan, mientras un tercer grupo lo sirve y otro más lava los cacharros. Los restantes mantienen todo el recinto limpio y dispuesto a la siguiente remesa.
Cocinas en el Templo Dorado
Cocinas en el Templo Dorado
Cocinas en el Templo Dorado
A pesar de todas las precauciones con que nos habían advertido a la hora de movernos por el templo y hacer fotos, lo cierto es que la gente de allí, los fieles devotos que dedican parte de su tiempo no solo a rezar, sino también a trabajar para otros, invitan a participar y a compartir. No solo no se niegan a ser fotografiados, sino que lo proponen y ellos mismos sacan sus móviles para grabar nuestras imágenes.
Compartiendo.
No hay turismo, no están acostumbrados al acoso de las cámaras y nuestro respeto es tanto que lo perciben y lo aceptan. Una mujer, anciana y elegante, me habla, mirándome con ojos amables. No la entiendo, pero una joven pareja que pasa junto a nosotras me traducen: gracias por venir a vernos, gracias por compartir nuestro mundo. A veces me gustaría conocer el lenguaje mágico que me permitiera transmitir a todas las personas que me acogen en sus vidas mi agradecimiento por el privilegio que me otorgan.
Cuando ocurren estas cosas, comprendo. Comprendo que viajar no es una huida, porque los fantasmas se llevan dentro. Comprendo que viajar tampoco significa esconderme, porque no hay cueva suficientemente oscura en la que desaparecer. Comprendo, simplemente, que viajo para reencontrarme con una parte de mí que es exclusivamente mía, hecha de momentos íntimos. Nadie más que yo sabe lo que siento en ciertas situaciones, cómo me emocionan y cuán difícil es de expresar. Pero yo lo sé, yo lo vivo y eso basta para que cada cosa adquiera sentido.
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