Vistas de página en total

8/9/11

India: la vida a la vista-3. Movimientos.

Una tienda en Jaipur

En India todo está en constante movimiento. Los comercios, los transportes, la gente que se desplaza de un lado a otro, con o sin rumbo, convierten el país en una olla exprés. Es atrayente sentarse a observar una especie de danza loca compuesta de cacofonías sonoras, caóticos ajetreos e intercambios de corrientes coloridas que se cruzan sin rozarse, lo cual resulta milagroso teniendo en cuenta la densidad y el ansia de proximidad que parece adueñarse de los habitantes. Una consecuencia es la falta total de intimidad o de espacio personal. Sin darme cuenta, me convierto en parte de ese flujo constante y me muevo al mismo ritmo, hipnotizada por las fluctuaciones, arrullada por el calor.

Un descanso junto al templo, Rishikesh, Uttarakhand.

Las formas de moverse más sorprendentes, fascinantes y, por qué no, arriesgadas son dos: los transportes en rickshaw y los ferrocarriles. La experiencia de los rickshws es, sin duda, atrevida, aunque no siempre peligrosa. Tal vez esto mismo no lo diría alguien que se aventure por primera vez en esa especie de antiguos motocarros con motor de vespino o poco más, que sortea el tráfico infernal de las calles en pugna con vehículos más grandes, más pequeños, más de todo. Montar en uno de ellos es una prueba tan excitante como sobrecogedora. Las riadas de coches, motos, camiones y bicicletas se entremezclan sin orden ni ritmo. El más astuto y no necesariamente el más grande pasará primero. Parece que las normas de tráfico no hubieran sido aún inventadas, sino solo sugeridas al ver todos los semáforos y las señales burlados por el caos.

 Circulación habitual, Agra, Uttar Pradesh.

La mescolanza de vehículos a motor se completa con la temeraria incursión de peatones que, sin posibilidad de cruzar tranquilos, se lanzan inopinadamente en un intento por sortear las oleadas de ataque por todos los flancos. Es interesante, entonces, observar cómo en cada vía se arriesgan varias filas, de manera que en una calle de dos carriles puede haber al mismo tiempo y en paralelo cuatro, cinco y a veces hasta seis vehículos que hacen sonar sus bocinas en anuncio de incursión. Cabe añadir que sutilezas como  el sentido de la vía no son tenidas en cuenta. Desde el asiento del rickshaw se pasa del interés al miedo y viceversa en cuestión de segundos y todo ello varias veces en un mismo trayecto.


En India podemos encontrar varios niveles de pertenencia a la sociedad capitalista. Los hay que poseen tales riquezas que se mueven en un mundo paralelo, al margen de la suciedad y el calor, protegidos por empleados de seguridad, ausentes de la realidad que les circunda. Hay otros, por el contrario, viviendo en los círculos concéntricos de Dante y su descenso a los infiernos en escalones cada vez más bajos. He visto gente que sobrevive vendiendo productos escasos, comida preparada o fruta; otros que sacan una báscula para pesarse y cobran por ello una fracción de rupia; y los que transportan comida para algunos más afortunados, con lo que se aseguran una colación propia al día. De entre todos me llama la atención especialmente los conductores de rickshaws-bicicleta. Utilizan la pura fuerza de sus piernas y mueven el vehículo que arrastra el peso inconmovible de los otros. Suelen ser hombres ya mayores, algunos también jóvenes pero no los que abundan, muy delgados, vestidos con un pantalón o una falda-pareo y una camisa, todo ello del color de la tierra con la que parecen haber sido lavados. Se acompañan de una tela que les seca el sudor, copioso, al caer en tromba por sus rostros e, imagino, por sus espaldas. Cuando imploran la atención para ofrecer sus servicios, lo primero que siento es pena, la pena nacida de la conciencia de saberme una privilegiada frente a sus rostros ajados, barbados, tallados a piedra. Después pienso que no debo evitarlos, pues haciéndolo les privo de un jornal. Seguramente yo les pagaría más que sus compatriotas, pero me dejo llevar por la lástima idiota de quien no hace sino observar.

Un rickshaw a la espera, Pushkar, Rajastan.

Otra experiencia inevitable y extremadamente enriquecedora, aunque no siempre grata, es la de viajar en tren. Esto en India se asemeja a la observación en microscopio de formas de vida alternativas. Los trenes son de categorías diversas. El mejor es una especie de "borreguero", con servicio de comedor "a domicilio", es decir, en el sitio, así que no cuesta imaginar cómo serán los otros. Yo me metí en vagones de segunda y tercera clase y me pareció mirar a los ojos de una pesadilla. Hablando así puedo dar una imagen de prepotencia muy lejana a mi modo de ser y de pensar. Pero no se me ocurre manera más gráfica de describir el amontonamiento de personas, el hedor, los restos de comida y fluidos, los aseos sin limpiar desde tiempos remotos. En todas las estaciones he podido ver cómo la gente sube por las puertas contrarias, cruzando las vías temerariamente, para asegurarse un rincón sea cual sea la condición del viaje. Ello provoca una saturación de tal manera que a menudo las personas se sientan unas sobre otras cuando ya no queda espacio libre que cubrir ni en los vagones ni en las plataformas. Todos viajan apelotonados, acumulados y amontonados, pero ello no supone ni tumultos ni exclamaciones de disgusto o rencillas. Por el contrario, parece apoderarse de los viajeros una especie de sopor resignado, una monotonía de vida que les sume en el silencio y en la contemplación pasmada de lo que acontece alrededor. En los andenes, por otra parte, la espera se traduce en un asentamiento cuasi permanente. Es difícil distinguir los grupos y las familias que aguardan su tren de aquellos para los que el lugar en la estación es un remedo de hogar. Al igual que los que viven en las calles, los que habitan las estaciones semejan ajenos al ajetreo a su alrededor y a las miradas perplejas, investigadoras o simplemente pasmadas de quienes estamos allí de paso. Las estaciones, un submundo en sí mismo, están plagadas de gente que espera, que duerme, que caga o se lava en las mangueras dispuestas para abastecer los trenes. El ambiente es turbio por los olores, los bultos y equipajes que obstaculizan el paso, por las personas que cruzan las vías haciendo poco o ningún caso a la prohibición, a pesar de la inminente llegada de un convoy de carga, Una vida inquieta que se muestra despojada de pudor y a la que no le importa ser pasto de las cámaras y de la mirada impúdica de quien, como yo, volveré muchos días después al aséptico entorno del occidente privilegiado.


No hay comentarios: