India es mucho más que un país. Es un espacio enorme que parece existir en un tiempo distinto al nuestro. Su ritmo es pausado y frenético a la vez. En las calles de sus ciudades se unen los vehículos a motor, cargados de combustible adulterado, que van dejando un humo negro y asfixiante, con las vacas lentas, dueñas de cada rincón. Las gentes parecen adaptarse a cada instante, corriendo o refrenando su paso, según se encuentren ante un animal sagrado o una máquina veloz.
India no deja indiferente: o enamora o asquea. A mí me enamoró. Nunca he sentido como allí la elegancia en el andar de las mujeres, ataviadas con saris y cargadas de abalorios. Incluso para trabajar en el campo llevan consigo todas sus pertenencias de plata y, ocasionalmente, oro. Esos objetos por lo general fueron obtenidos al contraer matrimonio y representan el poder económico de la familia, propia o política, formalizada en la dote. Las mujeres son, decía, elegantes. Tienen una belleza que está más allá de los cánones impuestos por modas o estilos mediáticos. Su elegancia está en el modo como se mueven al compás del viento, haciendo ondular las telas de mil colores con las que se cubren. A menudo van cargadas con fardos, cántaros de agua, leña o ladrillos de construcción. Aun así, su movimiento resulta hipnótico, acogedor, estremecedor. No puede decirse lo mismo de los hombres. Ellos no transmiten sino apatía, dejadez, insuficiencia. Tal vez haría la excepción con los sijs, que conservan una prestancia heredada de tiempos pasados y que mantienen sus tradiciones con el mismo celo con que tapan sus largos cabellos bajo el turbante.
De India se pueden referir miles de anécdotas y todas estarán vinculadas a imágenes: el Taj Mahal, cuyo color cambia a medida que cambia también el cielo; las ciudades antiguas, donde predominan los rojos de la tierra y los blancos del mármol con que fueron edificadas; el verde exhuberante de los campos y la inmensidad sobrecogedora de las montañas... Pero de las muchas imágenes que conservo de aquel viaje, hay una fija en mi memoria que para mí representa la esencia del país: el rostro más bello del mundo. Está vinculado a la madre Ganga, el Ganges, río sagrado por excelencia, y a Benarés (Varanasi), ciudad mucho más que santa. En la creencia de los hindúes, morir en Benarés significa liberarse de los círculos de reencarnaciones, por lo que la ciudad está plagada de enfermos, moribundos, mutilados y leprosos. Es también la ciudad donde más culto público se rinde a la muerte y a los ritos que la acompañan. En los crematorios junto al río se preparan los cadáveres para que su tránsito a la otra vida ocurra en la pureza requerida. Algunos muertos pueden lanzarse al agua sin más; otros deben ser quemados previamente, tras haber sido lavados, ungidos, envueltos en telas blancas y cubiertos de flores.
Ni siquiera la experiencia de los crematorios me impresionó tanto como la imagen de aquella mujer de noche junto al Ganges. Se celebraba una ceremonia en la que el fuego era el protagonista. La noche india, cálida y húmeda, se ofrecía al fuego ritual para rendir homenaje, uno más, a la madre Ganga. Los devotos, los creyentes, los convencidos de la religión hindú inclinaban sus cabezas para seguir paso a paso los momentos de ofrenda que el brahman oficiaba. Los incrédulos o descreídos, no sé muy bien, los que llegamos con la curiosidad del extraño al que se le permite compartir esos instantes de unión con lo sagrado de otras culturas, observábamos en el más respetuoso silencio cada uno de los movimientos del oficiante. La luz que emanaba del fuego iluminaba los rincones de aquel espacio junto al río. Los miles de aromas de especias, humedad y muerte se entrelazaban en una danza extraña y subyugadora.
Yo estaba atrapada por el momento. Mi mirada perseguía tanto las curvaturas del fuego como la expresión de quienes me rodeaban. De pronto, me fijé en ella. Tendría 70, 80, 90 años, o menos, o más, era imposible saber. Se había sentado con las piernas cruzadas, un poco alejada de todos los demás, y miraba fijamente hacia la negrura del río. Sus ropas eran de un blanco inmaculado, vaporoso y frágil, agitadas levemente por la brisa. Había descansado sus brazos en actitud de reposo sobre las piernas y todo su aspecto era de determinación. Me dio la impresión de que no necesitaba nada del mundo, que ya lo había soportado todo y que nada le quedaba por aguardar. Pensé que no había ser en la tierra más fiel a la divinidad que aquella mujer. Parecía entregada por entero a la ceremonia, aunque sin hacerlo plenamente, como si un brahman invisible le transmitiera, sólo a ella, los secretos del oficio.
De su cuerpo pequeño emanaba sensación de serenidad y pena. No se movía, no interrumpía su mirada objeto o sonido alguno. Era ella y el río, pese a estar rodeada por un grupo numeroso de personas. Me atrapó. No dejaba de mirarla, mientras los cánticos del ritual sonaban y sonaban acompasados. Quise pensar en quién podía ser, cuál sería su historia y de dónde nacería la intensidad de su mirada y la profundidad de su amargura. Supe, no sé cómo, que estaba sola consigo misma y que no le importaba nada que no fuera fundirse con el río. En un momento determinado, observé con atención su rostro. Había en él tantas arrugas como días de su vida, tantos surcos como instantes pasados, tanta dulzura que hacía llorar. Miré su rostro fijamente sin importarme que se diera cuenta y sin atender ya a la exótica ceremonia que se desarrollaba ante mí. No escuchaba ya más sonido que el del río y el de su respiración. No miraba más que el río oscuro y su rostro. Y cuanto más la observaba no pude dejar de pensar que el suyo era, sin duda, el rostro más bello del mundo.
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