En los últimos años estamos viviendo una creciente preocupación por las noticias que nos llegan desde los países islámicos. Hago hincapié en la expresión “noticias que nos llegan”, porque a menudo la información obedece a intereses que se alejan de la realidad. Gran parte de esas noticias o esas informaciones nos muestran una imagen dramática, tremendista y hostil de aquellos lugares. Cierto es que el mundo musulmán, en manos de dirigentes extremistas, ofrece motivos para la reflexión y el miedo. Pero no es, ni mucho menos, la única perspectiva que podemos encontrar. Yo tengo otra y quiero presentarla. No pretendo hacer análisis político o social. Sólo intento contar mis experiencias y mis vivencias en algunos de los países que he visitado.
Los musulmanes tienen como norma la hospitalidad, forma parte de su manera de ser. Es muy difícil sentirse excluido en un entorno en el que las personas sienten la necesidad de ayudar y compartir lo que poseen con todos los que llegan a su puerta, sean o no de sus mismas creencias. Despreciable es, sin duda, la exclusión de las mujeres de la vida pública y los atentados a su dignidad y a sus derechos. Esta es la norma general, pero incluso en ella podemos encontrar matices. Las mujeres “mandan” en el hogar. Tal vez mandar sea un término excesivo, aunque no se me ocurre otro mejor para describir la preponderancia de sus acciones en la vida privada. Por otra parte, el mundo femenino es extremadamente rico y cálido. Ser mujer extranjera en un país islámico implica tener las puertas abiertas a participar de vivencias exclusivas: los baños, la música, las actividades del hogar, las sonrisas, las caricias amistosas y las confidencias. No quiero negar con ello la posibilidad de contactar con los hombres; sólo destaco la proximidad humana que las mujeres ofrecen a otras mujeres.
Los musulmanes tienen como norma la hospitalidad, forma parte de su manera de ser. Es muy difícil sentirse excluido en un entorno en el que las personas sienten la necesidad de ayudar y compartir lo que poseen con todos los que llegan a su puerta, sean o no de sus mismas creencias. Despreciable es, sin duda, la exclusión de las mujeres de la vida pública y los atentados a su dignidad y a sus derechos. Esta es la norma general, pero incluso en ella podemos encontrar matices. Las mujeres “mandan” en el hogar. Tal vez mandar sea un término excesivo, aunque no se me ocurre otro mejor para describir la preponderancia de sus acciones en la vida privada. Por otra parte, el mundo femenino es extremadamente rico y cálido. Ser mujer extranjera en un país islámico implica tener las puertas abiertas a participar de vivencias exclusivas: los baños, la música, las actividades del hogar, las sonrisas, las caricias amistosas y las confidencias. No quiero negar con ello la posibilidad de contactar con los hombres; sólo destaco la proximidad humana que las mujeres ofrecen a otras mujeres.
He viajado por algunos países islámicos y en todos he experimentado lo mismo. En Irán, que a ojos externos pasa por ser un lugar negro, cerrado, oculto y siniestro, era imposible no hablar con todos aquellos que chapurrearan un poco de inglés. Los jóvenes de ambos sexos especialmente intentaban, a través de las breves conversaciones, saber qué hay fuera de su país y, sobre todo, qué pensamos de ellos. Muchas veces me he encontrado con la expresión anhelante de personas que me decían: “por favor, cuenta lo que has visto, habla de nosotros, no nos dejéis solos”. Recuerdo que en mi primer día en Teherán subimos al ‘metro’ para desplazarnos hasta el mausoleo de Jomeini. Éramos varios hombres y mujeres españoles y debíamos montar en vagones separados. Las mujeres, a pesar de vestir como se nos exigía –blusones largos que cubrieran nuestras formas femeninas y pañuelo en la cabeza–, llevábamos ropas multicolores. En el vagón del metro predominaba el color negro de los chadores, ocultando los cuerpos y las cabelleras. Al subir al vagón, hablando en voz alta y riendo como niñas, miramos a nuestro alrededor, sorprendidas del silencio reinante. Lo cierto es que parecíamos elefantes en una cacharrería. Reprimimos un poco nuestra alegría y comenzamos a observar. Poco a poco, las mujeres nos devolvían la mirada, tímidamente al principio, abiertamente después. En pocos minutos se había instalado una corriente de simpatía mutua. Muchas de ellas nos sonreían, otras nos saludaban inclinando ligeramente la cabeza. Algunas, incluso, nos mostraban a sus hijos. No pasó mucho tiempo antes de que empezáramos a saludar, a coger a los pequeños y hacerles carantoñas, que sus madres celebraban con orgullo. Las más jóvenes nos saludaban en su escaso inglés, las mayores pedían a las jóvenes que nos preguntaran cosas. Nos dimos la mano, reímos con ellas de cualquier gesto simpático que alguien hiciera, nos mirábamos a los ojos reconociéndonos y compartiendo afecto. Aun ahora, al recordar aquel viaje en metro, me emociono, porque fue el principio de un conjunto de vivencias similares en el país que llaman de los tres tesoros negros: el caviar, el petróleo y la mujer.
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