Siria es uno de los países que recomiendo encarecidamente para visitar. Hace tiempo que los salvadores de la humanidad, es decir, Estados Unidos y su política paternalista y avasalladora, incluyeron a Siria en el denominado “eje del mal”. Era una manera de marcar diferencias entre la supuesta bondad moral de unos y la maldad permanente y manifiesta de los musulmanes. Nada más lejos de la realidad.
Siria no es sólo un país repleto de monumentos históricos y lugares de inmensa belleza estética, sino también (y quizás por encima de todo) uno de los países más acogedores, hospitalarios y amables del mundo. Es difícil, por no decir imposible, sentirse extraño en sus calles y en sus pueblos, en sus ciudades y en sus mercados, incluso en sus mezquitas. Quiero reflejar algunas de las experiencias vividas allí y me gustaría especialmente poder transmitir la calidez de sus habitantes.
Damasco es una ciudad mixta. Se mezclan en ella la evidente presencia y dominación musulmana con la vida de la amplia comunidad cristiana. En Siria hay una curiosa simbiosis de religiones. El país es musulmán, pero convive en armonía con el cristianismo. El respeto del islam por las religiones del libro se hace patente de manera evidente en este lugar. Hay un barrio cristiano, con iglesias y tradiciones propias, en medio del bullicio islámico del conjunto urbano. Los días que coinciden con las fiestas religiosas cristianas, como la semana santa, el barrio cristiano se llena de música y procesiones, seguidas con el máximo respeto por la comunidad musulmana. ¿Podríamos decir lo mismo nosotros, si los musulmanes de nuestra ciudad decidieran celebrar públicamente sus fiestas?
La mezquita Omeya es uno de los grandes atractivos de Damasco, junto con el zoco y los rincones de la ciudad antigua. La mezquita es grande, profusamente decorada, pero con elegancia. Alfombras de hermoso trazado cubren todo el suelo, los mausoleos son de mármol y los mihrab de madera labrada. Como en todo el mundo musulmán, la mezquita no es solamente un lugar de culto, sino también de encuentro y diálogo. Pudimos entrar con total libertad por todo el recinto, observando, eso sí, la obligación de cubrirse el cabello las mujeres y descalzarnos a la entrada. Las gentes nos miran con curiosidad inocente, nos saludan con la vista y la sonrisa, algunos levantan la mano en señal de amistad. Nadie nos pone trabas a compartir su culto. Por el contrario, parece gustar nuestro interés y nuestro respeto por su religión. La grandiosidad de la mezquita me sigue por todos los rincones del recinto. Sin duda, el inmenso espacio queda muy favorecido por la decoración refinada, por las alfombras preciosas y por los murmullos suaves de los rezos y las conversaciones. Como siempre, el grito de llamada del almuédano me impacta. Es una cacofonía coral que se mezcla con el caos de vehículos, gente y animales de las calles. Me resulta especialmente sobrecogedora cuando cae la noche y las últimas luces se van apagando con las voces de la llamada a la plegaria.
Los zocos árabes son todos ellos interesantes. Es la vida en directo, las compras y transacciones de la gente en su vida cotidiana. Se mezclan al mismo tiempo ruidos, olores, colores y formas, ropajes en movimientos de las mujeres, bigotes y barbas de los hombres, risas y saludos, intercambio de dinero y de productos y todo a la vez es como una sinfonía fantástica de expresión vital. Si tienes interés en comprar algo, debes ir preparado para el regateo. No hacerlo les deja perplejos, como si fuéramos marcianos en medio del mercado. Regatear es una forma de convivir. No debemos hacerlo con prepotencia, ni con alardes de dinero. Por el contrario, la amabilidad y el respeto por el otro convierten las compras en el zoco en un maravilloso proceso de comunicación. Hay muchas tiendas en los distintos barrios que ofrecen productos de artesanía locales, a cuál más hermoso. Caminar sin prisa por los rincones de la ciudad, entrando y saliendo de las estrecheces de los callejones y de las tiendecitas es un placer en sí mismo. Recuerdo en concreto una de ellas. Su dueño, amable en extremo, nos ofreció bebidas y descanso. Al no aceptar más que un refresco compartido, nos preparó una bolsa con el resto para el camino, por si lo necesitábamos más tarde. No recuerdo ni un solo lugar europeo donde me haya ocurrido algo semejante.
Comer en Siria es otro de los placeres del viaje por aquellas tierras. La comida siria se compone de varios platos, empezando siempre por los mezze, los entrantes, el humus (hecho con garbanzos), el muhtabal (elaborado con berenjena), las ensaladas. Después, pollo y cordero, combinados con verduras, son las comidas principales. También se pueden probar diversos shwarma, algunos especialmente deliciosos. Los shwarma son una especie de “bocadillos” de tiras de carne cortada, acompañada de verduras y salsa, envueltos en pan de pita, fáciles de llevar para comer por la calle. En las zonas costeras, el pescado a la brasa es delicioso.
Fuera de Damasco encontramos lugares de interés histórico y artístico impresionantes. Ugarit es un recinto arqueológico cerca de la costa mediterránea. Fue allí donde se encontró una tablilla de arcilla en la que aparecía por primera vez un alfabeto completo con sonido asociado a las letras. Era, pues, el primero no pictográfico; por tanto, los sonidos asociados a las letras sustituyen los dibujos representativos de escenas y conceptos. Parece tan fácil para nosotros aprender a leer y reproducir los sonidos formando combinaciones articuladas, que no nos paramos a pensar cuánto costaría aquel primer esfuerzo para dotar a las generaciones posteriores de un arma potente y eficaz. Dice el poeta que la poesía es un arma cargada de futuro. Cuánto mayor es el valor de estas palabras si pensamos en cómo empezó todo. Aquí, en Ugarit, sentada en una fría piedra, miro en torno y me emociona sentirme heredera de aquellos desconocidos que me regalaron un arma cargada de futuro.
¿Y qué decir de Apamea, la Afamia musulmana? La impresión que recibí al llegar todavía no me ha abandonado, tal vez porque no esperaba encontrar en medio de la nada los restos de lo que debió ser una impresionante ciudad, pletórica de empuje y de riqueza. Apamea, al sur de Alepo, tiene un cardo (eje que recorría las ciudades romanas de norte a sur y que, junto con el decumano –de este a oeste- articulaba la estructura urbana) de casi dos kilómetros de largo y unos treinta y seis metros de anchura. Esta avenida está jalonada de columnas, unas lisas y otras estriadas, coronadas con capiteles corintios. En el centro de la vía hay una columna votiva. En los laterales, las estructuras de lo que fueron los comercios y las casas. Al pasear por todo el largo de este cardo, va cayendo la tarde, las luces cambian y las imágenes se enriquecen. Ahora que el sol desaparece poco a poco, la ciudad romana parece volver a la vida. Paseo en silencio y, de repente, rompe el silencio la llamada a la oración desde una población cercana. Siento un impacto difícil de describir. En medio de una ciudad de la antigua Roma, majestuosa y racional, con la luz del día a punto de apagarse por completo, escucho el grito acompasado de la mística referencia al dios de los musulmanes. La combinación me deja sin palabras, sin ideas ni pensamientos. Todo mi ser se convierte en emoción y en sentimiento. El canto del almuédano sobre la ciudad romana me parece una constatación de lo efímero de los hechos humanos y del empeño por mantener la hegemonía de la propia cultura. El efecto es mágico y sobrecogedor a la vez.
Hay otros importantes recintos arqueológicos diseminados por toda Siria, entre los que destacan Russafa, Dura Europos, Mari y Deir es-Zur, además del impresionante Crac de los Caballeros, el más famoso castillo de los cruzados. Pero, sin duda, es Palmira, la ciudad de la reina Zenobia en el desierto, la más conocida y admirada de todos ellos. Es difícil decir algo más de la antigua Palmira, si no se ha estado allí. Hay que caminar bajo la sombra de sus columnas, entrar en el templo de Bel, recorrer sus rincones y sentir los escalofríos de la emoción y del tiempo antiguo que permanece. Difícil expresar la noche bajo las estructuras romanas que tan orgullosas permanecen en pie, y difícil también describir el amanecer en medio del desierto, cuando el sol que nace va dejando entrever la inmensidad, la riqueza y la belleza del lugar. En Palmira hay tumbas subterráneas y torres funerarias, un enorme teatro, un castillo árabe y diversos templos, el más completo e impresionante, el templo de Bel. Aunque no es la única maravilla de Siria, no cabe duda que su visita es imprescindible para entender el pasado del país.
Además de Damasco, otra de las interesantes ciudades es Alepo, al norte. Alepo es la ciudad más comercial de Siria. Tiene uno de los más interesantes bazares de oriente medio, cubierto en su mayor parte. Las tiendas de objetos variados se mezclan con las carnicerías, donde se sacrifican los corderos, convirtiendo los suelos en pantanos de sangre. Los empleados nos invitan a acompañarlos en su tarea, lo cual significa para mí una forma más de comprender cómo se vive en otros lugares. El sacrificio de los animales debe seguir un ritual: la orientación a la Mecca, ciudad santa del islam hacia donde se dirigen también los rezos, y el desangrado completo. No encuentro suciedad ni me repele la vista. Tal vez sea porque me siento partícipe de una tradición que nunca he podido compartir en mi propia tierra. En Alepo hay también una impresionante ciudadela y la hermosa mezquita omeya. Además, caravansares (lugares de reposo de las antiguas caravanas que hacían las rutas comerciales) medio ocultos en patios interiores, calles de tortuoso trazado, edificios de otros tiempos donde bailan los derviches sufíes.
A 40 kilómetros de la ciudad de Alepo se encuentra el monasterio de san Simeón, llamado Estilita porque pasó 40 años subido a una columna desde la que lanzaba sus proclamas y su absurda misoginia. En torno a esa columna, apenas un pedazo de roca de la que hemos de creer –nosotros los incrédulos- que fue hogar de un chiflado, se construyó una espléndida basílica bizantina en el siglo V. En un día radiante de luz me sorprendo de la inmensa belleza del monumento, que destaca más por el momento en que fue edificado cuando en Europa aún no sospechaban el románico. El trazado es impecable, las dependencias rotundas, las filigranas en piedra dignas de un mago. Faltaban siglos para que los europeos aprendiéramos a tallar la roca y darle una apariencia digna de ser conservada y visitada. Paseo por los rincones, entro y salgo por los arcos tallados, me recuesto en sus paredes para observar cómo avanza el día y sintiendo que algo de esa historia es también mi historia.
Releo lo escrito y en todas mis palabras no encuentro ni trazas de lo que realmente quería decir. No me refiero con ello a que no quisiera poner de manifiesto que Siria es un hermoso lugar, lleno de encanto y de sitios para visitar. Pero no he podido transmitir que de todas las maravillas que el país nos ofrece, la mayor y mejor son sus gentes. Es un país de enorme calidad humana, de gran respeto por los demás, de armonía y sinceridad en su contacto con los que llegan de fuera. Cuando escucho las noticias y hablan del peligro que supone Siria (entre otros países) para la paz mundial, no puedo por menos que reír con un asomo de tristeza. Quién, de entre los iluminados salvadores, ha estado allí y ha sido recibido con alegría. Quién, de entre los asustados occidentales, ha sido tratado con amabilidad y ha sido acogido como al huésped respetado y querido. Quién ha vivido la experiencia impagable de no sentirse extranjero fuera de su casa. Quién, por fin, de nosotros, haría lo mismo con los que llegan de otros lugares. Si de algo me sirve viajar, es para sentir que el mundo es mucho más pequeño, y más rico, de lo que pensamos. Más allá de nuestras cuatro paredes seguras y firmes hay vida intensa, menos preocupada por cerrar las puertas, más interesada en abrir caminos y compartir lo que haya, por poco o insignificante que parezca. Soy consciente del privilegio. Ojalá nunca lo olvide.
Siria no es sólo un país repleto de monumentos históricos y lugares de inmensa belleza estética, sino también (y quizás por encima de todo) uno de los países más acogedores, hospitalarios y amables del mundo. Es difícil, por no decir imposible, sentirse extraño en sus calles y en sus pueblos, en sus ciudades y en sus mercados, incluso en sus mezquitas. Quiero reflejar algunas de las experiencias vividas allí y me gustaría especialmente poder transmitir la calidez de sus habitantes.
Damasco es una ciudad mixta. Se mezclan en ella la evidente presencia y dominación musulmana con la vida de la amplia comunidad cristiana. En Siria hay una curiosa simbiosis de religiones. El país es musulmán, pero convive en armonía con el cristianismo. El respeto del islam por las religiones del libro se hace patente de manera evidente en este lugar. Hay un barrio cristiano, con iglesias y tradiciones propias, en medio del bullicio islámico del conjunto urbano. Los días que coinciden con las fiestas religiosas cristianas, como la semana santa, el barrio cristiano se llena de música y procesiones, seguidas con el máximo respeto por la comunidad musulmana. ¿Podríamos decir lo mismo nosotros, si los musulmanes de nuestra ciudad decidieran celebrar públicamente sus fiestas?
La mezquita Omeya es uno de los grandes atractivos de Damasco, junto con el zoco y los rincones de la ciudad antigua. La mezquita es grande, profusamente decorada, pero con elegancia. Alfombras de hermoso trazado cubren todo el suelo, los mausoleos son de mármol y los mihrab de madera labrada. Como en todo el mundo musulmán, la mezquita no es solamente un lugar de culto, sino también de encuentro y diálogo. Pudimos entrar con total libertad por todo el recinto, observando, eso sí, la obligación de cubrirse el cabello las mujeres y descalzarnos a la entrada. Las gentes nos miran con curiosidad inocente, nos saludan con la vista y la sonrisa, algunos levantan la mano en señal de amistad. Nadie nos pone trabas a compartir su culto. Por el contrario, parece gustar nuestro interés y nuestro respeto por su religión. La grandiosidad de la mezquita me sigue por todos los rincones del recinto. Sin duda, el inmenso espacio queda muy favorecido por la decoración refinada, por las alfombras preciosas y por los murmullos suaves de los rezos y las conversaciones. Como siempre, el grito de llamada del almuédano me impacta. Es una cacofonía coral que se mezcla con el caos de vehículos, gente y animales de las calles. Me resulta especialmente sobrecogedora cuando cae la noche y las últimas luces se van apagando con las voces de la llamada a la plegaria.
Los zocos árabes son todos ellos interesantes. Es la vida en directo, las compras y transacciones de la gente en su vida cotidiana. Se mezclan al mismo tiempo ruidos, olores, colores y formas, ropajes en movimientos de las mujeres, bigotes y barbas de los hombres, risas y saludos, intercambio de dinero y de productos y todo a la vez es como una sinfonía fantástica de expresión vital. Si tienes interés en comprar algo, debes ir preparado para el regateo. No hacerlo les deja perplejos, como si fuéramos marcianos en medio del mercado. Regatear es una forma de convivir. No debemos hacerlo con prepotencia, ni con alardes de dinero. Por el contrario, la amabilidad y el respeto por el otro convierten las compras en el zoco en un maravilloso proceso de comunicación. Hay muchas tiendas en los distintos barrios que ofrecen productos de artesanía locales, a cuál más hermoso. Caminar sin prisa por los rincones de la ciudad, entrando y saliendo de las estrecheces de los callejones y de las tiendecitas es un placer en sí mismo. Recuerdo en concreto una de ellas. Su dueño, amable en extremo, nos ofreció bebidas y descanso. Al no aceptar más que un refresco compartido, nos preparó una bolsa con el resto para el camino, por si lo necesitábamos más tarde. No recuerdo ni un solo lugar europeo donde me haya ocurrido algo semejante.
Comer en Siria es otro de los placeres del viaje por aquellas tierras. La comida siria se compone de varios platos, empezando siempre por los mezze, los entrantes, el humus (hecho con garbanzos), el muhtabal (elaborado con berenjena), las ensaladas. Después, pollo y cordero, combinados con verduras, son las comidas principales. También se pueden probar diversos shwarma, algunos especialmente deliciosos. Los shwarma son una especie de “bocadillos” de tiras de carne cortada, acompañada de verduras y salsa, envueltos en pan de pita, fáciles de llevar para comer por la calle. En las zonas costeras, el pescado a la brasa es delicioso.
Fuera de Damasco encontramos lugares de interés histórico y artístico impresionantes. Ugarit es un recinto arqueológico cerca de la costa mediterránea. Fue allí donde se encontró una tablilla de arcilla en la que aparecía por primera vez un alfabeto completo con sonido asociado a las letras. Era, pues, el primero no pictográfico; por tanto, los sonidos asociados a las letras sustituyen los dibujos representativos de escenas y conceptos. Parece tan fácil para nosotros aprender a leer y reproducir los sonidos formando combinaciones articuladas, que no nos paramos a pensar cuánto costaría aquel primer esfuerzo para dotar a las generaciones posteriores de un arma potente y eficaz. Dice el poeta que la poesía es un arma cargada de futuro. Cuánto mayor es el valor de estas palabras si pensamos en cómo empezó todo. Aquí, en Ugarit, sentada en una fría piedra, miro en torno y me emociona sentirme heredera de aquellos desconocidos que me regalaron un arma cargada de futuro.
¿Y qué decir de Apamea, la Afamia musulmana? La impresión que recibí al llegar todavía no me ha abandonado, tal vez porque no esperaba encontrar en medio de la nada los restos de lo que debió ser una impresionante ciudad, pletórica de empuje y de riqueza. Apamea, al sur de Alepo, tiene un cardo (eje que recorría las ciudades romanas de norte a sur y que, junto con el decumano –de este a oeste- articulaba la estructura urbana) de casi dos kilómetros de largo y unos treinta y seis metros de anchura. Esta avenida está jalonada de columnas, unas lisas y otras estriadas, coronadas con capiteles corintios. En el centro de la vía hay una columna votiva. En los laterales, las estructuras de lo que fueron los comercios y las casas. Al pasear por todo el largo de este cardo, va cayendo la tarde, las luces cambian y las imágenes se enriquecen. Ahora que el sol desaparece poco a poco, la ciudad romana parece volver a la vida. Paseo en silencio y, de repente, rompe el silencio la llamada a la oración desde una población cercana. Siento un impacto difícil de describir. En medio de una ciudad de la antigua Roma, majestuosa y racional, con la luz del día a punto de apagarse por completo, escucho el grito acompasado de la mística referencia al dios de los musulmanes. La combinación me deja sin palabras, sin ideas ni pensamientos. Todo mi ser se convierte en emoción y en sentimiento. El canto del almuédano sobre la ciudad romana me parece una constatación de lo efímero de los hechos humanos y del empeño por mantener la hegemonía de la propia cultura. El efecto es mágico y sobrecogedor a la vez.
Hay otros importantes recintos arqueológicos diseminados por toda Siria, entre los que destacan Russafa, Dura Europos, Mari y Deir es-Zur, además del impresionante Crac de los Caballeros, el más famoso castillo de los cruzados. Pero, sin duda, es Palmira, la ciudad de la reina Zenobia en el desierto, la más conocida y admirada de todos ellos. Es difícil decir algo más de la antigua Palmira, si no se ha estado allí. Hay que caminar bajo la sombra de sus columnas, entrar en el templo de Bel, recorrer sus rincones y sentir los escalofríos de la emoción y del tiempo antiguo que permanece. Difícil expresar la noche bajo las estructuras romanas que tan orgullosas permanecen en pie, y difícil también describir el amanecer en medio del desierto, cuando el sol que nace va dejando entrever la inmensidad, la riqueza y la belleza del lugar. En Palmira hay tumbas subterráneas y torres funerarias, un enorme teatro, un castillo árabe y diversos templos, el más completo e impresionante, el templo de Bel. Aunque no es la única maravilla de Siria, no cabe duda que su visita es imprescindible para entender el pasado del país.
Además de Damasco, otra de las interesantes ciudades es Alepo, al norte. Alepo es la ciudad más comercial de Siria. Tiene uno de los más interesantes bazares de oriente medio, cubierto en su mayor parte. Las tiendas de objetos variados se mezclan con las carnicerías, donde se sacrifican los corderos, convirtiendo los suelos en pantanos de sangre. Los empleados nos invitan a acompañarlos en su tarea, lo cual significa para mí una forma más de comprender cómo se vive en otros lugares. El sacrificio de los animales debe seguir un ritual: la orientación a la Mecca, ciudad santa del islam hacia donde se dirigen también los rezos, y el desangrado completo. No encuentro suciedad ni me repele la vista. Tal vez sea porque me siento partícipe de una tradición que nunca he podido compartir en mi propia tierra. En Alepo hay también una impresionante ciudadela y la hermosa mezquita omeya. Además, caravansares (lugares de reposo de las antiguas caravanas que hacían las rutas comerciales) medio ocultos en patios interiores, calles de tortuoso trazado, edificios de otros tiempos donde bailan los derviches sufíes.
A 40 kilómetros de la ciudad de Alepo se encuentra el monasterio de san Simeón, llamado Estilita porque pasó 40 años subido a una columna desde la que lanzaba sus proclamas y su absurda misoginia. En torno a esa columna, apenas un pedazo de roca de la que hemos de creer –nosotros los incrédulos- que fue hogar de un chiflado, se construyó una espléndida basílica bizantina en el siglo V. En un día radiante de luz me sorprendo de la inmensa belleza del monumento, que destaca más por el momento en que fue edificado cuando en Europa aún no sospechaban el románico. El trazado es impecable, las dependencias rotundas, las filigranas en piedra dignas de un mago. Faltaban siglos para que los europeos aprendiéramos a tallar la roca y darle una apariencia digna de ser conservada y visitada. Paseo por los rincones, entro y salgo por los arcos tallados, me recuesto en sus paredes para observar cómo avanza el día y sintiendo que algo de esa historia es también mi historia.
Releo lo escrito y en todas mis palabras no encuentro ni trazas de lo que realmente quería decir. No me refiero con ello a que no quisiera poner de manifiesto que Siria es un hermoso lugar, lleno de encanto y de sitios para visitar. Pero no he podido transmitir que de todas las maravillas que el país nos ofrece, la mayor y mejor son sus gentes. Es un país de enorme calidad humana, de gran respeto por los demás, de armonía y sinceridad en su contacto con los que llegan de fuera. Cuando escucho las noticias y hablan del peligro que supone Siria (entre otros países) para la paz mundial, no puedo por menos que reír con un asomo de tristeza. Quién, de entre los iluminados salvadores, ha estado allí y ha sido recibido con alegría. Quién, de entre los asustados occidentales, ha sido tratado con amabilidad y ha sido acogido como al huésped respetado y querido. Quién ha vivido la experiencia impagable de no sentirse extranjero fuera de su casa. Quién, por fin, de nosotros, haría lo mismo con los que llegan de otros lugares. Si de algo me sirve viajar, es para sentir que el mundo es mucho más pequeño, y más rico, de lo que pensamos. Más allá de nuestras cuatro paredes seguras y firmes hay vida intensa, menos preocupada por cerrar las puertas, más interesada en abrir caminos y compartir lo que haya, por poco o insignificante que parezca. Soy consciente del privilegio. Ojalá nunca lo olvide.