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7/1/11

Placeres-1

Amanecer con luna llena en Palmyra (Siria)

Caminar descalza por una playa que parece imposible. El agua es transparente como el cristal y no corta los pies al robarle un poco de su frescor, sino que los acaricia con la juguetona suavidad del amante experimentado. La arena, cálida y blanca, se escurre por entre los dedos y desaparece con una mueca de desencanto al no poder permanecer, maldición del trasgo, acunada por mis manos. Una barca de madera despintada se mece con el vaivén de las olas, invitándome a subir, a bailar en su ritmo cadencioso, proponiéndome, quizás, ese paseo nocturno que sabemos cómo empezará y dónde acabará, pero no cuándo.
Un camino imposible de barro, unos pies que se aferran a la poca tierra estable en la pendiente dura, larga, una carga a la espalda que desearía arrancar de mí, porque me parece una condena, aunque es mi fondo de supervivencia para unos días... Y, sin embargo, todo se olvida al llegar al pequeño rincón disimulado entre montañas verdes y piedras desmesuradas, con el recibimiento de sonrisas desdentadas, danzas frenéticas, cabriolas grotescas y máscaras ancestrales. Me advierten, además, en el colmo de mi dicha, que pocos metros adentro del bosque una pequeña cascada vierte a borbotones agua con la que liberarme del sudor y olvidar todo lo que no sea sentirme plenamente en paz.

Llegada al poblado. Senegal
Entrar con humildad, pies descalzos, cabeza cubierta, silencio en el alma, en recintos de la fe paradójica. Observar la grandeza del espacio, la imposible belleza de los detalles, el mullido pisar sobre alfombras tejidas con un amor que mira más allá de su utilidad práctica. Escuchar las voces, porque se vive la creencia, el correr de niños y las llamadas de madres. Observar las curiosas miradas, no obstante inquisitivas, cuestionándose si soy digna, si puedo compartir, irónicas en espera de mis acciones. Andar a pasos lentos, uno tras otro, sin más prisa que el que me marquen para salir cuando se inicie el rito, con las preguntas dando vueltas en mi cerebro inquieto. Y encontrarme con el regalo de una mano, teñida de henna en revueltas hermosas, que me lleva dulcemente hacia un ángulo del templo, cuando todos los que son como yo han sido invitados a abandonar para dar paso a la fidelidad del culto, permiténdome, con una sonrisa, que les acompañe. Yo, descreída y crítica, sincera en mi respeto, que disfruto de la ceremonia repetida miles de veces, sin poder sentir más que el agradecimiento por haber sido elegida.
Deambular lentamente escoltada por piedras de siglos antiguos, erguidas con la dignidad del imperio. Pisar caminos tantas veces hollados antes por sandalias y carros y situarme en el punto que marca la encrucijada entre el cardo y el decumano, norte a sur, este a oeste, mientras la luz se despide con cierta vacilación. Las siluetas de columnas, de frisos, de volutas, de intersecciones se recortan contra el cielo de un azul que se oscurece por momentos. Largo paseo, increíble, cuando de pronto suena a lo lejos, claramente perceptible, la voz del muecín que se escucha fantasmagórica entre los restos de la ciudad que quedó como recuerdo de los seléucidas. Un escalofrío me recorre al hacerme consciente de la yuxtaposición de los tiempos en el anochecer.
Sonidos que llevan miles de años sonando, rítmicos, hipnóticos; aromas intensos de especias, acres de manteca, sólidos de animales; campanas de bronce que tintinean con la terquedad del crédulo; aguas sagradas que bendecirán la vida y la muerte; cuerpos empapados en sudor que chapotean cautivados por la presencia intangible de la liberación del dolor; ofrendas humildes que desaparecerán en la lejanía de la esperanza, llevando con ellas la súplica del que se consagra y se rinde desde mucho antes del nacer. Y estar allí, sintiéndote de todo menos ajena, vivendo una vida prestada durante el tiempo que tardes en hacerte consciente de tus diferencias, llorando con las voces que te consienten su compañía, aunque tú no eres relevante, sino tolerada, como se tolera el capricho de un niño, bajo la mirada indulgente de los que te perdonan no profesar.
Ritual purificador. Sur de India

Entre los tuareg del desierto es de honor la hospitalidad. Es un deber que conocen muy bien aquellos que viven en condiciones extremas y que, sin embargo, no solo no han olvidado, sino que dejarían de ser ellos mismos si no lo practicaran. Cuando llegas a una jaima y te sientas en la alfombra tejida a mano por las mujeres, puedes estar segura que se te prepara el recibimiento digno de una reina. Porque no serás menos, porque para un nómada que sabe de la dureza de sus días, cualquier persona debe ser tratada de acuerdo al rango de humanidad que se va perdiendo en otros contextos tan acomodados. Y te invitan a compartir el té. Y se pone en marcha un ritual que pervive desde que la memoria se hizo un lugar en el mundo. Te quedas fascinada por los movimientos de las manos, de los objetos, del agua y las hierbas que giran en un compás no sujeto a partitura alguna. El azúcar viene a continuación y cierra el ciclo el rito de mezclar y mezclar para disolver la dulce infusión. Dicen, en un mensaje cósmico que se repite desde que nació la eternidad, que el té se muestra bajo tres sabores: amargo, como la vida; dulce, como el amor; suave, como la muerte. Si, además, miras al cielo y ves todos los millones de estrellas que te acompañan esas noches, podrías encontrar algún sentido a la existencia, ya a punto de escapar, ya tal vez perdido, ese sentido, sin remedio.
Campamento tuareg, camino de Tombuctú. Mali

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