Norte de Etiopía
En Etiopía viví algunas de las experiencias de viajes más intensas, hermosas y emotivas de toda mi vida. Cuando alguien me pregunta por mi viaje favorito, no puedo decidirme por uno; sin embargo, suelo decir que Etiopía supone el viaje de mi vida. Los motivos son muchos, aunque puedo resumirlos en la carga de humanidad que pude experimentar a lo largo de aquel mes de agosto de hace ya tantos años.
El país tiene tres zonas culturalmente diferenciadas: la cristiana, la musulmana y la animista. Ésta última es la que más me interesa por ahora. El sur concentra los grupos étnicos, variados y dispares, muy lejanos de nuestra propia concepción de lo que es la agrupación social. Antropológicamente, la riqueza de este territorio es inmensa. Además, no podemos olvidar que en Etiopía se encontraron muchos indicios del pasado remoto del ser humano. En la actualidad las etnias del sur viven sus tradiciones como pudieron hacerlo siglos atrás. No obstante, preocupa y mucho el ritmo de deterioro que están sufriendo, debido en parte a la contaminación de los occidentales que pasamos por allí y que no siempre sabemos establecer una demarcación entre nuestras ansias de vivir lo diferente y la intromisión en quehaceres que nos deben ser ajenos.
Turmi es el nombre del campamento donde permanecería durante mi estancia en el sur y desde el cual visitaría los poblados de etnias diversas. Allí conocí a Toro, a Woro, a Kali y a las otras niñas que convirtieron mi estancia en mucho más que una visita. Los amaneceres en África tienen el encanto de los orígenes: no se oye nada, la luz se va mostrando con cierta vergüenza, como si sintiera romper el manto de la noche. En los poblados de chozas y matorrales la gente se despierta sin prisas, con las tareas definidas desde tanto tiempo atrás, dispuestos todos a cumplir con la previsión de unas obligaciones especificadas casi genéticamente. Pasear a esas horas inciertas por el sahel etíope ofrece momentos de éxtasis compartidos apenas con el aire casi fresco, con el zumbido de las avispas y con las voces incipientes.
En otras ocasiones he dicho que en África mis manos dejan de tener la utilidad supuesta, porque se convierten en el soporte de tantos chiquillos que se cuelgan de ellas y me acompañan con sus sonrisas melladas y sus canciones no por incomprensibles menos adoradas. Los días que pasé en el campamento de Turmi, próximo al poblado Hammer, ni siquiera se me ocurría fotografiar los momentos: sencillamente, no tenía manos; perdón, debería decir que mis manos estaban ocupadas en menesteres más tiernos. Así que no cabía más que disfrutar del privilegio de estar allí, a cientos de kilómetros de un aeropuerto, a miles de kilómetros de casa, a años luz de mi rutina.
Los Hammer son una etnia amable, acogedora, receptiva al respeto y al cariño. Es fácil convivir con ellos y entrar en sus chozas, batir su mantequilla, acunar a sus niños, observar sus aseos, acompañar a sus novias encerradas y cubiertas de pasta roja. Te permiten con indulgencia de anciano sabio que quebrantes sus horarios y sus quehaceres; pero no dudes que mi injerencia es tan respetuosa, tan humilde, tan agradecida, que apenas se percibiría de no ser por mi indumentaria ad hoc y mi sonrisa enamorada.
Pero surge ahora mi contradicción perenne cuando se trata de reflejar hechos culturales. Hablemos del "ukuli bula". Los rituales de paso son parte indispensable de cualquier cultura: la primera comunión, la circuncisión, la mutilación ritual... Un ritual de paso suele ser el punto de inflexión establecido culturalmente que marca la transición entre la niñez y la edad adulta, en unos casos, o entre la infancia y la adolescencia, en otros. Los Hammer practican el "ukuli bula".
Un joven varón Hammer se convertirá en adulto cuando consiga culminar el salto del ganado. Para ser considerado maduro deberá superar unas pruebas que se inician días antes, pero que yo viví en su consumación a lo largo de un día difícil de olvidar. Como en tantas otras situaciones, las mujeres sufren las consecuencias de la metamorfosis del hombre: para que el joven de la familia pueda convertirse, ellas deberán someterse a la sumisión de golpes durante varias horas. El proceso es el siguiente:
El aspirante habrá pasado días recorriendo las chozas de aquellos que serán invitados, mientras las mujeres de su familia preparan los alimentos que se consumirán en el banquete que da fin a la ceremonia. El mismo día ellas anunciarán con risas, cánticos y sonar de trompetillas que se aproxima el momento en el que un nuevo hombre adulto va a nacer simbólicamente en el contexto del grupo. Mientras tanto, los que han superado la prueba ocho días antes, llamados "maz", preparan haces de ramas muy finas a las que quitarán todos los salientes rugosos hasta dejarlas convertidas en ligeros látigos de precisión. Con ellos golpearán repetidas veces las espaldas de las mujeres de la familia del aspirante (excepto la madre), causando heridas profundas que quedarán como terribles marcas permanentes.
Las mujeres no solo se enfrentan a los golpes, sino que los necesitan como una manera de demostrar su amor por el futuro adulto. Era sorprendente, casi incomprensible, la exigencia con la que pedían ser azotadas, quitándose unas a otras el puesto de honor para recibir un golpe más, y otro, con el desafío en la voz y en las miradas, el brazo levantado y la espalda en carne viva.
Muchas de las mujeres se habían emborrachado con una bebida fermentada preparada para la fiesta. Sin embargo, no basta este hecho para justificar el nivel de obsesión que alcanzaban algunas de ellas. Y entonces recurrimos a las explicaciones teóricas que los occidentales tenemos guardadas y a punto para casi todo: la pertenencia al grupo, hacer lo que se espera de ti para no ser rechazada; los ritos ancestrales que se viven como connaturales y sin cuestionarse; los blablabla que podemos alegar para tranquilizar nuestra mente. Puedo asegurarte que no es suficiente, ni siquiera llega a suponer un respiro. Porque todavía puedo oir el silbido del látigo -la rama pelada convertida en vara ceremonial- descargado centenares de veces durante horas; porque todavía veo correr la sangre por heridas inflamadas y por espaldas enquistadas a fuerza de participar en el tránsito de un joven. Porque todavía me estremezco al recodar que, en un momento determinado, surgió en mi cerebro sacudido el pensamiento de que mis niñas, las que me habían ofrecido su afecto y su compañía, pasarían por lo mismo poco tiempo después. Ni siquiera las mujeres embarazadas se libran de los trallazos, cargando a la vez con el cuerpo de su hijo en el interior y con el dolor y las marcas en el exterior de su cuerpo. Nada te libra de la sensación de espanto y de incredulidad al estar en medio de aquella escenificación incalificable.
Los hombres que ayudarán al aspirante, incluyendo a los maz, preparan el ganado para que pueda saltarlo por encima: ésa será toda la prueba que soporte el futuro nuevo adulto. Mientras tanto, siguen los cantos, los sonidos, los gritos de las mujeres que se van desplazando animosas hacia el terreno donde culminar el protocolo. Hacia allí voy yo también, medio consciente de estar en el sueño de alguna mente trastornada por el calor.
Las reses se disponen lomo contra lomo en una fila apretada. Habrá tantas como posibilidades haya tenido la familia. Los hombres se reunen en conciliábulo para dar consejos al aspirante; éste, encerrado en el apretado círculo de sus mayores y completamente desnudo, como debe saltar, vive sus últimos momentos de adolescencia. Y saltará, saltará tantas veces como sea preciso para no caer, lo cual le obligaría a empezar de nuevo; saltará y en cada paso sobre las vacas aleja un pedazo de su infancia, de su inmadurez. Saltará, mientras las mujeres proclaman la alegría por el renacimiento, gritan y alborotan en el clímax de la consumación, vociferan trastornadas por el alcohol y las heridas abiertas sobre las que aplicarán una pasta rojiza, como la que adorna sus cabellos, para disminuir en lo posible los efectos de la infección posterior.
Este ritual que viví con brutal intensidad no deja de abrir cientos de cuestiones que me encaminan, como siempre, a la encrucijada de sentimientos, ideas y emociones. El respeto cultural: mi reiterada pregunta, mi drama personal, mi duda permanente. Y por encima de todo, pensar quién soy yo para juzgar, estableciendo parámetros de lo que es bueno y malo desde mi acomodada posición. Acaso, recordemos, cada cultura vive sus propias humillaciones reconvertidas en símbolos, en ritos, en manifestaciones de superioridad, porque es la nuestra y la nuestra, no lo olvidemos, es siempre mejor... ¿Escuchas la risa? Suena tan amarga...
El país tiene tres zonas culturalmente diferenciadas: la cristiana, la musulmana y la animista. Ésta última es la que más me interesa por ahora. El sur concentra los grupos étnicos, variados y dispares, muy lejanos de nuestra propia concepción de lo que es la agrupación social. Antropológicamente, la riqueza de este territorio es inmensa. Además, no podemos olvidar que en Etiopía se encontraron muchos indicios del pasado remoto del ser humano. En la actualidad las etnias del sur viven sus tradiciones como pudieron hacerlo siglos atrás. No obstante, preocupa y mucho el ritmo de deterioro que están sufriendo, debido en parte a la contaminación de los occidentales que pasamos por allí y que no siempre sabemos establecer una demarcación entre nuestras ansias de vivir lo diferente y la intromisión en quehaceres que nos deben ser ajenos.
Turmi es el nombre del campamento donde permanecería durante mi estancia en el sur y desde el cual visitaría los poblados de etnias diversas. Allí conocí a Toro, a Woro, a Kali y a las otras niñas que convirtieron mi estancia en mucho más que una visita. Los amaneceres en África tienen el encanto de los orígenes: no se oye nada, la luz se va mostrando con cierta vergüenza, como si sintiera romper el manto de la noche. En los poblados de chozas y matorrales la gente se despierta sin prisas, con las tareas definidas desde tanto tiempo atrás, dispuestos todos a cumplir con la previsión de unas obligaciones especificadas casi genéticamente. Pasear a esas horas inciertas por el sahel etíope ofrece momentos de éxtasis compartidos apenas con el aire casi fresco, con el zumbido de las avispas y con las voces incipientes.
En otras ocasiones he dicho que en África mis manos dejan de tener la utilidad supuesta, porque se convierten en el soporte de tantos chiquillos que se cuelgan de ellas y me acompañan con sus sonrisas melladas y sus canciones no por incomprensibles menos adoradas. Los días que pasé en el campamento de Turmi, próximo al poblado Hammer, ni siquiera se me ocurría fotografiar los momentos: sencillamente, no tenía manos; perdón, debería decir que mis manos estaban ocupadas en menesteres más tiernos. Así que no cabía más que disfrutar del privilegio de estar allí, a cientos de kilómetros de un aeropuerto, a miles de kilómetros de casa, a años luz de mi rutina.
Los Hammer son una etnia amable, acogedora, receptiva al respeto y al cariño. Es fácil convivir con ellos y entrar en sus chozas, batir su mantequilla, acunar a sus niños, observar sus aseos, acompañar a sus novias encerradas y cubiertas de pasta roja. Te permiten con indulgencia de anciano sabio que quebrantes sus horarios y sus quehaceres; pero no dudes que mi injerencia es tan respetuosa, tan humilde, tan agradecida, que apenas se percibiría de no ser por mi indumentaria ad hoc y mi sonrisa enamorada.
Pero surge ahora mi contradicción perenne cuando se trata de reflejar hechos culturales. Hablemos del "ukuli bula". Los rituales de paso son parte indispensable de cualquier cultura: la primera comunión, la circuncisión, la mutilación ritual... Un ritual de paso suele ser el punto de inflexión establecido culturalmente que marca la transición entre la niñez y la edad adulta, en unos casos, o entre la infancia y la adolescencia, en otros. Los Hammer practican el "ukuli bula".
Un joven varón Hammer se convertirá en adulto cuando consiga culminar el salto del ganado. Para ser considerado maduro deberá superar unas pruebas que se inician días antes, pero que yo viví en su consumación a lo largo de un día difícil de olvidar. Como en tantas otras situaciones, las mujeres sufren las consecuencias de la metamorfosis del hombre: para que el joven de la familia pueda convertirse, ellas deberán someterse a la sumisión de golpes durante varias horas. El proceso es el siguiente:
El aspirante habrá pasado días recorriendo las chozas de aquellos que serán invitados, mientras las mujeres de su familia preparan los alimentos que se consumirán en el banquete que da fin a la ceremonia. El mismo día ellas anunciarán con risas, cánticos y sonar de trompetillas que se aproxima el momento en el que un nuevo hombre adulto va a nacer simbólicamente en el contexto del grupo. Mientras tanto, los que han superado la prueba ocho días antes, llamados "maz", preparan haces de ramas muy finas a las que quitarán todos los salientes rugosos hasta dejarlas convertidas en ligeros látigos de precisión. Con ellos golpearán repetidas veces las espaldas de las mujeres de la familia del aspirante (excepto la madre), causando heridas profundas que quedarán como terribles marcas permanentes.
Las mujeres no solo se enfrentan a los golpes, sino que los necesitan como una manera de demostrar su amor por el futuro adulto. Era sorprendente, casi incomprensible, la exigencia con la que pedían ser azotadas, quitándose unas a otras el puesto de honor para recibir un golpe más, y otro, con el desafío en la voz y en las miradas, el brazo levantado y la espalda en carne viva.
Muchas de las mujeres se habían emborrachado con una bebida fermentada preparada para la fiesta. Sin embargo, no basta este hecho para justificar el nivel de obsesión que alcanzaban algunas de ellas. Y entonces recurrimos a las explicaciones teóricas que los occidentales tenemos guardadas y a punto para casi todo: la pertenencia al grupo, hacer lo que se espera de ti para no ser rechazada; los ritos ancestrales que se viven como connaturales y sin cuestionarse; los blablabla que podemos alegar para tranquilizar nuestra mente. Puedo asegurarte que no es suficiente, ni siquiera llega a suponer un respiro. Porque todavía puedo oir el silbido del látigo -la rama pelada convertida en vara ceremonial- descargado centenares de veces durante horas; porque todavía veo correr la sangre por heridas inflamadas y por espaldas enquistadas a fuerza de participar en el tránsito de un joven. Porque todavía me estremezco al recodar que, en un momento determinado, surgió en mi cerebro sacudido el pensamiento de que mis niñas, las que me habían ofrecido su afecto y su compañía, pasarían por lo mismo poco tiempo después. Ni siquiera las mujeres embarazadas se libran de los trallazos, cargando a la vez con el cuerpo de su hijo en el interior y con el dolor y las marcas en el exterior de su cuerpo. Nada te libra de la sensación de espanto y de incredulidad al estar en medio de aquella escenificación incalificable.
Los hombres que ayudarán al aspirante, incluyendo a los maz, preparan el ganado para que pueda saltarlo por encima: ésa será toda la prueba que soporte el futuro nuevo adulto. Mientras tanto, siguen los cantos, los sonidos, los gritos de las mujeres que se van desplazando animosas hacia el terreno donde culminar el protocolo. Hacia allí voy yo también, medio consciente de estar en el sueño de alguna mente trastornada por el calor.
Las reses se disponen lomo contra lomo en una fila apretada. Habrá tantas como posibilidades haya tenido la familia. Los hombres se reunen en conciliábulo para dar consejos al aspirante; éste, encerrado en el apretado círculo de sus mayores y completamente desnudo, como debe saltar, vive sus últimos momentos de adolescencia. Y saltará, saltará tantas veces como sea preciso para no caer, lo cual le obligaría a empezar de nuevo; saltará y en cada paso sobre las vacas aleja un pedazo de su infancia, de su inmadurez. Saltará, mientras las mujeres proclaman la alegría por el renacimiento, gritan y alborotan en el clímax de la consumación, vociferan trastornadas por el alcohol y las heridas abiertas sobre las que aplicarán una pasta rojiza, como la que adorna sus cabellos, para disminuir en lo posible los efectos de la infección posterior.
Este ritual que viví con brutal intensidad no deja de abrir cientos de cuestiones que me encaminan, como siempre, a la encrucijada de sentimientos, ideas y emociones. El respeto cultural: mi reiterada pregunta, mi drama personal, mi duda permanente. Y por encima de todo, pensar quién soy yo para juzgar, estableciendo parámetros de lo que es bueno y malo desde mi acomodada posición. Acaso, recordemos, cada cultura vive sus propias humillaciones reconvertidas en símbolos, en ritos, en manifestaciones de superioridad, porque es la nuestra y la nuestra, no lo olvidemos, es siempre mejor... ¿Escuchas la risa? Suena tan amarga...
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