Bajo un puente de lluvia y viento. Provincia de Yunan, China.
Estoy en el sur de China y el calor ha sido insoportable todo el día, pegajoso, húmedo. La ropa se pega al cuerpo y la mochila se vuelve insufriblemente pesada. Por mucha agua que beba, siempre tengo sed. A veces la sustituyo por el té o por algún refresco, pero el azúcar que llevan estas bebidas aumenta la desazón en mi garganta. Parece que el camino es interminable, que la noche y su descanso no llegarán nunca. La carretera está en obras, cada pocos kilómetros hay que parar y quitar piedras del camino para avanzar un poco más. Llegaré a un pueblo pequeñito, de casas muy antiguas hechas en madera, oscurecidas por el humo de los hogares, donde los niños juegan en la calle y los ancianos se sientan sobre sus propios talones a fumar y a observar el mundo que les rodea. Hay canales de agua sucia y un estanque mucho más sucio todavía en el que saltan peces ignorantes de sus condiciones de vida, peces que, no puedo olvidar, se servirán a la mesa esa noche y mañana, junto con el resto de los ocho platos preceptivos. Dormiré en una casa particular, entre cuatro paredes de madera y sobre unas tablas sin colchón, compartiendo un minúsculo baño en el que resulta más fácil mear mientras te duchas a la vez, para que los pies no se cuelen por el único agujero del suelo al que va a parar todo. Sí, quiero decir "todo".
Describo esto y sé que al leerlo pensarás que debo estar loca para seguir insistiendo en el mismo tipo de viajes. Pues, sí, porque allí mismo seré testigo de unos cantos del pasado más remoto en las voces puras e inquietantes de las ancianas. Porque allí me sentaré bajo el tejado de la torre antigua y, refrescada por la lluvia nocturna que cae por fin, escucharé los sonidos de las tradiciones que se resisten a ser olvidadas. Allí jugaré con los niños que se presentan con un saludo militar y se ríen cuando les imito, que me recuerdan que todavía tengo ganas de recrearme en la infancia. Allí, en aquel pueblo en el que apenas hay una bombilla por la calle, apagaré mi linterna y miraré por encima de mi cabeza, por encima de mí misma, las estrellas y sus guiños, las pícaras estrellas que parecen decirme que en mi mundo no se atreven a salir, cegadas por los artificios de la luz más insolente, pero que allí no sienten vergüenza de mostrarse en toda su plenitud. Compensa, puedes preguntarte, y yo no te voy a responder: es mucho más que eso.En Camboya, al igual que en Asia en general, el tráfico de las ciudades y los pueblos es infernal. Apenas parece haber carriles, cuando los hay. Los semáforos y las señales de tráfico son anecdóticas. La acumulación de coches, motos y peatones convierte las calles en auténticas pruebas de fuego para caminar. Si coges uno de los vehículos de pasajeros, rickshaws o similar, te parecerá haber montado en una atracción de feria que pone a prueba tus nervios, al pasar rozándote con otros muchos que circulan en tu misma dirección o la contraria, haciendo una aparente carrera de velocidad y obstáculos a la vez.
Todo se puede complicar cuando llueve. En agosto el sudeste asiático se viste de lluvias. El monzón llega con la fuerza de un toro desbocado y se marcha de la misma manera, impetuoso y vibrante. Deja las calles inundadas, las ropas empapadas y las cámaras asustadas. He soportado varias veces esos chaparrones intensos y siempre me han dejado con la sorpresa puesta al observar cómo los sobrellevan las gentes de allí. Nadie se inmuta, nadie deja de hacer sus actividades habituales ni permiten que los intensos aguaceros alteren el ritmo normal de vida. Las bicicletas, abarrotadas de objetos para llevar al mercado, desafían las más elementales leyes de la física, incluso bajo la presión de la tromba. En mi caso, montar en bicicleta es una actividad que no realizo habitualmente, por lo que carezco de práctica y seguridad. En Siam Reap alquilamos unas bicis para visitar a nuestro ritmo los templos de Angkor.
El complejo de templos de Angkor es una de las maravillas histórica y artística del mundo. Cada uno de los edificios parece haber sido obra del delirio de un dios. Es imposible describir la sensación de entrar en Ta Prohm y enfrentarse a la piedra comida, vampirizada, abrazada por los árboles. Difícil expresar la violencia y la belleza de los rostros del Bayon. Complicado contar lo que significa recibir las imágenes de tanta exhuberancia de detalles y de rincones.
Pero íbamos en bicicleta en plena época de monzones. Cuando descarga, parece que te echen un cubo de agua por encima. Los impermeables y capas de agua sirven durante unos minutos. Los paraguas, ni eso. El día se fue oscureciendo de repente. La lluvia no tardó mucho en aparecer pero, por fortuna, estábamos cerca de un templo en el que poder refugiarnos. Allí entraron también algunos niños y un par de adultos que habían estado montando un pequeño mercadillo de recuerdos. En poco rato tuvimos que ponernos los impermeables dentro de la estructura del templo, puesto que las grietas del techo filtraban agua en grandes cantidades. Al poco, el suelo empezó a inundarse, de manera que nuestros pies estaban hundidos en el charco. La cosa parecía seria, sin embargo hubo muchas risas porque jugamos con los niños a protegernos de la lluvia con nuestros impermeables. Estábamos todos empapados, el cielo estaba negro, no había apenas luz, pero la sensación de estar allí, bajo las piedras antiguas, bajo el agua inmutable, era más que placentera: era una cierta aproximación a eso que debe ser la felicidad.
El regreso al pueblo no fue tan grato, aunque también sirvió para unas risas. Decidimos afrontar el camino, más de diez kilómetros, cuando la intensidad del aguacero se convirtió en un chubasco más débil, porque se acercaba la noche y la carretera no tenía iluminación. El camino estaba inundado, de manera que el agua alcanzaba la mitad de las ruedas de las bicicletas. No podíamos pensar en perder el equilibrio para no caer en mitad de un gran charco, cargadas con las mochilas y las cámaras. El impermeable daba un calor espantoso, el sudor se mezclaba con la lluvia y se metía por los ojos, cegándome a causa de la sal. Los demás vehículos, que no tenían en cuenta ni mi ineptitud sobre dos ruedas ni mi fragilidad como conductora, pasaban a gran velocidad y me hacían tambalear peligrosamente. Nunca recorrí trayecto tan largo, aunque imprimí velocidad para acabar cuanto antes, mientras mis amigas sufrían por mí al verme lanzada en solitario. Lo peor, no obstante, empezó al llegar a los alrededores de la población. Como he dicho, el tráfico es infernal. Imagina mi triste figura empapada, cargada, con el impermeable revoloteando a mi alrededor, esquivando coches, motos, autobuses, peatones y sin saber por dónde ir. Llegué al hotel ya noche cerrada, guiada por las preguntas hechas al azar a vendedores ambulantes.
Ducha, ropa limpia y masaje aromático para relajar los músculos doloridos. Cena jemer en una terraza y daiquiris en la tertulia posterior. El recuerdo de mi primer día en Angkor, a pesar de la bici-experiencia, no puede ser más hermoso.
Describo esto y sé que al leerlo pensarás que debo estar loca para seguir insistiendo en el mismo tipo de viajes. Pues, sí, porque allí mismo seré testigo de unos cantos del pasado más remoto en las voces puras e inquietantes de las ancianas. Porque allí me sentaré bajo el tejado de la torre antigua y, refrescada por la lluvia nocturna que cae por fin, escucharé los sonidos de las tradiciones que se resisten a ser olvidadas. Allí jugaré con los niños que se presentan con un saludo militar y se ríen cuando les imito, que me recuerdan que todavía tengo ganas de recrearme en la infancia. Allí, en aquel pueblo en el que apenas hay una bombilla por la calle, apagaré mi linterna y miraré por encima de mi cabeza, por encima de mí misma, las estrellas y sus guiños, las pícaras estrellas que parecen decirme que en mi mundo no se atreven a salir, cegadas por los artificios de la luz más insolente, pero que allí no sienten vergüenza de mostrarse en toda su plenitud. Compensa, puedes preguntarte, y yo no te voy a responder: es mucho más que eso.En Camboya, al igual que en Asia en general, el tráfico de las ciudades y los pueblos es infernal. Apenas parece haber carriles, cuando los hay. Los semáforos y las señales de tráfico son anecdóticas. La acumulación de coches, motos y peatones convierte las calles en auténticas pruebas de fuego para caminar. Si coges uno de los vehículos de pasajeros, rickshaws o similar, te parecerá haber montado en una atracción de feria que pone a prueba tus nervios, al pasar rozándote con otros muchos que circulan en tu misma dirección o la contraria, haciendo una aparente carrera de velocidad y obstáculos a la vez.
Todo se puede complicar cuando llueve. En agosto el sudeste asiático se viste de lluvias. El monzón llega con la fuerza de un toro desbocado y se marcha de la misma manera, impetuoso y vibrante. Deja las calles inundadas, las ropas empapadas y las cámaras asustadas. He soportado varias veces esos chaparrones intensos y siempre me han dejado con la sorpresa puesta al observar cómo los sobrellevan las gentes de allí. Nadie se inmuta, nadie deja de hacer sus actividades habituales ni permiten que los intensos aguaceros alteren el ritmo normal de vida. Las bicicletas, abarrotadas de objetos para llevar al mercado, desafían las más elementales leyes de la física, incluso bajo la presión de la tromba. En mi caso, montar en bicicleta es una actividad que no realizo habitualmente, por lo que carezco de práctica y seguridad. En Siam Reap alquilamos unas bicis para visitar a nuestro ritmo los templos de Angkor.
El complejo de templos de Angkor es una de las maravillas histórica y artística del mundo. Cada uno de los edificios parece haber sido obra del delirio de un dios. Es imposible describir la sensación de entrar en Ta Prohm y enfrentarse a la piedra comida, vampirizada, abrazada por los árboles. Difícil expresar la violencia y la belleza de los rostros del Bayon. Complicado contar lo que significa recibir las imágenes de tanta exhuberancia de detalles y de rincones.
Pero íbamos en bicicleta en plena época de monzones. Cuando descarga, parece que te echen un cubo de agua por encima. Los impermeables y capas de agua sirven durante unos minutos. Los paraguas, ni eso. El día se fue oscureciendo de repente. La lluvia no tardó mucho en aparecer pero, por fortuna, estábamos cerca de un templo en el que poder refugiarnos. Allí entraron también algunos niños y un par de adultos que habían estado montando un pequeño mercadillo de recuerdos. En poco rato tuvimos que ponernos los impermeables dentro de la estructura del templo, puesto que las grietas del techo filtraban agua en grandes cantidades. Al poco, el suelo empezó a inundarse, de manera que nuestros pies estaban hundidos en el charco. La cosa parecía seria, sin embargo hubo muchas risas porque jugamos con los niños a protegernos de la lluvia con nuestros impermeables. Estábamos todos empapados, el cielo estaba negro, no había apenas luz, pero la sensación de estar allí, bajo las piedras antiguas, bajo el agua inmutable, era más que placentera: era una cierta aproximación a eso que debe ser la felicidad.
El regreso al pueblo no fue tan grato, aunque también sirvió para unas risas. Decidimos afrontar el camino, más de diez kilómetros, cuando la intensidad del aguacero se convirtió en un chubasco más débil, porque se acercaba la noche y la carretera no tenía iluminación. El camino estaba inundado, de manera que el agua alcanzaba la mitad de las ruedas de las bicicletas. No podíamos pensar en perder el equilibrio para no caer en mitad de un gran charco, cargadas con las mochilas y las cámaras. El impermeable daba un calor espantoso, el sudor se mezclaba con la lluvia y se metía por los ojos, cegándome a causa de la sal. Los demás vehículos, que no tenían en cuenta ni mi ineptitud sobre dos ruedas ni mi fragilidad como conductora, pasaban a gran velocidad y me hacían tambalear peligrosamente. Nunca recorrí trayecto tan largo, aunque imprimí velocidad para acabar cuanto antes, mientras mis amigas sufrían por mí al verme lanzada en solitario. Lo peor, no obstante, empezó al llegar a los alrededores de la población. Como he dicho, el tráfico es infernal. Imagina mi triste figura empapada, cargada, con el impermeable revoloteando a mi alrededor, esquivando coches, motos, autobuses, peatones y sin saber por dónde ir. Llegué al hotel ya noche cerrada, guiada por las preguntas hechas al azar a vendedores ambulantes.
Ducha, ropa limpia y masaje aromático para relajar los músculos doloridos. Cena jemer en una terraza y daiquiris en la tertulia posterior. El recuerdo de mi primer día en Angkor, a pesar de la bici-experiencia, no puede ser más hermoso.
1 comentario:
No pienses que estás "loca" por hacer este tipo de viajes. Todo lo contrario. Son envidiables. De una riqueza enorme: sólo los colores de las imágenes ya tienen valor; pero lo que más valor tiene es que no están "sacadas de Internet", sino de tu propia "piel". También está la riqueza de la experiencia humana: ya sabes que una persona no sabe lo que ha leído, sino lo que ha viajado. Y ese "lo que" no se refiere sólo a la "cantidad", sino también a la "cualidad" y a la "calidad": tus viajes son muy ricos porque son muy humanos. El concepto de "humanidad" no es un concepto abstracto, destilado por la razón, sino un concepto real que tú vas recomponiendo como un puzzle, componiendo con esas piezas también tu propia vida, tu experiencia. Por eso, estos viajes te hacen más humana, o, mejor dicho, más consciente de la condición humana.
No vas a ver "lo bonito" de un país (seesights) -lo que "hay que" ver, sino la realidad. No vas a escapar de la realidad, quedándote con la imagen prefabricada incluso comercialmente (el "producto" turístico), sino a "pillar" un poco de la realidad real desprevenida.
Tienen mucho valor estos viajes por donde quiera que los mires.
También tienen mucho valor en tus fotos las personas que se ven, sus miradas, sus formas de vestir y de vivir: para "nosotros" sería como retroceder en el pasado, para ellos es el presente.
Para nosotros es muy importante darnos cuenta, a través de tus experiencias, que no todos podemos hacer, de que el pasado sigue existiendo, y la miseria también. Nosotros ahora estamos en "crisis" (suena burlesco); ellos en cambio no han salido nunca (y ni siquiera se sienten en crisis).
Con todas estas pinceladas, la idea de lo que es la vida cobra relieve: nuestra única forma de vida experimentada queda plana, de foto, al lado de la diferencia y la diversidad que tú nos ofreces.
Creeme, no estás loca.
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