Cuando emprendes un viaje, corres el maravilloso riesgo de llegar a algún lugar y de obtener el placer inquietante de conocer a personas que convertirán tu vida en más rica en matices. Cada paso que te aleja de casa es un trazo sobre la memoria. Si tienes suerte, perdurará sin miedo al transcurrir del tiempo destructor y de los acontecimientos cotidianos, tanto o más demoledores.
Como ya me conoces ligeramente, sabrás que para mí un viaje es un acontecimiento en sí mismo. Es mucho más que subir a un avión con el pasaporte en una mano y el equipaje en la otra. Que no implica necesariamente recorrer el mundo, una parte de él siempre pequeña, mientras miras a lo lejos los rincones que querrás visitar más adelante. Un viaje es la ida a cualquier lugar, aunque no siempre haya una vuelta. A veces te quedas donde has estado, porque allí estaba el útero protector o porque había nacido una esperanza de encontrar sentido. Otras veces, simplemente, no quieres volver, sin que haya concepto alguno detrás de esa idea. En alguna ocasión, incluso, has tenido la tentación de intentarlo y no te ha importado lo que quedaría de ti allá donde se supone que te esperan.
Un viaje para mí, ahora que he recorrido algo más que kilómetros, es la posibilidad de que las manos dejen de estar vacías. No en absoluto, por supuesto, no hay esa opción. Es la ocasión de atrapar al vuelo una pompa de jabón (ya te hablé de ellas) y que no se rompa, que se conserve y te transmita su calor. Un viaje es un intento de tender las manos, a ver qué pasa. En ocasiones, causalidad mediante, acaban comprometidas en un paseo infinito por los recovecos de un cuerpo. Otras permanecen expectantes, sin consuelo, o moviéndose acompasadamente, izquierda-derecha, en disposición de despedida. Suelen estar desprovistas de carga las manos nuestras, las de todos los días. Lo frecuente es una desazón más intuida que admitida, un prurito de dolor ligero, constante, omnipresente. Lo común es que las manos estén deshabitadas de afectos, desnudas de presión, desahuciadas de adhesiones.
Pero, cuando ocurre... Ya lo dije: mis manos en África pierden su función original, aquella para la que fueron evolutivamente generadas. Y entonces el vacío habitual se transforma en un momento eterno de agradecimiento. En los poblados se cuelgan de mis manos, hasta entonces vacías, los niños cargados de historia, vestidos de ojos inmensos, desdentados y febriles. Ellos me miran con interés, preguntándose por qué, si mi vida debe ser mejor, voy pues a su lugar y comparto el suelo donde se sientan. Yo me miro las manos y las veo ocupadas por mil dedos sucios y ya no están vacías y entonces quisiera poderles hablar con el corazón y despejarme de las angustias que se quedarán aparcadas durante el tiempo que mis manos estén así, ocupadas por mil dedos sucios.
Cuando ocurre, cuando ese espacio desierto al final de mis brazos ha retenido la pompa de jabón, se despejan las incógnitas. Encuentro entonces el valor para dar un paso más y puede que ocurra primero en la semiinconsciencia, pero lo recordaré y lo almacenaré en el trastero de los tesoros. En India abandono la cámara y tanto como hay por fotografiar, porque las manos se completan de esencias, texturas, formas y colores y no puedo abarcarlo todo con mis limitaciones evidentes. Así que me entrego al espectáculo y me olvido de usar esas manos despojadas que, no obstante, alguien cargará con flores recién cortadas en un amanecer a varios kilómetros de distancia.
Cuando ocurre, qué ocurre, me digo, qué está pasando, cómo soportar el hecho ahora y cómo sobrevivir al después. Aquí, el presente se manifiesta en rumores que me cuentan al oído, suave suave por si nos escuchan, que hay una posibilidad de que por tiempo finito las manos dejen de estar vacías, huecas, ansiosas, expectantes, asustadas. Sin embargo, debo sobreponerme a la constatación latente de que "tiempo finito" es la expresión clave que desentrañará cualquier misterio. No hay más, seamos realistas, que un estallido extemporáneo, un golpe de suerte vinculado al azar más puñetero y sarcástico. Y sin embargo.
Sin embargo, pese a todo, maldita sea la hora en que termina, agradezco esos momentos robados a la sátira, durante los cuales mis manos no han estado vacías. Doy las gracias a ninguna divinidad no existente en especial por haber vivido con las manos llenas unos días, unas horas o, tal vez, unas semanas. Te doy las gracias a ti por haberlas convertido en espacios ocupados, sin pretensión de perpetuidad para no pervertir la alegría. Os doy las gracias a cuantos hacéis posible que la vacuidad sea eventual y con ello me hacéis consciente de su riesgo, pero también de su inconstancia. Vivir a manos llenas, si fuera posible. Como no lo es, y soy tan sensible a ello como a la forma de mis manos, espero con esperanza que vuelvan a colmarse, aunque sea por tiempo tan limitado que pueda ser apuntado como fecha de celebrar en el calendario del día a día.
Como ya me conoces ligeramente, sabrás que para mí un viaje es un acontecimiento en sí mismo. Es mucho más que subir a un avión con el pasaporte en una mano y el equipaje en la otra. Que no implica necesariamente recorrer el mundo, una parte de él siempre pequeña, mientras miras a lo lejos los rincones que querrás visitar más adelante. Un viaje es la ida a cualquier lugar, aunque no siempre haya una vuelta. A veces te quedas donde has estado, porque allí estaba el útero protector o porque había nacido una esperanza de encontrar sentido. Otras veces, simplemente, no quieres volver, sin que haya concepto alguno detrás de esa idea. En alguna ocasión, incluso, has tenido la tentación de intentarlo y no te ha importado lo que quedaría de ti allá donde se supone que te esperan.
Un viaje para mí, ahora que he recorrido algo más que kilómetros, es la posibilidad de que las manos dejen de estar vacías. No en absoluto, por supuesto, no hay esa opción. Es la ocasión de atrapar al vuelo una pompa de jabón (ya te hablé de ellas) y que no se rompa, que se conserve y te transmita su calor. Un viaje es un intento de tender las manos, a ver qué pasa. En ocasiones, causalidad mediante, acaban comprometidas en un paseo infinito por los recovecos de un cuerpo. Otras permanecen expectantes, sin consuelo, o moviéndose acompasadamente, izquierda-derecha, en disposición de despedida. Suelen estar desprovistas de carga las manos nuestras, las de todos los días. Lo frecuente es una desazón más intuida que admitida, un prurito de dolor ligero, constante, omnipresente. Lo común es que las manos estén deshabitadas de afectos, desnudas de presión, desahuciadas de adhesiones.
Pero, cuando ocurre... Ya lo dije: mis manos en África pierden su función original, aquella para la que fueron evolutivamente generadas. Y entonces el vacío habitual se transforma en un momento eterno de agradecimiento. En los poblados se cuelgan de mis manos, hasta entonces vacías, los niños cargados de historia, vestidos de ojos inmensos, desdentados y febriles. Ellos me miran con interés, preguntándose por qué, si mi vida debe ser mejor, voy pues a su lugar y comparto el suelo donde se sientan. Yo me miro las manos y las veo ocupadas por mil dedos sucios y ya no están vacías y entonces quisiera poderles hablar con el corazón y despejarme de las angustias que se quedarán aparcadas durante el tiempo que mis manos estén así, ocupadas por mil dedos sucios.
Cuando ocurre, cuando ese espacio desierto al final de mis brazos ha retenido la pompa de jabón, se despejan las incógnitas. Encuentro entonces el valor para dar un paso más y puede que ocurra primero en la semiinconsciencia, pero lo recordaré y lo almacenaré en el trastero de los tesoros. En India abandono la cámara y tanto como hay por fotografiar, porque las manos se completan de esencias, texturas, formas y colores y no puedo abarcarlo todo con mis limitaciones evidentes. Así que me entrego al espectáculo y me olvido de usar esas manos despojadas que, no obstante, alguien cargará con flores recién cortadas en un amanecer a varios kilómetros de distancia.
Cuando ocurre, qué ocurre, me digo, qué está pasando, cómo soportar el hecho ahora y cómo sobrevivir al después. Aquí, el presente se manifiesta en rumores que me cuentan al oído, suave suave por si nos escuchan, que hay una posibilidad de que por tiempo finito las manos dejen de estar vacías, huecas, ansiosas, expectantes, asustadas. Sin embargo, debo sobreponerme a la constatación latente de que "tiempo finito" es la expresión clave que desentrañará cualquier misterio. No hay más, seamos realistas, que un estallido extemporáneo, un golpe de suerte vinculado al azar más puñetero y sarcástico. Y sin embargo.
Sin embargo, pese a todo, maldita sea la hora en que termina, agradezco esos momentos robados a la sátira, durante los cuales mis manos no han estado vacías. Doy las gracias a ninguna divinidad no existente en especial por haber vivido con las manos llenas unos días, unas horas o, tal vez, unas semanas. Te doy las gracias a ti por haberlas convertido en espacios ocupados, sin pretensión de perpetuidad para no pervertir la alegría. Os doy las gracias a cuantos hacéis posible que la vacuidad sea eventual y con ello me hacéis consciente de su riesgo, pero también de su inconstancia. Vivir a manos llenas, si fuera posible. Como no lo es, y soy tan sensible a ello como a la forma de mis manos, espero con esperanza que vuelvan a colmarse, aunque sea por tiempo tan limitado que pueda ser apuntado como fecha de celebrar en el calendario del día a día.