En Papúa me sentí cuidada y arropada como si fuera una persona especial, gracias a mi porteador o, como yo le llamaba, mi ángel de la guarda. Pegemui (no soy capaz de transcribir mejor su nombre) se ocupó de mí desde el primer momento hasta la terrible despedida, incluso me salvó de caer por un barranco profundo cogiéndome al vuelo. Era más bajo que yo, tan fuerte que me podía levantar del suelo con una sola mano, mientras cargaba con mi mochila y caminaba por el irregular terreno con los pies descalzos. Yo llevaba unas botas estupendas, bastones de sujeción y un pequeño equipaje personal que apenas molestaba, porque mi ángel cargaba con el peso de mis necesidades. Aun así, el camino era tan terriblemente duro, tan inestable e inseguro que, de no ser por Pegemui, no lo hubiera resistido.
Llegamos hasta Wamena en un Fokker-50 de pequeñas dimensiones. Desde el aire, el espectáculo de las montañas era impresionante. A Wamena no se puede llegar más que en avión, o mejor, en esos pequeños aviones de hélice, puesto que el aterrizaje se realiza en una pista en medio de una sierra elevada y puntiaguda. Ya el aeropuerto parece la puerta hacia una dimensión desconocida. Había una mezcla de soldados indonesios y nativos desconcertantes. La primera vez que ví un papú con su koteka y nada más, un hombre viejo que deambulaba sin aparente rumbo, me quedé tan sorprendida que tardé en reaccionar.
En el aeropuerto (eufemismo para denotar el espacio en que aterrizan aeroplanos diminutos y se pasean individuos de toda clase y condición) había algunas personas que esperaban la llegada de los vuelos para recoger mercancías o el correo. Cuando el avión aterriza, no hay protocolo: unos descienden, otros se aproximan, alguien abre la compuerta de descarga, todos intentan sacar sus pertenencias. Es un cierto caos en el que me ví inmersa, mientras mi mente trataba de procesar la idea de que estaba a muchos kilómetros de distancia de algún lugar organizado y que iba a pasar unas semanas perdida en las tierras altas de la provincia indonesia de Papúa.
Wamena es una población de tamaño medio con gran cantidad de comercios y dedicada casi en exclusiva a los treks de las montañas del interior. Es el punto de partida para introducirnos en el valle de Baliem, donde abastecerse de todo lo necesario para la incursión de varios días y donde conseguir personal que ayude con el equipo y la infraestructura.
El proceso de inicio del trekking por las tierras altas de la provincia que los indonesios llaman Irian Jaya semeja los antiguos procedimientos fascistas de selección de trabajadores. Era aterrador ser parte de una discriminación basada en filias y fobias de quienes contrataban. Yo no alcanzaba a saber lo suficiente para entender todo el protocolo, pero los rostros de los contratados y de los rechazados eran harto clarificadores de cómo funcionan las cosas por allí. En una calle, cerca del "hotel" en el que me alojaba, se reunió un grupo numeroso de hombres dispuestos a aceptar la tarea de acarrear durante días el peso de nuestras provisiones, equipajes y necesidades. Desde lo alto de un camión, que más adelante nos serviría de transporte, el capataz dirigía la operación: tú sí, tú no, etc. Ellos, los papúes, no se alteran, parecen resignados a su suerte. En otra entrada ya he hablado de la espantosa discriminación que padecen los genuinos habitantes de esta zona por parte de los indonesios. Éstos han invadido la provincia y se han apoderado de cualquier posibilidad de desarrollo de los papúes, a quienes se niega el acceso a estudios superiores y buenos puestos de trabajo. Para los indonesios, son como animales, una fuerza bruta de trabajo. Tuve ocasión de comprobarlo personalmente cuando descubrí que a mi ángel de la guarda, a quien debo la vida, no le daban de comer más que las sobras, si las había. Desde el momento que lo supe compartí mi comida con él, a partes iguales, aunque me costó convencerle de que aceptara.
Cantos y bailes por la montaña.
El camino empieza en una zona que llaman "festival point". Allí nos reunimos todos, apenas unos doce viajeros y el doble de personas que se encargarán de nosotros, incluyendo cocineros, personal de apoyo y algunas de sus mujeres que trabajaron en el grupo. En total, una expedición numerosa. Para acceder al valle e iniciar el camino de las montañas, hay que pasar por una "frontera": los indonesios han apostado algunos destacamentos militares en ciertas zonas que consideran estratégicas, aunque en realidad están controlando a los papúes para prevenir posibles revueltas. Mi porteador, desde el principio, me despierta una gran ternura. Parece muy humilde y muy frágil, pero tiene una fuerza endiablada que me sacará de apuros en más de una ocasión. Resulta ser una persona excepcional que está pendiente de mí en todo momento, hasta el punto en que pierdo el miedo a la dificultad del camino. Si está conmigo, nada malo puede pasarme.El recorrido es terrible, muy duro, todo son subidas y bajadas, apenas hay tramos horizontales. Está embarrado y el suelo resbala, pero yo tengo la mano de mi ángel siempre cerca. En algunos tramos hay que cruzar puentes, bonita palabra para definir un trecho del camino sobre un río tormentoso y excitado que no es más que un entramado de maderas y lianas atadas con más fe que ingeniería. Los puentes son colgantes, movedizos, tienen pedazos sueltos y el río impetuoso ruge bajo tus pies cuando lo cruzas, mientras ves pasar el agua con una furia impredecible y te armas de valor para no mirar más de lo necesario.
A pesar de todo, disfruto de la sensación de estar en un lugar desde el que no tengo facilidad para volver. El guía nos advirtió en Wamena: si alguien tiene problemas físicos o psicológicos, que lo diga, porque no hay posibilidad de vuelta atrás, ni de llamar a equipos de emergencia. No hay contacto con el mundo exterior. Allí no funcionan los móviles, no puede aterrizar un helicóptero, no hay manera de escapar de una situación potencialmente peligrosa.
Son muchas horas de camino, montaña arriba y abajo, de saltos por las cercas de poblados y de barrancos vertiginosos. A veces es difícil respirar. Yo observo a mi porteador, que no se separa de mí y cada pocos minutos se vuelve a mirarme por si le necesito, que camina con unos pies deformados a fuerza de pisar descalzos las piedras y los montes, que se ata a la tierra con esos pies prensiles y pseudohumanos y que me sujeta a mí a la seguridad de su presencia.
Cada anochecer llegamos a un poblado. Llueve continuamente y los pocos habitantes de las tierras altas se guarecen en sus chozas al decaer la luz. Por supuesto no hay más iluminación que la luna y las estrellas. La lluvia imprime un cierto carácter de nostalgia al conjunto. Después de un día entero caminando por la montaña, no hay más que un chorro de agua fría que cae desde un estrecho canal donde lavarme y un pedazo de suelo donde poner el saco de dormir. Nos alojamos cuatro en una casa de madera que nos han dejado. No es cómodo, pero sí divertido por las conversaciones nocturnas y el recuerdo del día. Cuando paramos a comer a mediodía, es decir, a recuperar algo de fuerzas con una frugal ingestión de lo que fuera, los habitantes del poblado que nos acogen han cantado sus canciones tradicionales que hablan de guerras, de caza y de familia, cerdo incluido. Estábamos en el interior oscuro y ahumado de una choza, sobre un suelo de paja y tierra, cansados y sudados. Pero al escuchar esas voces tan antiguas, al intuir los rostros de los hombres y mujeres que se percibían a mi alrededor en la penumbra sentí, una vez más, la inmensa emoción de estar, de vivirlo. No me importa el cansancio y las incomodidades, porque no hay otra manera de sentir el privilegio.
Cada noche, en cada poblado donde paramos a dormir, hay una vida intensa y amable. Nuestros porteadores y cocineros, que trabajan todo el día, no solo caminan como nosotros, sino que cargan con nosotros y nuestras pertenencias y tienen la vitalidad y la alegría suficiente para cantar por las noches. Cuando parece que todos debemos retirarnos a recuperar fuerzas, cuando la montaña nos envuelve y las estrellas, si no llueve, se muestran impúdicas con un estallido de vigor, escucharemos los sonidos ancestrales de una vida que se resiste a desaparecer. Desde un poblado a otro hay cánticos y gritos, comunicaciones que durarán un tiempo, que se irán suavizando y que, junto a los aullidos de los animales, nos adormecerán hasta que la luz se haga de nuevo.
Son muchas horas de camino, montaña arriba y abajo, de saltos por las cercas de poblados y de barrancos vertiginosos. A veces es difícil respirar. Yo observo a mi porteador, que no se separa de mí y cada pocos minutos se vuelve a mirarme por si le necesito, que camina con unos pies deformados a fuerza de pisar descalzos las piedras y los montes, que se ata a la tierra con esos pies prensiles y pseudohumanos y que me sujeta a mí a la seguridad de su presencia.
Cada anochecer llegamos a un poblado. Llueve continuamente y los pocos habitantes de las tierras altas se guarecen en sus chozas al decaer la luz. Por supuesto no hay más iluminación que la luna y las estrellas. La lluvia imprime un cierto carácter de nostalgia al conjunto. Después de un día entero caminando por la montaña, no hay más que un chorro de agua fría que cae desde un estrecho canal donde lavarme y un pedazo de suelo donde poner el saco de dormir. Nos alojamos cuatro en una casa de madera que nos han dejado. No es cómodo, pero sí divertido por las conversaciones nocturnas y el recuerdo del día. Cuando paramos a comer a mediodía, es decir, a recuperar algo de fuerzas con una frugal ingestión de lo que fuera, los habitantes del poblado que nos acogen han cantado sus canciones tradicionales que hablan de guerras, de caza y de familia, cerdo incluido. Estábamos en el interior oscuro y ahumado de una choza, sobre un suelo de paja y tierra, cansados y sudados. Pero al escuchar esas voces tan antiguas, al intuir los rostros de los hombres y mujeres que se percibían a mi alrededor en la penumbra sentí, una vez más, la inmensa emoción de estar, de vivirlo. No me importa el cansancio y las incomodidades, porque no hay otra manera de sentir el privilegio.
Cada noche, en cada poblado donde paramos a dormir, hay una vida intensa y amable. Nuestros porteadores y cocineros, que trabajan todo el día, no solo caminan como nosotros, sino que cargan con nosotros y nuestras pertenencias y tienen la vitalidad y la alegría suficiente para cantar por las noches. Cuando parece que todos debemos retirarnos a recuperar fuerzas, cuando la montaña nos envuelve y las estrellas, si no llueve, se muestran impúdicas con un estallido de vigor, escucharemos los sonidos ancestrales de una vida que se resiste a desaparecer. Desde un poblado a otro hay cánticos y gritos, comunicaciones que durarán un tiempo, que se irán suavizando y que, junto a los aullidos de los animales, nos adormecerán hasta que la luz se haga de nuevo.
El final del trekking se celebró con la ceremonia del cerdo (Papúa occidental-1). Al regresar a Wamena invitamos a nuestros porteadores a una cena de despedida. Al mío le hice algunos regalos, uno de los cuales había estado deseando durante todo el tiempo: mi cantimplora metálica. La noche fue, una vez más, amenizada por sus cantos. Hubo también discursos, recuerdos de los días pasados en convivencia y promesas de enviar fotografías. Al día siguiente de nuevo un Fokker-50 nos trasladaría a Jayapura, capital de la provincia, desde donde seguir viaje. Me costaba despedirme de Pegemui. Quería decirle muchas cosas, pero la dificultad del idioma me lo impedía. Pedir al guía que tradujera mis palabras en inglés al lenguaje local de mi ángel guardián me parecía una traición al espíritu de mis sentimientos. Así que opté por darle un abrazo, en la esperanza de que su intensidad le transmitiera algo de lo que hubiera querido decirle.
Se aferró a mí. Empezó a hablar con prisa, con ansia, con una pena perceptible en la voz convulsa. Me miró con sus negros ojos e intentó sonreír. Nunca sabré lo que me dijo en aquella despedida. Solo fui capaz de hacerme consciente del dolor que soportaba, de la fuerza de sus brazos salvadores y de la sensación, no por conocida menos espantosa e inevitable, de reconocer el adiós para siempre.
Se aferró a mí. Empezó a hablar con prisa, con ansia, con una pena perceptible en la voz convulsa. Me miró con sus negros ojos e intentó sonreír. Nunca sabré lo que me dijo en aquella despedida. Solo fui capaz de hacerme consciente del dolor que soportaba, de la fuerza de sus brazos salvadores y de la sensación, no por conocida menos espantosa e inevitable, de reconocer el adiós para siempre.
3 comentarios:
Me ha gustado mucho tu relato, especialmente tu sensibilidad para para apreciar la contribución de quienes realmente nos hacen disfrutar de este tipo de viajes. Conozco la experiencia de viajeros que también han estado alli. Me hablan de las maravillas que han contemplado y de las dificultades que han superado, como si todo fuera mérito suyo, pero me temo que también han tenido sus ángeles de la guarda. Me uno al homenaje que ofreces con tus palabras a estas personas olvidadas por muchos de nosotros.
Hola visite tu blog http://elviajeeslarecompensa.blogspot.com/ y me resulto muy agradable, y gracias por compartir las experiencias de tus viajes, me encantaría que intercambiáramos links con una red de blogs que administro y de esta manera ayudarnos mutuamente a difundir nuestras páginas.
espero tu gentil respuesta.
muchos saludos
Rocio del Pilar
rocioreyna10@gmail.com
Hola Ana, me estimuló sobremanera tu viaje y estadía en Papúa Occidental, yo vivo en México, y tengo planes de viajar a Papúa Occidental, ¿Dónde tomaste el vuelo de avión? Busco en las agencias de viaje en el país y no encuentro tickets hacia Papúa.
Atentos saludos,
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