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26/12/10

Estar en camino



Cuando cargo con mi maleta, medio desmadejada por la cantidad de vuelcos que le he hecho dar, puede ocurrir tal cantidad de circunstancias imprevisibles que mi viaje se llena a priori de emociones concretadas tiempo después. Si fuera capaz de prever, al salir de casa, lo que me espera, puede ser que no tuviera casa, que no recordara nombres ni personas, que mi vida no fuera más que un deambular eterno, que no supiera donde volver, que me perdiera para siempre en los acontecimientos seductores hasta decir basta.
Salgo de viaje y mi vida se transforma. Soy tan afortunada que puedo reconocer como viaje cada sincronía que me ocurra: aquella imagen, ese momento, todas las lunas, tú. A menudo he dicho a los que están tan próximos que son yo misma que si muero durante un viaje, seré la mujer más dichosa, la que ha cumplido consigo misma, la que no tiene que dejar disposiciones absurdas, temibles, dolorosas. Sueño con acabar mis días en alguno de los lugares que me han hecho llorar de felicidad, esa emoción tan intensa como efímera, que se prodiga tan escasamente, que me engaña para que no quiera irme otra vez, porque aquí estáis y también sois esa parte de mí que mejora con el contacto.
A veces tengo miedo de no poder decidir: si no vuelvo, qué será de mí sin vosotros; si me quedo, qué será de mí sin todo lo demás. Arrastro esa maleta traqueteada y aburrida y el mundo se vuelve más luminoso, dejo de tener conciencia, respiro con más intensidad, se alejan
casi todos los fantasmas; algunos viajan conmigo, inevitables. Me siento eterna. Qué era de mi vida antes. Qué ha sido de mi vida desde que. Habéis pasado vosotros, los que quedaréis. Han sido miles de kilómetros y vivencias imposibles que sin embargo ahí están, para refugio de instantes peores. No estoy segura de haber decidido yo, pero bienvenida sea la decisión, porque me ha configurado con una cierta tendencia a la creación, al disfrute, al no querer que la vida sea peor de lo que es. Aquí estoy. Apenas siento ya la necesidad de aprobación y de responder al si te pasara algo, al no sabemos qué es de ti, al dónde estuviste que no había manera.
Preparo el equipaje con mucho más que ropa y complementos. Lo acompaño con ganas de atrapar cada momento para hacerlo perpetuamente mío; lo cargo con ojos despiertos que no dejen de retratar mis pasos, mis encuentros; lo dispongo sin un plan determinado, casi vacío de pretensiones. Maleta compañera de rincones, polvo y agua; camarada de noches, de sueños, de vértigos; colega de llantos, de regocijos, de ausencias. Y la cámara de fotos, que a veces se convierte en un lastre. Cada vez me siento menos propensa a dejar constancia física en un soporte digital de todo aquello que, si desaparece de la memoria, no tendrá sentido fuera de ella. Las miradas, las vivencias, las manos, los hechos, los cuerpos, las lluvias, los rostros, las lunas, las sonrisas, los paisajes cómo pueden inventariarse sin perversión, sin violación.
Con el pasaporte en mi mochila me percibo cosmopolita, en el sentido etimológico y diogenésico: ciudadana del mundo. Traspasar una frontera no es más que dar el primer paso. En ocasiones me preguntan qué busco tan lejos, si no me gustan otros destinos más cercanos, más civilizados. Tengo que hacer un esfuerzo para que no se me escape la risa amarga que me provocan con semejante expresión. Civilizados. Ya no contesto a esa pregunta, no es significativa. Ni siquiera intento explicar que adoro cualquier lugar al que pueda ir y aprender y vivir y sentir la carga de emociones que se me regala. Que la distancia no es la que marca el viaje, sino que es el viaje el que me marca a mí, esté donde esté. Cierto que tengo mis preferencias, y quién no. Ya sabéis que me apasiona divagar por los mercados africanos y las callejuelas indias. Pero también disfruto sin remedio del románico en un pueblo de Soria y de la pulcritud del monte cercano bajo la lluvia.
No necesito más para sentirme viva que abrir mi maleta y pensar en qué me llevo esta vez. Nada que suponga un viaje me es ajeno: ni el cansancio, ni la angustia, ni el goce inmenso e inexplicable de experimentar el trayecto ni, por supuesto, el privilegio infinito de haber estado allí. Quisiera permanecer en el camino el tiempo suficiente para comprenderme y para resarcirme.

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