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10/12/10

Mercados-1


Entre los lugares más fascinantes que hay en el mundo se encuentran los mercados. En un mercado se reunen todos los elementos que un grupo humano necesita para su supervivencia y su disfrute. El abigarramiento de colores, olores y formas es tal que basta una visita para quedarse atrapado en la maraña indispensable de sus callejones.
Hay mercados al aire libre y otros cubiertos o semi-cubiertos. Los hay de comida, de objetos, de hechicería y de animales. En algunos se matan piezas en directo y se preparan para el consumo en el mismo momento; en otros, las víctimas de futuros banquetes se hacinan en cestas de mimbre y emiten sonidos de pánico o de incertidumbre, mientras esperan ser elegidos para la muerte y resurrección en forma de manjar exquisito.
Los mercados exhiben todo aquello que un grupo humano requiere en su cotidianeidad. Por ello, dejarse llevar por su algarabía equivale en parte a una injerencia en la intimidad de sus vidas y, también, a una participación en ritos ancestrales a los que no hemos sido invitados. En África un mercado es el universo en sí mismo. No hay asepsia ni orden, nadie calla y la única organización mínimamente detectable es la que se establece entre los sectores de carne, pescado, verduras y frutas u otros objetos aptos para ser manipulados, magreados, vueltos del derecho y del revés antes de ser definitivamente adquiridos. El comprador exhibirá la consiguiente mueca de desdén que parece querer decir: "pero que conste que te estoy pagando demasiado". El vendedor, mientras mira ya hacia otro lado, presto a mostrarse obsequioso con otro descuidado palpador de sus bienes, dirá quejumbrosamente: "me quitas el pan de mis hijos". Y la rueda seguirá girando.
Una de las muchas razones por las que me enamoré de África fueron sus mercados. Tal vez sea de los pocos lugares en los que puedo llegar a perderme en el más amplio y trascendental sentido del término. Deambular por sus caóticos rincones, pasando de los más aromáticos y especiados a los más rancios y repulsivos es una experiencia que no cabe en las palabras. He estado en mercados en los que tenía que controlar las arcadas y otros en los que tuvieron que arrastrarme para marchar de allí. Recuerdo
el olor de una pasta reseca y oscura que utilizan en Mali para elaborar sopas. Estaba por todas partes, en sacos y por kilos, impregnando el ambiente de las callejuelas de Djenné. Recuerdo los pedazos de animales disecados de los marabutos de Senegal. Recuerdo los miles de colores de las telas al viento en cada esquina de Etiopía. Recuerdo el sabor de los dulces y de las frutas que me han dado a probar en tantos sitios de todas partes. Es una orgía de los sentidos participar de la vida de los mercados.
Las vendedoras, pues en su mayoría son mujeres las encargadas del comercio, combinan elegancia y destreza con descaro y fuerza. Cargan con fardos pesados con la misma tranquilidad con que se cuelgan del pecho a sus bebés. Preparan para la venta montoncitos de pescados, de pimientos, de saquitos de especias, de cientos de cosas cuyo valor de compra está preestablecido, por lo que no hay que perder el tiempo en hablar del precio. Se sientan en banquetas o se acuclillan sobre sus pies y se limitan a esperar, mientras lanzan miradas displicentes a su alrededor. A medida que avanza el día preparan colaciones que compartirán con las vecinas de los puestos inmediatos. Una tal vez hará café o la otra empezará a filtrar el té; aquella sacará del pañuelo multicolor un pedazo de empanada o pastelillos o unos pedazos de carne seca que perduran mucho rato en las bocas, como una goma de mascar más nutritiva. Los niños se aproximarán ante la promesa de la comida. Sus madres les empujarán si se muestran demasiado insistentes. Ellos no cejarán en su empeño, algunos gritarán y los pequeños romperán en llanto al ser relegados al segundo plano por sus hermanos, primos o amigos mayores. Un enjambre de manos pequeñas se extiende anhelante, con la esperanza de coger la mejor porción.
Se inicia entonces un carnaval de músicas tantas veces interpretadas: las mujeres a voces se pasarán los vasos calientes y los pedazos de viandas; a voces limpiarán los mocos de las caras infantiles, sin dejar de vigilar la mercancía y el posible cliente. Se escuchará una sinfonía de risas y golpear de objetos. En algún momento mágico te acercarán un vaso y te invitarán a sentarte en mitad del círculo acogedor. Sus miradas te dirán que eres bienvenida y su sonrisa sustituirá a los inútiles idiomas cuando de transmitir emociones se trata. Y tú, en medio de esa inmersión en sus intensas vidas, te dejas seducir para siempre deseando que el tiempo se detenga, al menos hasta que el mercado levante sus puestos cuando cae la tarde.

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