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23/12/10

Papúa occidental-1

La provincia indonesia de Irian Jaya -Papúa occidental- es una reserva de grupos étnicos (danis, lanis, ...) con peculiares tradiciones. Hasta hace pocos años todavía practicaban la antropofagia, eran tal vez los últimos caníbales. Hoy en día los papúes son los habitantes más maltratados, discriminados y relegados de toda Indonesia. El gobierno practica una encubierta limpieza étnica, permite que en la provincia se asienten comunidades procedentes de otras islas superpobladas y que paulatinamente se apoderen de las tierras y los negocios de los papúes; consiente en que misioneros occidentales se extiendan por la provincia para "evangelizar" a los nativos y hacerles abandonar su cultura. Una de las formas de sumisión consiste en vestirles con ropas que no se corresponden con sus usos y costumbres, puesto que los hombres papúes solo cubren su pene con una calabaza que ellos mismos cultivan a propósito y las mujeres llevan los pechos al aire. El resultado es que los originarios de Papúa se han convertido en sombras de sí mismos, les han arrebatado sus derechos pese a ser ciudadanos igualmente, están perdiendo su dignidad y es frecuente ver a muchos de ellos deambular por las calles de los pueblos en franca manifestación de abandono y decadencia. Aunque no es éste el tema que quiero desarrollar, no he podido evitar hacer una breve mención por la importancia que tiene y para no olvidar.
El cerdo en Papúa es el animal emblemático y se considera un valor cultural, social y económico. Es el bien más preciado y la posesión de uno de ellos, que formará parte de la familia hasta su sacrificio, denota el nivel elevado de su dueño. Cuando se va a celebrar la fiesta en la que será sacrificado y comido un cerdo, todo el grupo participa según su estatus y preponderancia.
La ceremonia del cerdo es un ritual que dura un día entero y en el que tuve la suerte de participar en el poblado dani de Kilise. Habíamos llegado después de varias horas de marcha por las tierras altas, con tremendos desniveles y puentes imposibles sobre ríos caudalosos. Por el camino coincidimos con muchos danis y lanis, cuya inocencia y simpática timidez me cautivaron y me hicieron odiar la represión a la que están sometidos. Recuerdo una imagen en Wamena, el mayor pueblo de las montañas, en la que un niño papú miraba con envidia desde la calle los juegos de los niños indonesios en el patio del colegio al que él no podía asistir.
La ceremonia se inicia con la representación de danzas rituales que simulan escenas de guerras tribales y de asuntos cotidianos. Todos los habitantes del poblado participaron, dispersos por las colinas entre las que se distribuían las chozas de madera, engalanados con sus mejores plumas, pinturas y tocados. Los hombres cubren, como he dicho, su pene con unas calabazas vaciadas y secadas al fuego; las mujeres llevan unas faldas de fibra y una red del mismo material colgada a su espalda y cogida por la frente, en la que depositarán sus pertenencias y los objetos de trueque. Todos cantan, el día es espléndido, me siento una privilegiada, como tantas veces.
Después de las danzas se procede a la caza del cerdo. Al ser un animal valioso y noble, no se le sacrifica sin más, sino que se le deja en libertad y los hombres deben perseguirlo y lanzarle flechas hasta que el animal muere, tal como se hacía en tiempos remotos. A continuación se procede a la preparación para ser cocinado: se descuartiza y se limpia con delicadeza, como si estuvieran despidiendo a un amigo. Mientras tanto, ocurre otra parte de la ceremonia que a mí me tenía fascinada. El cerdo será cocido en un horno excavado en la tierra y el calor de la cocción se lo proporcionarán decenas de piedras ardientes. Los hombres y las mujeres se reparten las tareas. Unos preparan un túmulo de madera que se convertirá en la hoguera donde calentarán las piedras. Éstas, una vez quemadas, se cogen con unas curiosas pinzas elaboradas con un madero no muy grueso abierto en la punta. Otros disponen el "horno": cavan en la tierra un hoyo de profundidad y extensión suficiente para acoger la gran cantidad de elementos que irán a parar dentro. Una vez hecho el agujero, lo limpian y alisan y lo cubren de hierba fresca recién cortada. La disposición es tan cuidadosa que incluso resulta estética. Las piedras ya calientes se van trayendo con las pinzas de madera y se introducen en el hoyo hasta cubrirlo en su mayor parte.
No queda sino poner la comida y esperar. Por capas van añadiendo verduras, patatas y plátanos que serán el acompañamiento de la carne. El cerdo, abierto en canal y con las vísceras alrededor, se dispone sobre los vegetales con todos los honores. Por encima, más piedras ardientes y hierbas hasta formar un montón que se envolverá con más plantas. El conjunto parece un paquete de regalo, inmenso, perfecto en su envoltorio natural. El resultado es, en realidad, una olla a presión. Durante horas el calor de las piedras transformará los alimentos para su consumo y en ese tiempo, la gente del poblado cantará, preparará el suelo en el que nos sentaremos a comer y me dejarán que les acompañe.
Cuando se destapa el horno de tierra, se inicia el protocolo de la comida. Primero se sirven las hierbas que, al ser largas -una especie de acelga, helechos...- se comen como si fueran espaguetis. Naturalmente, aunque huelga decirlo, no hay cubiertos ni platos. Después se trocea el cerdo y se reparte de acuerdo con una jerarquía. Esta fue una cuestión muy interesante: los danis se habían sentado en círculos, mujeres y hombres por separado; además, en cada círculo no podían mezclarse personas de rango diferente. Los ancianos eran los que mayores consideraciones recibían; tras ellos, los hombres fuertes, protectores y guerreros; y así sucesivamente, mujeres, jóvenes, niños. Por otra parte, los pedazos del animal también se repartían en el mismo sentido: los más sabrosos y delicados para los ancianos, seguidamente el resto, hasta que las vísceras, grasa y pedazos menos apetecibles iban a parar a los niños y a las mujeres jóvenes. La carne se acompañaba con las patatas y los plátanos cocidos al mismo tiempo.
La comida ha concluido con un parlamento del jefe del poblado. Me emocionó especialmente su súplica para que recordáramos lo vivido y para que lo contáramos a nuestros amigos. Daba la impresión de que estaba pidiendo que les consideremos parte del mundo que intenta excluirles. Y de nuevo surgen mis contradicciones: ¿debemos esperar que permanezcan aislados, manteniendo sus formas ancestrales de vida, o abrirles camino para que se integren en el mundo moderno y dejen de ser ellos mismos? Si hubieráis visto sus miradas humildes como yo, la respuesta a mi pregunta sería evidente. No queda sino recordar que la noche anterior, mientras esperaba el sueño tendida en el suelo de una choza, las montañas que me rodeaban se impregnaron de cantos, de voces, de mensajes transmitidos a gritos, como lleva ocurriendo siglos, como seguirá ocurriendo si sobreviven al genocidio.

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