Cada vez que recuerdo África me encuentro ante una encrucijada de sentimientos. África es el resto del mundo, lo que nadie anhela, a no ser para sacarle beneficios, el lugar en el que no querría perderse la gente que abomina de su triste condición de vida. Las carreteras africanas son en su mayor parte de tierra y contienen tantos baches como barro cuando llueve. Las ciudades grandes acumulan enormes edificios y chabolas miserables sin fronteras entre ambos mundos. Los poblados de tierra roja o amarilla se llenan de chozas y chamizos variados, no hay orden ni posibilidades de higiene. Dispersos a lo largo de las entradas a los pueblos, los puestos de los vendedores callejeros. Son entramados de maderas desiguales, levantados sobre el suelo apenas unos palmos, con una pequeña abertura desde la que se puede adivinar los productos expuestos para la venta, objetos amontonados sin orden ni acierto, cualquier cosa susceptible de ser vendida y comprada. Deambulando, los otros vendedores, los que ni siquiera cuentan con el tabuco desde el que esperar a cubierto del sol o de las tormentas, los que se buscan la vida como pueden y se mueven con la cadencia del que ya no tiene nada que desear. Las casas de construcción más sólida se muestran inacabadas, aunque exuberantes de color, del color que impregna África y la viste de esperanza, de mentira piadosa, de ilusión vana.
África me conmueve de manera inexplicable. Es la pobreza en su visión más triste, el lado más crudo de la miseria. Es también, sin duda alguna, la explosión del canto por la vida en la figura de sus gentes. Una de las características de los africanos es el gran sentido del honor y del respeto por el mantenimiento de sus tradiciones. Me pregunto hasta qué punto esto ha hecho aumentar la desgracia de África y también quién soy yo para cuestionarlo. El conflicto entre progreso y tradición no está resuelto: se enfrenta el hábito de mantener los ritos del pasado con los modelos que les han llegado desde fuera y que atraen hipnóticamente a los jóvenes. El acervo cultural de los pueblos africanos se pierde, en parte por nuestra culpa: arrogantes extranjeros que invadimos sus pueblos y sus rincones, que no dejamos apenas nada o tal vez solo algo de dinero, pero que nos llevamos de vuelta su trato generoso, su hospitalidad sin medida, sus sonrisas infinitas.
Hay todavía múltiples grupos étnicos que perviven en precario equilibrio entre ellos y contra la modernidad arrolladora. Las peculiaridades de cada uno los alejan o los aproximan según su belicosidad, su laboriosidad o su solidaridad. La pertenencia a una etnia determina ciertas pautas de conducta de obligado cumplimiento y de penoso castigo en caso de incumplimiento. Por castigo no quiero referirme únicamente al de tipo físico, que también, sino al más insoportable de la exclusión social. Si tu grupo te repudia, estás perdido en el sentido más amplio y literal del término. No hay alternativa para quien decide salirse de la norma, porque no hay posibilidad de marchar y empezar de nuevo en otro lugar.
Una de las ideas recurrentes que me provoca África, lugar donde desapareceré cuando esté preparada para ello, es la discordancia entre el escaso progreso científico-técnico y el mantenimiento de la inmensa humanidad de sus gentes. No ha habido lugar en que me haya sentido extraña o excluida. Pienso si nosotros somos capaces de corresponder de la misma manera cuando ellos llegan, humildes y vencidos, a nuestro mundo. Hablamos mucho de sus precarias condiciones sanitarias, educativas, de su corrupción política, de sus luchas tribales, de su pseudo-involución... Qué tienen ellos que no podamos encontrar en nuestro entorno social, pero a ellos les criticamos, les miramos por encima del hombro, les juzgamos. Y sin embargo.
Y sin embargo, qué no daríamos por sentir aquí, al lado de casa, la cálida acogida de la sonrisa más blanca entre unos dientes indecisos. Qué no haríamos por sentir el aroma de un caldo hecho con más amor que medios, con más esperanza que contenido. Qué no pondríamos de nuestra parte por no sentirnos solos. En África es difícil sentirte solo. Los niños convierten mis manos en inservibles, a fuerza de colgarse de ellas para llevarte de paseo por el campo, el poblado, su casa. Las mujeres se ríen abiertamente de mi ineptitud para moler el grano, con esas mazas de madera que pesan tanto que me convierten en infructuosa ayuda, aunque me abrazan al terminar y me devuelven parte de la dignidad.
Nunca me he sentido sola en África. Creo que es mi lugar en el mundo. Siento que es el lugar al que pertenezco y al que debo volver, aunque sea simplemente para devolver una ínfima parte del bien que ha hecho por mí. Presiento que mi final está allí. No tengo prisa. Estoy segura que África me espera, como se espera a los buenos amigos, que son tan bienvenidos cuando llegan.
África me conmueve de manera inexplicable. Es la pobreza en su visión más triste, el lado más crudo de la miseria. Es también, sin duda alguna, la explosión del canto por la vida en la figura de sus gentes. Una de las características de los africanos es el gran sentido del honor y del respeto por el mantenimiento de sus tradiciones. Me pregunto hasta qué punto esto ha hecho aumentar la desgracia de África y también quién soy yo para cuestionarlo. El conflicto entre progreso y tradición no está resuelto: se enfrenta el hábito de mantener los ritos del pasado con los modelos que les han llegado desde fuera y que atraen hipnóticamente a los jóvenes. El acervo cultural de los pueblos africanos se pierde, en parte por nuestra culpa: arrogantes extranjeros que invadimos sus pueblos y sus rincones, que no dejamos apenas nada o tal vez solo algo de dinero, pero que nos llevamos de vuelta su trato generoso, su hospitalidad sin medida, sus sonrisas infinitas.
Hay todavía múltiples grupos étnicos que perviven en precario equilibrio entre ellos y contra la modernidad arrolladora. Las peculiaridades de cada uno los alejan o los aproximan según su belicosidad, su laboriosidad o su solidaridad. La pertenencia a una etnia determina ciertas pautas de conducta de obligado cumplimiento y de penoso castigo en caso de incumplimiento. Por castigo no quiero referirme únicamente al de tipo físico, que también, sino al más insoportable de la exclusión social. Si tu grupo te repudia, estás perdido en el sentido más amplio y literal del término. No hay alternativa para quien decide salirse de la norma, porque no hay posibilidad de marchar y empezar de nuevo en otro lugar.
Una de las ideas recurrentes que me provoca África, lugar donde desapareceré cuando esté preparada para ello, es la discordancia entre el escaso progreso científico-técnico y el mantenimiento de la inmensa humanidad de sus gentes. No ha habido lugar en que me haya sentido extraña o excluida. Pienso si nosotros somos capaces de corresponder de la misma manera cuando ellos llegan, humildes y vencidos, a nuestro mundo. Hablamos mucho de sus precarias condiciones sanitarias, educativas, de su corrupción política, de sus luchas tribales, de su pseudo-involución... Qué tienen ellos que no podamos encontrar en nuestro entorno social, pero a ellos les criticamos, les miramos por encima del hombro, les juzgamos. Y sin embargo.
Y sin embargo, qué no daríamos por sentir aquí, al lado de casa, la cálida acogida de la sonrisa más blanca entre unos dientes indecisos. Qué no haríamos por sentir el aroma de un caldo hecho con más amor que medios, con más esperanza que contenido. Qué no pondríamos de nuestra parte por no sentirnos solos. En África es difícil sentirte solo. Los niños convierten mis manos en inservibles, a fuerza de colgarse de ellas para llevarte de paseo por el campo, el poblado, su casa. Las mujeres se ríen abiertamente de mi ineptitud para moler el grano, con esas mazas de madera que pesan tanto que me convierten en infructuosa ayuda, aunque me abrazan al terminar y me devuelven parte de la dignidad.
Nunca me he sentido sola en África. Creo que es mi lugar en el mundo. Siento que es el lugar al que pertenezco y al que debo volver, aunque sea simplemente para devolver una ínfima parte del bien que ha hecho por mí. Presiento que mi final está allí. No tengo prisa. Estoy segura que África me espera, como se espera a los buenos amigos, que son tan bienvenidos cuando llegan.
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