Algunas de las personas más interesantes que he conocido han aparecido en mis viajes. Gente de todas partes y condiciones que han enriquecido mi vida y la han hecho crecer. Con unas de esas personas he podido comunicarme enteramente; con otras, bastaba la sonrisa y los gestos para transmitir todo lo que guardamos en el corazón. He hecho amistades que perduran con el paso de los años y he aprendido a conocer y, sobre todo, amar, las formas de vida de lugares lejanos, porque quienes son de allí se me han ofrecido con la inocencia propia de quien no espera nada.
He podido entrar en casas de tamaños, colores y materiales tan distintos que no podría catalogar. En sus interiores la decoración, los objetos, el calor de las vivencias se unían en un baile abigarrado y hermoso al que me han invitado continuamente a participar.
He podido comer los alimentos que ellos comen y que han compartido conmigo, dándome a probar con humildad, casi con vergüenza, como si temieran que la extranjera pudiera ofenderse por tan poca cosa. Pero ellos no sabían que sus ofrecimientos eran para mí impagables, que no hay posibilidad alguna de corresponder ante tal generosidad.
He participado de ceremonias ancestrales, intensas y hasta dolorosas y no me he sentido extraña, porque me han llevado de la mano y me han mostrado cada paso del proceso, haciéndome sentir parte de su mundo.
Es difícil expresar el sentimiento que te llena cuando entras en un templo de cualquier lugar y te miran con el respeto que se dedican a sí mismos. Y cuando rompen con los dedos un pedazo de pan o de pasta dulce y te lo acercan, dándote a entender que quieren que participes con ellos de su fe, aunque no la compartas, que eres bienvenida a pesar de tu apariencia arrogante. Te sientes pequeña ante la magnitud de las vidas de los otros, los que nunca podrán ser como tú ni podrán optar por caminos diversos, como puedo yo. Pero yo no me atrevo a abandonar mi consolidado y, pese a todo, estrecho y frágil refugio. Y sustituyo mis temores por esporádicas visitas a otros mundos, en los que no me he sentido nunca diferente.
Dejaré de ser yo misma el día que no me conmueva la risa de un niño descalzo y mocoso; cuando no me haga llorar la madre que me ofrece a su hijo para que disfrute de la suavidad de sus mejillas. Dejaré de ser quien soy en el momento que decida esconder mi maleta, mi pasaporte y piense que ya nada ni nadie puede ofrecerme un aliciente. A los que me queréis, sabed que espero de vosotros que, llegado ese momento, me demostréis vuestro amor metiéndome en un avión sin destino determinado. Y si no volviera de ese viaje, sabed también que me habréis dado el más hermoso de los regalos.
He podido entrar en casas de tamaños, colores y materiales tan distintos que no podría catalogar. En sus interiores la decoración, los objetos, el calor de las vivencias se unían en un baile abigarrado y hermoso al que me han invitado continuamente a participar.
He podido comer los alimentos que ellos comen y que han compartido conmigo, dándome a probar con humildad, casi con vergüenza, como si temieran que la extranjera pudiera ofenderse por tan poca cosa. Pero ellos no sabían que sus ofrecimientos eran para mí impagables, que no hay posibilidad alguna de corresponder ante tal generosidad.
He participado de ceremonias ancestrales, intensas y hasta dolorosas y no me he sentido extraña, porque me han llevado de la mano y me han mostrado cada paso del proceso, haciéndome sentir parte de su mundo.
Es difícil expresar el sentimiento que te llena cuando entras en un templo de cualquier lugar y te miran con el respeto que se dedican a sí mismos. Y cuando rompen con los dedos un pedazo de pan o de pasta dulce y te lo acercan, dándote a entender que quieren que participes con ellos de su fe, aunque no la compartas, que eres bienvenida a pesar de tu apariencia arrogante. Te sientes pequeña ante la magnitud de las vidas de los otros, los que nunca podrán ser como tú ni podrán optar por caminos diversos, como puedo yo. Pero yo no me atrevo a abandonar mi consolidado y, pese a todo, estrecho y frágil refugio. Y sustituyo mis temores por esporádicas visitas a otros mundos, en los que no me he sentido nunca diferente.
Dejaré de ser yo misma el día que no me conmueva la risa de un niño descalzo y mocoso; cuando no me haga llorar la madre que me ofrece a su hijo para que disfrute de la suavidad de sus mejillas. Dejaré de ser quien soy en el momento que decida esconder mi maleta, mi pasaporte y piense que ya nada ni nadie puede ofrecerme un aliciente. A los que me queréis, sabed que espero de vosotros que, llegado ese momento, me demostréis vuestro amor metiéndome en un avión sin destino determinado. Y si no volviera de ese viaje, sabed también que me habréis dado el más hermoso de los regalos.
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