Las religiones son fascinantes. No dejan de sorprenderme, irritarme y atraerme desde el punto de vista del análisis y la observación. Todas ellas me interesan por lo que tienen de cautivadoras e hipnóticas para tantos millones de personas en el mundo y desde hace siglos. La necesidad de muchos humanos de refugiarse en mitos más o menos elaborados viene siendo una constante y los intentos de hacer creer en la existencia de los dioses tiene el sabor de la obsesión.
Las religiones llamadas del libro son peculiares en su originalidad, aunque las tres cargan con similares elementos. Las tres me parecen perniciosas para la salud mental (y en demasiadas ocasiones también física) de cuantos creen o no en ellas. La mayor parte de mis contactos con otras religiones distintas de la dominante en mi país ha sido con el islam, como ya conté en otras entradas de este blog. Las contradicciones internas no son distintas a las de otras formas de espiritualidad, aunque cada vez más se entrelaza la creencia religiosa con la ideología política al servicio de intereses ajenos a las personas y sus necesidades. El resultado es una peligrosa amalgama de fanatismo, ignorancia e ilusión en paraísos construidos ad hoc para contribuir al mantenimiento de la farsa.
En algunas ocasiones he podido visitar escuelas coránicas. La experiencia es caótica, cuanto menos. En Tombuctú asistí a las clases de una de ellas, donde los niños son adoctrinados, que no enseñados, a fuerza de hacerles leer versos del Corán sin cesar hasta que los recitan de memoria. Un recuerdo indeleble que les acompañará de por vida incluso en los asuntos cotidianos y que impregnará cada quehacer, cada relación y cada rincón de sus mentes.
Durante la clase, el maestro quiso que nos mostraran cuánta sabiduría acumulada tenían aquellos niños de ropas deslabazadas y caras sucias de barro. Tenían unas tablas de madera en las que había escritos fragmentos coránicos que aprendían con un entusiasmo que parecía patológico. Los cantaban en voz alta con ritmo monótono, como si efectuaran el trabajo de una cadena de montaje. El maestro les alentaba, según me tradujeron: "mostrad nuestra enseñanza a los extranjeros, que vuelvan a sus casas y puedan contar de nuestra fuerza". Los niños aumentaron el tono de voz progresivamente. Estaban sentados en el suelo, sobre el polvo de la calle, pues no otro espacio era la escuela sino unos metros entre dos paredes de adobe. Poco a poco, a medida que sus voces se elevaban, ellos parecían caer en una especie de trance: ojos fijos en nosotros, sudor que caía por sus rostros y que enjugaban con rabia, expresiones feroces en la transmisión de su fe. De pronto, como unidos por una línea interna, comenzaron a avanzar hacia nosotros, sin levantarse del suelo, arrastrando sus cuerpos, aferrados a las tablas coránicas, recitando cada vez más fuerte. Dejaron por un instante de ser niños y se convirtieron en una masa informe, uniforme, alienada. Vi en ese grupo el poder de la sinrazón.
Por la noche, en la plaza con más iluminación, apenas unas bombillas dispersas, los jóvenes que habían abandonado la infancia pocos años atrás se sentaban en pequeños grupos para compartir sus aprendizajes. Ejecutaban un balanceo suave y cadencioso, al sonido de sus voces entusiastas, con sus tablas en equilibrio sobre las piernas cubiertas por túnicas de algodón. Aunque la imagen tenía algo de onírico, no dejo de estremecerme por la trascendencia de su obsesiva dedicación al dios (transmutado en institución) que les ordena cumplir con preceptos autodestructivos.
Las religiones llamadas del libro son peculiares en su originalidad, aunque las tres cargan con similares elementos. Las tres me parecen perniciosas para la salud mental (y en demasiadas ocasiones también física) de cuantos creen o no en ellas. La mayor parte de mis contactos con otras religiones distintas de la dominante en mi país ha sido con el islam, como ya conté en otras entradas de este blog. Las contradicciones internas no son distintas a las de otras formas de espiritualidad, aunque cada vez más se entrelaza la creencia religiosa con la ideología política al servicio de intereses ajenos a las personas y sus necesidades. El resultado es una peligrosa amalgama de fanatismo, ignorancia e ilusión en paraísos construidos ad hoc para contribuir al mantenimiento de la farsa.
En algunas ocasiones he podido visitar escuelas coránicas. La experiencia es caótica, cuanto menos. En Tombuctú asistí a las clases de una de ellas, donde los niños son adoctrinados, que no enseñados, a fuerza de hacerles leer versos del Corán sin cesar hasta que los recitan de memoria. Un recuerdo indeleble que les acompañará de por vida incluso en los asuntos cotidianos y que impregnará cada quehacer, cada relación y cada rincón de sus mentes.
Durante la clase, el maestro quiso que nos mostraran cuánta sabiduría acumulada tenían aquellos niños de ropas deslabazadas y caras sucias de barro. Tenían unas tablas de madera en las que había escritos fragmentos coránicos que aprendían con un entusiasmo que parecía patológico. Los cantaban en voz alta con ritmo monótono, como si efectuaran el trabajo de una cadena de montaje. El maestro les alentaba, según me tradujeron: "mostrad nuestra enseñanza a los extranjeros, que vuelvan a sus casas y puedan contar de nuestra fuerza". Los niños aumentaron el tono de voz progresivamente. Estaban sentados en el suelo, sobre el polvo de la calle, pues no otro espacio era la escuela sino unos metros entre dos paredes de adobe. Poco a poco, a medida que sus voces se elevaban, ellos parecían caer en una especie de trance: ojos fijos en nosotros, sudor que caía por sus rostros y que enjugaban con rabia, expresiones feroces en la transmisión de su fe. De pronto, como unidos por una línea interna, comenzaron a avanzar hacia nosotros, sin levantarse del suelo, arrastrando sus cuerpos, aferrados a las tablas coránicas, recitando cada vez más fuerte. Dejaron por un instante de ser niños y se convirtieron en una masa informe, uniforme, alienada. Vi en ese grupo el poder de la sinrazón.
Por la noche, en la plaza con más iluminación, apenas unas bombillas dispersas, los jóvenes que habían abandonado la infancia pocos años atrás se sentaban en pequeños grupos para compartir sus aprendizajes. Ejecutaban un balanceo suave y cadencioso, al sonido de sus voces entusiastas, con sus tablas en equilibrio sobre las piernas cubiertas por túnicas de algodón. Aunque la imagen tenía algo de onírico, no dejo de estremecerme por la trascendencia de su obsesiva dedicación al dios (transmutado en institución) que les ordena cumplir con preceptos autodestructivos.