Vivir es viajar sin rumbo hasta el final. En el camino encuentras obstáculos y premios. Viajar es vivir diversas vidas en una sola. En el camino, con suerte, te encuentras a ti misma. En ocasiones compartes o convives o aparece un compañero con quien puedes hablar de un millón de cosas a la vez y siempre falta tiempo, porque hay mucho más que decir y que hacer. Si te atreves, dirás cuánto significa para ti no caminar a ciegas. Si no te atreves, dejarás que pase de largo la ocasión de sentir una experiencia única.
Hace unos años, en Senegal, un chico en quien yo no me había fijado me ayudó a salir de una situación potencialmente peligrosa (una inundación en una "discoteca" subterránea). Cuando le quise dar las gracias, no me dejó hablar; me dijo, por el contrario, que llevaba horas pendiente de mí, que no quería bailar con nadie por si yo accedía a bailar con él y que mi mirada le había hecho pensar que yo valía la pena.
Pocas semanas atrás, en la montaña, me desvié del camino y me alejé de mis amigos. Por un momento me encontré completamente sola, rodeada de árboles de mil colores y sin más sonidos que los del viento en las hojas. Miré a mi alrededor y no encontré a nadie con quien andar. Aunque sabía que estaban todos cerca, se apoderó de mí una sensación -leve, sin embargo- de desaliento. Me recosté en el tronco húmedo de un haya y esperé. Al rato llegó una amiga, cómplice además, y supe que necesitaba hablar con alguien que pudiera escucharme sin juzgar. El resto del camino ya no se hizo doloroso.
En Irán, a donde me marché sola huyendo tal vez de mí misma, tardé poco en comprender el ritmo de las calles, pero mucho en comprender mi propio ritmo. Yo estaba intentando escapar de una situación interna que no tenía solución más que en el mismo interior. Pero la ceguera que nos atenaza cuando de nosotros mismos se trata había puesto un velo tupido en mis ojos. Y allí estaba yo, con la cabeza tapada y ropas simuladoras, enfrentada al descubrimiento que iba a tener lugar: que caminar solos contribuye a morir un poco.
Hace cuatro años inicié una andadura en solitario. Al principio, todo era miedo. Las situaciones más cotidianas se convertían en monstruos. Costaba hasta decidir qué hacer día a día, qué orientación dar a las horas que se sucedían irónicas e impacientes. Suplía las carencias con parches autodestructores, de rápido efecto y consecuencias vanas, nombres que permanecieron un tiempo y luego volvieron a desaparecer. Un día, sin esperarlo, apareció ella misma. Ella, de quien hay un viaje interior y luego otro. Se conoció y reconoció en las miradas de intensidad conmutable; en las sonrisas que por fin lucían sinceras; en las ganas de estar presente y decir hola y sentirse escuchada. Y supo que la soledad había terminado, porque era ella su propia, completa y eterna compañera de viaje.
Hace unos años, en Senegal, un chico en quien yo no me había fijado me ayudó a salir de una situación potencialmente peligrosa (una inundación en una "discoteca" subterránea). Cuando le quise dar las gracias, no me dejó hablar; me dijo, por el contrario, que llevaba horas pendiente de mí, que no quería bailar con nadie por si yo accedía a bailar con él y que mi mirada le había hecho pensar que yo valía la pena.
Pocas semanas atrás, en la montaña, me desvié del camino y me alejé de mis amigos. Por un momento me encontré completamente sola, rodeada de árboles de mil colores y sin más sonidos que los del viento en las hojas. Miré a mi alrededor y no encontré a nadie con quien andar. Aunque sabía que estaban todos cerca, se apoderó de mí una sensación -leve, sin embargo- de desaliento. Me recosté en el tronco húmedo de un haya y esperé. Al rato llegó una amiga, cómplice además, y supe que necesitaba hablar con alguien que pudiera escucharme sin juzgar. El resto del camino ya no se hizo doloroso.
En Irán, a donde me marché sola huyendo tal vez de mí misma, tardé poco en comprender el ritmo de las calles, pero mucho en comprender mi propio ritmo. Yo estaba intentando escapar de una situación interna que no tenía solución más que en el mismo interior. Pero la ceguera que nos atenaza cuando de nosotros mismos se trata había puesto un velo tupido en mis ojos. Y allí estaba yo, con la cabeza tapada y ropas simuladoras, enfrentada al descubrimiento que iba a tener lugar: que caminar solos contribuye a morir un poco.
Hace cuatro años inicié una andadura en solitario. Al principio, todo era miedo. Las situaciones más cotidianas se convertían en monstruos. Costaba hasta decidir qué hacer día a día, qué orientación dar a las horas que se sucedían irónicas e impacientes. Suplía las carencias con parches autodestructores, de rápido efecto y consecuencias vanas, nombres que permanecieron un tiempo y luego volvieron a desaparecer. Un día, sin esperarlo, apareció ella misma. Ella, de quien hay un viaje interior y luego otro. Se conoció y reconoció en las miradas de intensidad conmutable; en las sonrisas que por fin lucían sinceras; en las ganas de estar presente y decir hola y sentirse escuchada. Y supo que la soledad había terminado, porque era ella su propia, completa y eterna compañera de viaje.
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