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16/11/10

Lo que dejamos de nosotros-2

Qué hay de mí en estas fotos, pregunto. Algo muy diferente cuando estoy allí y cuando las vuelvo a ver. Es curioso, pero no me gusta ver las fotografías de viajes pasados por si me encuentro con mis fantasmas. En Etiopía dejé dos. Dos fantasmas que todavía aparecen por mis sueños y por mis vigilias. Que surgen cuando las preguntas sin respuesta golpean una y otra vez las puertas, queriendo entrar en mis días.
Toro, la niña de la foto, es miembro de la comunidad Hamer, en la zona del río Omo, donde se concentran las distintas etnias del sur de Etiopía. Los Hamer son la etnia más numerosa y más sociable de toda la zona. Estuve acampada cerca del pueblo de Turmi desde donde hacer recorridos por la zona y visitar poblados y comunidades variadas. Toro y sus amigas, otras tres niñas como ella, me acompañaron desde el primer momento. No hablábamos el mismo idioma, pero sí éramos capaces de comunicarnos con fluidez. La magia de las intenciones. Durante los días que pasé en el campamento, cada amanecer salía de mi tienda y recorría los pequeños asentamientos cercanos al pueblo. Las niñas habían aprendido mi fácil nombre y al parecer habían hablado de mí a sus familias. Un día, cálido como todos los del sahel africano desde la misma salida del sol, salí a caminar como había adquirido por costumbre. Los alrededores del campamento, de camino hacia el pueblo, estaban salpicados de matorrales sobre una tierra amarillenta y reseca. Aquí y allá unas chozas de paja oscura dejaban escapar bocanadas del humo con que las mujeres prepararían los alimentos. De pronto, escuché mi nombre repetido varias veces. Miré en dirección a las voces y encontré a mujeres ancianas (tal vez la abuela o las tías, qué sé yo, de Toro) que me saludaban con la risa bailando en los ojos. Les divertía mi sorpresa y cuanto más asombro tenía yo, más reían ellas y más pronunciaban, como un juego, Ana, Ana, Ana.
No supe cuándo dejé de abrazarlas, porque no veía mejor forma de contribuir a su proximidad que ir junto a ellas y acariciar sus manos callosas, beber la leche de sus cabras y jugar con los niños que se calentaban al sol frente al taburete donde más tarde ellas elaborarían sus complejos peinados. Pocos días después tuve que marchar, como siempre. Las niñas, con Toro a la cabeza, me acompañaron durante horas. Sus padres les exigían que colaborasen en las tareas de la familia, pero ellas, presintiendo la despedida, no se separaron de mí. Cómo narrar esa despedida. Cuando lo recuerdo, solo puedo decir que no creo haber llorado tanto nunca.
Me cantaron canciones y me pidieron que cantara yo. Cogían mis manos y comparaban mi piel, suave me hacían entender, con la suya, curtida y rugosa que a mí me parecía la belleza en estado puro. Enmarcaban mi rostro entre esas manos de niñas envejecidas y me besaban con suavidad y con miedo a mis lágrimas. Sus ojos expresaban preocupación: no estás bien, parecían expresar. Y yo no sabría decir si lo que sentía era el dolor por la inminente pérdida o la felicidad por lo vivido.
Mi segundo fantasma se llama Desalé. Escribí sobre él en un intento de exorcismo. No tuvo efecto. Desalé me perseguirá siempre. Jamás he estado tan cerca de sentir lo que significa querer ser madre. Y aún me duele.

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