Uno de los elementos más interesantes de cualquier cultura del mundo es la gastronomía. Todo lo que tiene que ver con la cocina no es solamente la expresión de una forma de arte aplicado a la comida, sino una manifestación de las formas de vida y relación con el entorno de las gentes. Las personas comen lo que hay en el lugar en el que viven y, así, la manera y el contenido del comer nos habla de cómo es la vida en los países por los que pasamos.
La gastronomía también se presta a situaciones que podrían ser curiosas, cuando no cómicas. Para viajar, debemos estar preparados a comer lo que haya, cuando y donde lo encontremos. Obviamente, si lo que esperamos es comer bien y varias veces al día, no deberíamos embarcarnos en esas rutas alternativas en las que puede ocurrir que la dieta se componga de pan mohoso y mantequilla rancia. En realidad, durante dos días la mantequilla llegó a estar negra. ¿Sería tal vez una variedad ahumada o con caviar? Esto ocurrió en un pueblecito de Laos, donde la corriente eléctrica era un lujo que duraba apenas unas horas al día. Era pedir mucho, pues, comida adecuadamente conservada.
En Etiopía estuve en un bar (bien, lo llamaban restaurante, pero no íbamos a discutir por un nombre) y pedí una especialidad de pollo. Llevaba días comiendo injeera, la comida básica etíope, y estaba un poco cansada de su sabor agrio. Así que me convertí en occidental caprichosa por un momento y pensé, qué porras, hoy voy a comer. Durante los días pasados en un campamento en la zona del río Omo mi dieta consistía en huevo, tortilla y huevo. De manera que la posibilidad de pedir algo diferente de la injeera y del huevo, de camino al norte, me pareció un lujo. Mis compañeros de aquel viaje todavía se parten de risa recordándolo: me sirvieron en un plato, algo descascarillado, una salsa incalificable sobre la que flotaba la carcasa pelada de un animal escuálido. Ni con todo mi empeño -y mi mucha hambre- conseguí sacar un solo gramo de carne.
A mí, que me apasionan los mercados y que puedo perderme durante horas por las callejas infinitas de puestos de cualquier tipo, no me suele resultar desagradable comer esos pedazos de pollo conservados en agua (que no hielo, por supuesto); ni me molesta encontrar en mi plato la amalgama de carnes-verduras-restos que pueden hacerme pasar por plato típico en algún rincón perdido de África. Las variadas y estimulantes formas que tienen en Asia de presentar la comida son un gusto para los sentidos, aunque prefieras no saber qué es exactamente lo que estás comiendo. La habitual algarabía, mescolanza y aroma-locura de los mercados me resulta altamente estimulante, provocadora y evocadora. Me puedo sumergir y no querer salir a la superficie durante horas. En otro momento hablaré de ello.
A menudo mis compañeros de viaje, esos maravillosos compañeros que encuentro cada vez y con los que tengo el placer de continuar la relación tiempo después, suelen llevar comida desde casa. Se trata de latas o embutidos envasados al vacío que pueden conservarse incluso en condiciones de clima adverso. Yo nunca lo hago. Prefiero no comer o comer lo que encuentre, a cambio de no perderme la posibilidad de disfrutar de lo mismo que llevan los lugareños a sus platos. Así me va. Sin embargo, a veces se agradece ese rinconcito casero en la mochila, sobre todo cuando las condiciones adversas han durado demasiado y el estómago está pegado a la columna vertebral.
En Malí el calor es excesivo, incluso para mí. Las horas más frescas del día, las nocturnas y el amanecer, podía conseguir respirar siempre y cuando el polvo del cercano desierto no quisiera danzar alocadamente frente a mi cara. La comida, cordero y más cordero, era tan monótona como desagradable a 50 grados. En Tombuctú llegué a tener alucinaciones, aunque lo cierto es que estar sentada sobre una manta de lana con esas temperaturas era suficiente para provocar hasta delirios. Un compañero, Alex, aprovechando un descanso bajo un toldo, cuando todos agonizábamos, nos reveló un secreto: llevo una lata de berberechos. Los berberechos, como todo el mundo sabe, se suelen servir aderezados con limón o una pizca de vinagre y tal vez el puntito de pimienta negra. En plato o bol, servido a temperatura ambiente, ni muy frescos ni calientes, por supuesto. En Tombuctú, la temperatura ambiente podía derretir un iceberg en segundos, así que ni pensar en cómo estarían los famosos berberechos después de casi tres semanas de viaje.
Sin embargo, se produjo un silencio reverencial. Todos miramos a Alex como quien mira la lluvia tras la sequía. De repente, una lata de berberechos era un mundo de posibilidades. Ni que pensar en que no teníamos tenedores, ni limón, ni pimienta y que nuestros dedos llevaban mucho tiempo sin rozarse con el jabón . La codicia por un berberecho se leía en las miradas inquietas y Alex, de forma muy evidente, se arrepintió de haber hablado bajo los efectos del sopor.
Te preguntarás cuál fue el final de la historia. Todos seguimos intactos, los daños colaterales fueron mínimos, los berberechos se desintegraron en milisegundos y Alex ahora viaja con el imserso, donde dicen que llevan pensión completa y en Benidorm nadie necesita cargar con latas extra.
La gastronomía también se presta a situaciones que podrían ser curiosas, cuando no cómicas. Para viajar, debemos estar preparados a comer lo que haya, cuando y donde lo encontremos. Obviamente, si lo que esperamos es comer bien y varias veces al día, no deberíamos embarcarnos en esas rutas alternativas en las que puede ocurrir que la dieta se componga de pan mohoso y mantequilla rancia. En realidad, durante dos días la mantequilla llegó a estar negra. ¿Sería tal vez una variedad ahumada o con caviar? Esto ocurrió en un pueblecito de Laos, donde la corriente eléctrica era un lujo que duraba apenas unas horas al día. Era pedir mucho, pues, comida adecuadamente conservada.
En Etiopía estuve en un bar (bien, lo llamaban restaurante, pero no íbamos a discutir por un nombre) y pedí una especialidad de pollo. Llevaba días comiendo injeera, la comida básica etíope, y estaba un poco cansada de su sabor agrio. Así que me convertí en occidental caprichosa por un momento y pensé, qué porras, hoy voy a comer. Durante los días pasados en un campamento en la zona del río Omo mi dieta consistía en huevo, tortilla y huevo. De manera que la posibilidad de pedir algo diferente de la injeera y del huevo, de camino al norte, me pareció un lujo. Mis compañeros de aquel viaje todavía se parten de risa recordándolo: me sirvieron en un plato, algo descascarillado, una salsa incalificable sobre la que flotaba la carcasa pelada de un animal escuálido. Ni con todo mi empeño -y mi mucha hambre- conseguí sacar un solo gramo de carne.
A mí, que me apasionan los mercados y que puedo perderme durante horas por las callejas infinitas de puestos de cualquier tipo, no me suele resultar desagradable comer esos pedazos de pollo conservados en agua (que no hielo, por supuesto); ni me molesta encontrar en mi plato la amalgama de carnes-verduras-restos que pueden hacerme pasar por plato típico en algún rincón perdido de África. Las variadas y estimulantes formas que tienen en Asia de presentar la comida son un gusto para los sentidos, aunque prefieras no saber qué es exactamente lo que estás comiendo. La habitual algarabía, mescolanza y aroma-locura de los mercados me resulta altamente estimulante, provocadora y evocadora. Me puedo sumergir y no querer salir a la superficie durante horas. En otro momento hablaré de ello.
A menudo mis compañeros de viaje, esos maravillosos compañeros que encuentro cada vez y con los que tengo el placer de continuar la relación tiempo después, suelen llevar comida desde casa. Se trata de latas o embutidos envasados al vacío que pueden conservarse incluso en condiciones de clima adverso. Yo nunca lo hago. Prefiero no comer o comer lo que encuentre, a cambio de no perderme la posibilidad de disfrutar de lo mismo que llevan los lugareños a sus platos. Así me va. Sin embargo, a veces se agradece ese rinconcito casero en la mochila, sobre todo cuando las condiciones adversas han durado demasiado y el estómago está pegado a la columna vertebral.
En Malí el calor es excesivo, incluso para mí. Las horas más frescas del día, las nocturnas y el amanecer, podía conseguir respirar siempre y cuando el polvo del cercano desierto no quisiera danzar alocadamente frente a mi cara. La comida, cordero y más cordero, era tan monótona como desagradable a 50 grados. En Tombuctú llegué a tener alucinaciones, aunque lo cierto es que estar sentada sobre una manta de lana con esas temperaturas era suficiente para provocar hasta delirios. Un compañero, Alex, aprovechando un descanso bajo un toldo, cuando todos agonizábamos, nos reveló un secreto: llevo una lata de berberechos. Los berberechos, como todo el mundo sabe, se suelen servir aderezados con limón o una pizca de vinagre y tal vez el puntito de pimienta negra. En plato o bol, servido a temperatura ambiente, ni muy frescos ni calientes, por supuesto. En Tombuctú, la temperatura ambiente podía derretir un iceberg en segundos, así que ni pensar en cómo estarían los famosos berberechos después de casi tres semanas de viaje.
Sin embargo, se produjo un silencio reverencial. Todos miramos a Alex como quien mira la lluvia tras la sequía. De repente, una lata de berberechos era un mundo de posibilidades. Ni que pensar en que no teníamos tenedores, ni limón, ni pimienta y que nuestros dedos llevaban mucho tiempo sin rozarse con el jabón . La codicia por un berberecho se leía en las miradas inquietas y Alex, de forma muy evidente, se arrepintió de haber hablado bajo los efectos del sopor.
Te preguntarás cuál fue el final de la historia. Todos seguimos intactos, los daños colaterales fueron mínimos, los berberechos se desintegraron en milisegundos y Alex ahora viaja con el imserso, donde dicen que llevan pensión completa y en Benidorm nadie necesita cargar con latas extra.
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