Con frecuencia pasamos por la vida con prisas, con la mirada puesta en el reloj, o en la agenda, o en la infinidad de cosas que debemos hacer para sentirnos en paz con nosotros mismos. Nosotros, los exquisitos occidentales, atareados y complejos, que no somos capaces de desprendernos de las taras que nos ejecutan a diario, muerte lenta e inconsciente. Una de las cosas que he aprendido al viajar es que, quien quiere estar con alguien, está. Sin más. Sin presiones de fechas, calendarios y horarios. Cuándo seremos capaces, pequeños miserables, de soltarnos las amarras y decir que sí, sin pensar en el después. Decir que sí a un tiempo ocupado en cosas placenteras; decir que sí a esa persona que acaba de aparecer por tu vida y te sonríe. Decir que sí al no saber qué vendrá después y qué me importa si solo tengo el ahora.
He tenido el inmenso privilegio de recibir algunos de los regalos más hermosos en los viajes. Llamo regalo, igual que tú, supongo, a aquello que nos llega de improviso, nos complace, nos hace felices y no hemos pedido ni esperado. Y quiero hablar de los regalos impagables que me han hecho a lo largo de estos años. También he de ser sincera: si he recibido, es porque me he dejado. No quiero ni insinuar que me lo merezca, pobre de mí, solo quiero decir que no me niego a compartir esos momentos incalificables que hacen que la vida tenga algo de sentido.
Imaginad un poblado en algún lugar de África, o de Asia, no importa dónde. Las calles son simples caminos de tierra, rojiza y pegajosa. Las casas, barro y paja, no resistirían una tormenta un poco más fuerte. La luz, cuando cae la noche, apenas se adivina entre pequeñas hogueras o lámparas de privilegio en contadas viviendas. Pero escuchas la vida que nace de los rincones y encuentras el canto de una madre que duerme a su hijo, las risas de las ancianas que cuchichean sus secretos innombrables, el golpeteo incesante del martillo sobre la piedra que deberá ser gravilla al amanecer. Olfateas y se abre un mundo de posibilidades: tal vez carne, tal vez algunas hierbas recogidas hace apenas unos minutos, el pescado que sobrevivía heroicamente sobre las hojas de banano y que acaba de expirar. Miras y a la escasa luz te sobreviene el estallido de compañía que te avergüenza cuando lo comparas con nuestra nuclear, aséptica y solitaria vida.
En un pueblo del sur de China, en la provincia de Yunán, escuché las voces ancestrales de unas mujeres cuya edad sería imposible descifrar. En su tradición, las abuelas transmiten a las nietas los cantos que aprendieron a su vez de sus abuelas y que llevan siglos perpetuándose de la misma manera. Los tonos de las canciones que cantaron para unos atónitos, agradecidos y emocionados europeos, emitían recuerdos de los orígenes. Estábamos en una casa, en un pueblo de nombre impronunciable, en medio de montañas infranqueables, sentados en el suelo apenas cinco o seis personas privilegiadas. Ellas, con su dignidad intacta, ropas negras y cabellos decorados, nos miraban y se hacían de rogar. Reían entre sí, como dando a entender que eran las dueñas del momento. Nosotros no nos atrevíamos a respirar, sabiendo que eran las portadoras de una tradición que solo su empeño hacía pervivir.
De pronto, una de ellas, con una expresión pícara en los ojos semi-velados, lanzó un sonido indescriptible. Duró apenas un segundo y nos puso en alerta. A continuación, como si hubieran abierto las puertas de una presa repleta, se desparramó sobre nosotros un torrente de sonidos que subían y bajaban y se escondían y aparecían como si de magia se tratara y todo era el milagro de las voces infinitamente jóvenes de las ancianas infinitamente eternas. No puedo describir los sonidos. Si fuera capaz, mi nombre correría por el mundo como la escritora más perfecta. Ni lo intento, no me atrevo. Tengo mis sentidos atrapados en el cúmulo de instantes: ellas, juguetonas y distantes; sus voces, imposibles y bellas; el entorno de un pueblo anclado en el espacio, pero no en el tiempo. Regalo. De qué otra manera podría catalogarlo.
He tenido el inmenso privilegio de recibir algunos de los regalos más hermosos en los viajes. Llamo regalo, igual que tú, supongo, a aquello que nos llega de improviso, nos complace, nos hace felices y no hemos pedido ni esperado. Y quiero hablar de los regalos impagables que me han hecho a lo largo de estos años. También he de ser sincera: si he recibido, es porque me he dejado. No quiero ni insinuar que me lo merezca, pobre de mí, solo quiero decir que no me niego a compartir esos momentos incalificables que hacen que la vida tenga algo de sentido.
Imaginad un poblado en algún lugar de África, o de Asia, no importa dónde. Las calles son simples caminos de tierra, rojiza y pegajosa. Las casas, barro y paja, no resistirían una tormenta un poco más fuerte. La luz, cuando cae la noche, apenas se adivina entre pequeñas hogueras o lámparas de privilegio en contadas viviendas. Pero escuchas la vida que nace de los rincones y encuentras el canto de una madre que duerme a su hijo, las risas de las ancianas que cuchichean sus secretos innombrables, el golpeteo incesante del martillo sobre la piedra que deberá ser gravilla al amanecer. Olfateas y se abre un mundo de posibilidades: tal vez carne, tal vez algunas hierbas recogidas hace apenas unos minutos, el pescado que sobrevivía heroicamente sobre las hojas de banano y que acaba de expirar. Miras y a la escasa luz te sobreviene el estallido de compañía que te avergüenza cuando lo comparas con nuestra nuclear, aséptica y solitaria vida.
En un pueblo del sur de China, en la provincia de Yunán, escuché las voces ancestrales de unas mujeres cuya edad sería imposible descifrar. En su tradición, las abuelas transmiten a las nietas los cantos que aprendieron a su vez de sus abuelas y que llevan siglos perpetuándose de la misma manera. Los tonos de las canciones que cantaron para unos atónitos, agradecidos y emocionados europeos, emitían recuerdos de los orígenes. Estábamos en una casa, en un pueblo de nombre impronunciable, en medio de montañas infranqueables, sentados en el suelo apenas cinco o seis personas privilegiadas. Ellas, con su dignidad intacta, ropas negras y cabellos decorados, nos miraban y se hacían de rogar. Reían entre sí, como dando a entender que eran las dueñas del momento. Nosotros no nos atrevíamos a respirar, sabiendo que eran las portadoras de una tradición que solo su empeño hacía pervivir.
De pronto, una de ellas, con una expresión pícara en los ojos semi-velados, lanzó un sonido indescriptible. Duró apenas un segundo y nos puso en alerta. A continuación, como si hubieran abierto las puertas de una presa repleta, se desparramó sobre nosotros un torrente de sonidos que subían y bajaban y se escondían y aparecían como si de magia se tratara y todo era el milagro de las voces infinitamente jóvenes de las ancianas infinitamente eternas. No puedo describir los sonidos. Si fuera capaz, mi nombre correría por el mundo como la escritora más perfecta. Ni lo intento, no me atrevo. Tengo mis sentidos atrapados en el cúmulo de instantes: ellas, juguetonas y distantes; sus voces, imposibles y bellas; el entorno de un pueblo anclado en el espacio, pero no en el tiempo. Regalo. De qué otra manera podría catalogarlo.
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