Uno de los mayores placeres que proporciona el viajar consiste en comprobar que fuera de nuestro organizado, aséptico y competitivo entorno la vida transcurre con ritmos diferentes. Nosotros siempre tenemos prisa, el reloj es un compañero inseparable, igual que la ansiedad por llegar a todo y la angustia al constatar que, ni aun así, resolvemos apenas nada. En otros lugares, la gente tiene tiempo de hablar, sonreír y saludarse. En algunos rincones de África es frecuente observar a personas que se encuentran y que inician un largo ritual de saludos donde se repasa a todos los miembros de la familia, incluidos los animales: ¿está bien tu padre?, ¿y tu madre?, ¿y los hijos?, y así siguen con la esposa o el marido, los parientes más o menos próximos, las nuevas crías nacidas en el establo. Yo me quedaba fascinada cada vez que tenía ocasión de ver algo así. Al mismo tiempo, se cogen de las manos, las mueven arriba y abajo, se "besan" las mejillas, aunque más bien es como un ligero olisqueo. Quiero decir con esto que dedicar esa intensidad al saludo es una muestra no sólo de respeto por el otro, sino también de dedicación a las personas: no hay prisa cuando se trata de saber de ti.
Un elemento que me parece enormemente diferencial entre nuestro mundo y la riqueza de los otros tiene que ver con los niños. ¿Cómo son nuestros niños? En general, y salvando las excepciones honrosas que haberlas haylas, los niños occidentales -españoles- son caprichosos, egoístas, parecen haber llegado a la cima de la suficiencia a una edad en la que ni siquiera saben quiénes son. Probemos a ofrecer a uno de nuestros niños como regalo de cumpleaños una cometa fabricada con material reciclado, un paseo por la montaña o la visita a una exposición interesante. Probablemente te fulminarán con la mirada o, más habitual, te dirán que te estás quedando con ellos y que venga con el regalo de verdad. Es difícil encontrar niños que no hayan sido ya atrapados por los videojuegos, la moda en el peinado, la ropa uniformadora de tendencias, el aburrimiento de las tardes repetidas sin alicientes que les despierten.
En todos mis viajes por Asia y África he tenido la fortuna y la emoción de conocer a niños que me han ofrecido un poco de su tiempo y de su compañía. Todos ellos, sin excepción, disfrutaban con unos juegos improvisados, con canciones que no entendían, pero que les hacían bailar. Todos me acompañaban con la excitación de la novedad; supongo que pensarían en quién sería esa extranjera medio loca, cargada con una cámara, alejada de sus compañeros y que se mete en nuestras casas y nos hace reír. He encontrado en esos niños el placer de la inocencia, de jugar en la calle y hacer amigos, de compartir lo poco que haya. He visto fabricar cochecitos con botellas de plástico y ruedas recortadas de pedazos de madera; he visto decenas de pies descalzos bailar para mí, mientras yo no me podía creer protagonista de tal privilegio.
Desearía poder hacer un homenaje y agradecer lo que todos ellos me han dado. Es más que difícil recuperarlos, fuera de mis recuerdos. Algunos me han dejado huella indeleble. Todos me han ofrecido parte de sí mismos como un regalo que ni siquiera sabrán nunca que me han dado. ¿Ello nos hace olvidar sus ropas raídas, cuando las hay, sus cuerpos sucios y a menudo enfermos, sus escasas posibilidades de conseguir que sus propios hijos vayan a mejorar de condición? Jamás: olvidarlo sería la mayor de las traiciones.
Y de nuevo me siento impotente para expresarme: qué pobreza de palabras en comparación con la riqueza de vivencias que he querido contar.
Un elemento que me parece enormemente diferencial entre nuestro mundo y la riqueza de los otros tiene que ver con los niños. ¿Cómo son nuestros niños? En general, y salvando las excepciones honrosas que haberlas haylas, los niños occidentales -españoles- son caprichosos, egoístas, parecen haber llegado a la cima de la suficiencia a una edad en la que ni siquiera saben quiénes son. Probemos a ofrecer a uno de nuestros niños como regalo de cumpleaños una cometa fabricada con material reciclado, un paseo por la montaña o la visita a una exposición interesante. Probablemente te fulminarán con la mirada o, más habitual, te dirán que te estás quedando con ellos y que venga con el regalo de verdad. Es difícil encontrar niños que no hayan sido ya atrapados por los videojuegos, la moda en el peinado, la ropa uniformadora de tendencias, el aburrimiento de las tardes repetidas sin alicientes que les despierten.
En todos mis viajes por Asia y África he tenido la fortuna y la emoción de conocer a niños que me han ofrecido un poco de su tiempo y de su compañía. Todos ellos, sin excepción, disfrutaban con unos juegos improvisados, con canciones que no entendían, pero que les hacían bailar. Todos me acompañaban con la excitación de la novedad; supongo que pensarían en quién sería esa extranjera medio loca, cargada con una cámara, alejada de sus compañeros y que se mete en nuestras casas y nos hace reír. He encontrado en esos niños el placer de la inocencia, de jugar en la calle y hacer amigos, de compartir lo poco que haya. He visto fabricar cochecitos con botellas de plástico y ruedas recortadas de pedazos de madera; he visto decenas de pies descalzos bailar para mí, mientras yo no me podía creer protagonista de tal privilegio.
Desearía poder hacer un homenaje y agradecer lo que todos ellos me han dado. Es más que difícil recuperarlos, fuera de mis recuerdos. Algunos me han dejado huella indeleble. Todos me han ofrecido parte de sí mismos como un regalo que ni siquiera sabrán nunca que me han dado. ¿Ello nos hace olvidar sus ropas raídas, cuando las hay, sus cuerpos sucios y a menudo enfermos, sus escasas posibilidades de conseguir que sus propios hijos vayan a mejorar de condición? Jamás: olvidarlo sería la mayor de las traiciones.
Y de nuevo me siento impotente para expresarme: qué pobreza de palabras en comparación con la riqueza de vivencias que he querido contar.
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