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12/4/08

Países islámicos, 3: Siria

Siria es uno de los países que recomiendo encarecidamente para visitar. Hace tiempo que los salvadores de la humanidad, es decir, Estados Unidos y su política paternalista y avasalladora, incluyeron a Siria en el denominado “eje del mal”. Era una manera de marcar diferencias entre la supuesta bondad moral de unos y la maldad permanente y manifiesta de los musulmanes. Nada más lejos de la realidad.

Siria no es sólo un país repleto de monumentos históricos y lugares de inmensa belleza estética, sino también (y quizás por encima de todo) uno de los países más acogedores, hospitalarios y amables del mundo. Es difícil, por no decir imposible, sentirse extraño en sus calles y en sus pueblos, en sus ciudades y en sus mercados, incluso en sus mezquitas. Quiero reflejar algunas de las experiencias vividas allí y me gustaría especialmente poder transmitir la calidez de sus habitantes.

Damasco es una ciudad mixta. Se mezclan en ella la evidente presencia y dominación musulmana con la vida de la amplia comunidad cristiana. En Siria hay una curiosa simbiosis de religiones. El país es musulmán, pero convive en armonía con el cristianismo. El respeto del islam por las religiones del libro se hace patente de manera evidente en este lugar. Hay un barrio cristiano, con iglesias y tradiciones propias, en medio del bullicio islámico del conjunto urbano. Los días que coinciden con las fiestas religiosas cristianas, como la semana santa, el barrio cristiano se llena de música y procesiones, seguidas con el máximo respeto por la comunidad musulmana. ¿Podríamos decir lo mismo nosotros, si los musulmanes de nuestra ciudad decidieran celebrar públicamente sus fiestas?

La mezquita Omeya es uno de los grandes atractivos de Damasco, junto con el zoco y los rincones de la ciudad antigua. La mezquita es grande, profusamente decorada, pero con elegancia. Alfombras de hermoso trazado cubren todo el suelo, los mausoleos son de mármol y los mihrab de madera labrada. Como en todo el mundo musulmán, la mezquita no es solamente un lugar de culto, sino también de encuentro y diálogo. Pudimos entrar con total libertad por todo el recinto, observando, eso sí, la obligación de cubrirse el cabello las mujeres y descalzarnos a la entrada. Las gentes nos miran con curiosidad inocente, nos saludan con la vista y la sonrisa, algunos levantan la mano en señal de amistad. Nadie nos pone trabas a compartir su culto. Por el contrario, parece gustar nuestro interés y nuestro respeto por su religión. La grandiosidad de la mezquita me sigue por todos los rincones del recinto. Sin duda, el inmenso espacio queda muy favorecido por la decoración refinada, por las alfombras preciosas y por los murmullos suaves de los rezos y las conversaciones. Como siempre, el grito de llamada del almuédano me impacta. Es una cacofonía coral que se mezcla con el caos de vehículos, gente y animales de las calles. Me resulta especialmente sobrecogedora cuando cae la noche y las últimas luces se van apagando con las voces de la llamada a la plegaria.

Los zocos árabes son todos ellos interesantes. Es la vida en directo, las compras y transacciones de la gente en su vida cotidiana. Se mezclan al mismo tiempo ruidos, olores, colores y formas, ropajes en movimientos de las mujeres, bigotes y barbas de los hombres, risas y saludos, intercambio de dinero y de productos y todo a la vez es como una sinfonía fantástica de expresión vital. Si tienes interés en comprar algo, debes ir preparado para el regateo. No hacerlo les deja perplejos, como si fuéramos marcianos en medio del mercado. Regatear es una forma de convivir. No debemos hacerlo con prepotencia, ni con alardes de dinero. Por el contrario, la amabilidad y el respeto por el otro convierten las compras en el zoco en un maravilloso proceso de comunicación. Hay muchas tiendas en los distintos barrios que ofrecen productos de artesanía locales, a cuál más hermoso. Caminar sin prisa por los rincones de la ciudad, entrando y saliendo de las estrecheces de los callejones y de las tiendecitas es un placer en sí mismo. Recuerdo en concreto una de ellas. Su dueño, amable en extremo, nos ofreció bebidas y descanso. Al no aceptar más que un refresco compartido, nos preparó una bolsa con el resto para el camino, por si lo necesitábamos más tarde. No recuerdo ni un solo lugar europeo donde me haya ocurrido algo semejante.

Comer en Siria es otro de los placeres del viaje por aquellas tierras. La comida siria se compone de varios platos, empezando siempre por los mezze, los entrantes, el humus (hecho con garbanzos), el muhtabal (elaborado con berenjena), las ensaladas. Después, pollo y cordero, combinados con verduras, son las comidas principales. También se pueden probar diversos shwarma, algunos especialmente deliciosos. Los shwarma son una especie de “bocadillos” de tiras de carne cortada, acompañada de verduras y salsa, envueltos en pan de pita, fáciles de llevar para comer por la calle. En las zonas costeras, el pescado a la brasa es delicioso.

Fuera de Damasco encontramos lugares de interés histórico y artístico impresionantes. Ugarit es un recinto arqueológico cerca de la costa mediterránea. Fue allí donde se encontró una tablilla de arcilla en la que aparecía por primera vez un alfabeto completo con sonido asociado a las letras. Era, pues, el primero no pictográfico; por tanto, los sonidos asociados a las letras sustituyen los dibujos representativos de escenas y conceptos. Parece tan fácil para nosotros aprender a leer y reproducir los sonidos formando combinaciones articuladas, que no nos paramos a pensar cuánto costaría aquel primer esfuerzo para dotar a las generaciones posteriores de un arma potente y eficaz. Dice el poeta que la poesía es un arma cargada de futuro. Cuánto mayor es el valor de estas palabras si pensamos en cómo empezó todo. Aquí, en Ugarit, sentada en una fría piedra, miro en torno y me emociona sentirme heredera de aquellos desconocidos que me regalaron un arma cargada de futuro.

¿Y qué decir de Apamea, la Afamia musulmana? La impresión que recibí al llegar todavía no me ha abandonado, tal vez porque no esperaba encontrar en medio de la nada los restos de lo que debió ser una impresionante ciudad, pletórica de empuje y de riqueza. Apamea, al sur de Alepo, tiene un cardo (eje que recorría las ciudades romanas de norte a sur y que, junto con el decumano –de este a oeste- articulaba la estructura urbana) de casi dos kilómetros de largo y unos treinta y seis metros de anchura. Esta avenida está jalonada de columnas, unas lisas y otras estriadas, coronadas con capiteles corintios. En el centro de la vía hay una columna votiva. En los laterales, las estructuras de lo que fueron los comercios y las casas. Al pasear por todo el largo de este cardo, va cayendo la tarde, las luces cambian y las imágenes se enriquecen. Ahora que el sol desaparece poco a poco, la ciudad romana parece volver a la vida. Paseo en silencio y, de repente, rompe el silencio la llamada a la oración desde una población cercana. Siento un impacto difícil de describir. En medio de una ciudad de la antigua Roma, majestuosa y racional, con la luz del día a punto de apagarse por completo, escucho el grito acompasado de la mística referencia al dios de los musulmanes. La combinación me deja sin palabras, sin ideas ni pensamientos. Todo mi ser se convierte en emoción y en sentimiento. El canto del almuédano sobre la ciudad romana me parece una constatación de lo efímero de los hechos humanos y del empeño por mantener la hegemonía de la propia cultura. El efecto es mágico y sobrecogedor a la vez.

Hay otros importantes recintos arqueológicos diseminados por toda Siria, entre los que destacan Russafa, Dura Europos, Mari y Deir es-Zur, además del impresionante Crac de los Caballeros, el más famoso castillo de los cruzados. Pero, sin duda, es Palmira, la ciudad de la reina Zenobia en el desierto, la más conocida y admirada de todos ellos. Es difícil decir algo más de la antigua Palmira, si no se ha estado allí. Hay que caminar bajo la sombra de sus columnas, entrar en el templo de Bel, recorrer sus rincones y sentir los escalofríos de la emoción y del tiempo antiguo que permanece. Difícil expresar la noche bajo las estructuras romanas que tan orgullosas permanecen en pie, y difícil también describir el amanecer en medio del desierto, cuando el sol que nace va dejando entrever la inmensidad, la riqueza y la belleza del lugar. En Palmira hay tumbas subterráneas y torres funerarias, un enorme teatro, un castillo árabe y diversos templos, el más completo e impresionante, el templo de Bel. Aunque no es la única maravilla de Siria, no cabe duda que su visita es imprescindible para entender el pasado del país.

Además de Damasco, otra de las interesantes ciudades es Alepo, al norte. Alepo es la ciudad más comercial de Siria. Tiene uno de los más interesantes bazares de oriente medio, cubierto en su mayor parte. Las tiendas de objetos variados se mezclan con las carnicerías, donde se sacrifican los corderos, convirtiendo los suelos en pantanos de sangre. Los empleados nos invitan a acompañarlos en su tarea, lo cual significa para mí una forma más de comprender cómo se vive en otros lugares. El sacrificio de los animales debe seguir un ritual: la orientación a la Mecca, ciudad santa del islam hacia donde se dirigen también los rezos, y el desangrado completo. No encuentro suciedad ni me repele la vista. Tal vez sea porque me siento partícipe de una tradición que nunca he podido compartir en mi propia tierra. En Alepo hay también una impresionante ciudadela y la hermosa mezquita omeya. Además, caravansares (lugares de reposo de las antiguas caravanas que hacían las rutas comerciales) medio ocultos en patios interiores, calles de tortuoso trazado, edificios de otros tiempos donde bailan los derviches sufíes.

A 40 kilómetros de la ciudad de Alepo se encuentra el monasterio de san Simeón, llamado Estilita porque pasó 40 años subido a una columna desde la que lanzaba sus proclamas y su absurda misoginia. En torno a esa columna, apenas un pedazo de roca de la que hemos de creer –nosotros los incrédulos- que fue hogar de un chiflado, se construyó una espléndida basílica bizantina en el siglo V. En un día radiante de luz me sorprendo de la inmensa belleza del monumento, que destaca más por el momento en que fue edificado cuando en Europa aún no sospechaban el románico. El trazado es impecable, las dependencias rotundas, las filigranas en piedra dignas de un mago. Faltaban siglos para que los europeos aprendiéramos a tallar la roca y darle una apariencia digna de ser conservada y visitada. Paseo por los rincones, entro y salgo por los arcos tallados, me recuesto en sus paredes para observar cómo avanza el día y sintiendo que algo de esa historia es también mi historia.
Releo lo escrito y en todas mis palabras no encuentro ni trazas de lo que realmente quería decir. No me refiero con ello a que no quisiera poner de manifiesto que Siria es un hermoso lugar, lleno de encanto y de sitios para visitar. Pero no he podido transmitir que de todas las maravillas que el país nos ofrece, la mayor y mejor son sus gentes. Es un país de enorme calidad humana, de gran respeto por los demás, de armonía y sinceridad en su contacto con los que llegan de fuera. Cuando escucho las noticias y hablan del peligro que supone Siria (entre otros países) para la paz mundial, no puedo por menos que reír con un asomo de tristeza. Quién, de entre los iluminados salvadores, ha estado allí y ha sido recibido con alegría. Quién, de entre los asustados occidentales, ha sido tratado con amabilidad y ha sido acogido como al huésped respetado y querido. Quién ha vivido la experiencia impagable de no sentirse extranjero fuera de su casa. Quién, por fin, de nosotros, haría lo mismo con los que llegan de otros lugares. Si de algo me sirve viajar, es para sentir que el mundo es mucho más pequeño, y más rico, de lo que pensamos. Más allá de nuestras cuatro paredes seguras y firmes hay vida intensa, menos preocupada por cerrar las puertas, más interesada en abrir caminos y compartir lo que haya, por poco o insignificante que parezca. Soy consciente del privilegio. Ojalá nunca lo olvide
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1/4/08

Países islámicos, 2: Irán

Las mujeres tienen su lugar en la casa, como dueñas del culto a la familia. Pero fuera del hogar deben cubrir sus capacidades con las telas oscuras y deben someter sus oportunidades a los deseos masculinos, ejercidos en nombre de una imposición supuestamente sagrada. En el mausoleo de Qazvin, se constata de nuevo que son las mujeres quienes tienen el poder de la comunicación, aunque no hablemos el mismo idioma. Sonríen abiertamente y ofrecen a sus hijos para ser besados. Agradecen cada pequeña muestra de interés por ellas, porque sienten que así se las considera, se las hace existir.

Lo mejor de este país no es su historia y su cultura. Por muchos monumentos grandiosos del pasado, por maravillosos que sean sus paisajes, lo mejor sin duda es la gente. Son acogedores y amables, siempre ansiosos por hablar con extranjeros y por conocer qué vida se vive más allá de sus fronteras. Tal vez sea para ellos un hálito de esperanza saber que otros viven sin velos negros, físicos y morales, sin represión brutal contra los deseos que la naturaleza impone, sin el miedo a ser controlado en cuerpo y alma. Irán es un mundo de mujeres, aunque pueda parecer lo contrario. Su vida está oculta bajo ropajes que disimulan su cuerpo y su belleza, pero es una vida rica en sensaciones, en aspiraciones y en comunicación no verbal. Qué hermosos ojos, qué bellísimas son cuando sonríen, cuando apartan brevemente el velo de su cabeza con la excusa de colocarlo mejor.
Se dice que los kurdos constituyen el pueblo sin estado más numeroso del mundo. El kurdistán iraní es territorio de gran dureza física: montañas abruptas, desolación, aislamiento. Los kurdos son como el lugar en que viven, fuertes y duros. Sin embargo, sus ropas son coloridas y sus rostros expresan placidez. Los pueblos kurdos son de adobe y se encaraman en las faldas de los montes o se extienden por las llanuras desiertas. Junto a las casas se acumula el heno para el ganado en formas estéticamente dispuestas. También se apilan los excrementos del ganado, pastados como tortas de barro, para servir de combustible barato y eficaz en los hogares.
Las mujeres y los hombres se dejan fotografiar con alegría de niños. Las mujeres visten a sus hijos, que corretean desnudos, para que en las fotografías de los extranjeros se vean sus mejores ropas. Les limpian las caras sucias de polvo y les peinan con los dedos los cabellos desbaratados. Muestran su vida cotidiana, el trabajo del campo, el lavado en el río. Se arreglan con coquetería ellas y con arrogancia ellos, se aproximan con inocencia sin guardar ese espacio personal del que tan celosos nos mostramos los occidentales.
Mashad es una de las ciudades sagradas de Irán y lugar especial de culto musulmán para los chiís del mundo. El mausoleo del imam Reza acoge a miles de peregrinos que desatan su fervor y su histeria frente a la tumba santa. Es una catarsis colectiva en la que se da rienda suelta al desahogo frenético en nombre de una creencia. Pero yo siento que detrás del fervor religioso hay muchas voces que gritan el nombre del santo porque no pueden gritar libertad. Al menos, quiero creer que así es, en la esperanza de que este país salga algún día del pozo oscuro de la teocracia.
El lugar donde está el mausoleo es un espacio inmenso, ricamente decorado. La plaza central puede acoger a miles de fieles que, en las horas del rezo, ofrecen un espectáculo grandioso y sobrecogedor. El mausoleo propiamente dicho está en el centro del complejo. Los fieles entran en tropel, provocando escenas dantescas: se empujan intentan llegar hasta la tumba para tocarla y pedir favores, rendir cuentas o agradecer dones. Predomina el color negro del obligado chador. Qué difícil es de llevar sin que se caiga una y otra vez, dejando al descubierto el peligroso cabello femenino. Ellas tienen una práctica envidiable. Yo peleo con la tela y pierdo la batalla. Cómo impresiona el color negro destacando sobre la magnificencia luminosa del entorno, los reflejos de los cristales de colores y las alfombras mullidas del suelo. Me viene a la mente un pensamiento simbólico: el negro es la mujer, el lujo es el hombre.
El fanatismo religioso es una fuerza poderosa e incontrolada. Pero se confirma una vez más que no hay religión que soporte un ataque racional. Los dos mundos, empírico y trascendente, pertenecen a ambos lados de un abismo insalvable. Dicen los mulás que la diferencia entre imam y ayatola está en que a los primeros los elige dios y a los segundos los hombres. Sobran explicaciones.
La ciudad santa es un hervidero de gente, a cualquier hora del día. Causa un fuerte impacto ver a cientos de personas a la vez empujándose por llegar a la tumba del santo, o sentadas en el suelo leyendo y recitando el corán, o en apretadas filas de sexos separados inclinándose a la vez tras atender a la llamada del almuédano. Para los occidentales, la rigidez del islam no es grata. Esta religión, que se considera a sí misma la última y, por tanto, la verdadera, resulta imponente cuando se observa en directo. A mí me genera muchas preguntas y muchos pensamientos. La crítica filosófica no basta, sin embargo, para sumergirse en la piel del creyente y sentir lo que sienten. Como mucho, puedo reflexionar sobre lo que veo, colocarlo en el lugar del concepto adecuado y esperar no equivocarme demasiado.
Me sorprende la limpieza de las calles de Irán. No hay suciedad acumulada y no se ve miseria ni mendigos. No sé en qué medida contribuye a la ausencia de pobreza las sempiternas huchas azules y amarillas que hay por todas partes y que recogen la obligada limosna que impone el islam. Tal vez el gobierno use parte del dinero del petróleo para paliar las necesidades económicas de una sociedad que no se rebela, porque está alimentada. ¿Qué ocurriría si pasaran hambre y la religión no les pudiera alimentar? Más allá de llenar sus mentes, les llena los estómagos y los adormece. Los hombres y las mujeres se quejan del paro, de los escasos recursos para obtener un trabajo acorde con la cualificación universitaria que muchos poseen.

En el pasado de Irán hay culturas ajenas o divergentes con respecto al islam. El culto del fuego de los zoroástricos, el sufismo, las dinastías aqueménida, sasánida... En la actualidad se muestra todo este pasado como prueba de tolerancia hacia la herencia cultural. Es más fácil ser de otra religión que ser ateo. Los ateos son antinaturales, dijo el sheik Sayid, y la mujer es inferior porque lo dice el corán. Amén.
Vuelvo una y otra vez a pensar en las personas que he conocido. Niñas que me regalan perfume, mujer que me regala dulces, hombre que me regala conversación, gentes de todo tipo que me dan algo de sí mismos y de su tiempo: unas palabras, unas ideas, unas sonrisas. Hay tanta sonrisa guardada bajo el velo que creo que estalla cuando las extranjeras miramos para que no se pudra por no usar. Y para mí esas imágenes de personas que ofrecen parte de su ser a través de los labios es un recuerdo hermoso, estimulante, alentador en medio de estos días de emociones enfrentadas.

Persépolis y el calor son una misma cosa. Magníficos restos arqueológicos de un pasado glorioso, relieves, figuras, espacios... y gente, mujeres de negro y hombres en blanco y negro. Ganas de hablar, de expresarse, de transmitirnos que son felices o que saben cómo se puede alcanzar esa quimera a la que llamamos felicidad. Cuando hemos expresado nuestras dudas europeas a las mujeres iraníes, muchas de ellas nos han querido convencer de que se sienten bien, que el chador las protege, las purifica y las convierte en dignas de ser elegidas para el matrimonio. Yo tiemblo ante este panorama. Me asusta la dignidad del velo, la mentira de la salvaguarda del velo, la sumisión del velo. Islam significa, precisamente, sumisión. Pero es tan injusta la diferencia de géneros en este concepto, es tan falsa, tan aterradora la distancia entre el hombre sumiso y la mujer sumisa. Ellos, con su vida pública, sus prostitutas legales, su poder. Ellas, reuniendo fuerzas para asegurarse su parcela en el hogar, compitiendo con su propia dignidad, tal vez avergonzadas de sus propias mentiras.

Isfahan fue llamada “la mitad del mundo”. Es hermosa esta ciudad, sigue siendo cierta la expresión con que fue conocida, si atendemos a las bellezas que contiene. Sin embargo, debemos considerar la belleza en términos generales. No es Irán un país que deslumbre por la cantidad y cualidad de elementos bellos. Pero sí deslumbra por sus contradicciones, por sus jardines repletos de personas de día y de noche, haciendo vida al aire libre e invitando a compartirla. Estremece de satisfacción caminar sin dejar de saludar, sin dar opción a sentirse solo, sin que en algún momento hayas tenido ocasión para pensar en lo que dejas atrás (y que te seguirá esperando al regreso). Las dudas existenciales de un joven me permiten reflexionar sobre las creencias que yo no tengo, los sentimientos que yo no siento y la liberación que ello me supone.

Países islámicos, 1.

En los últimos años estamos viviendo una creciente preocupación por las noticias que nos llegan desde los países islámicos. Hago hincapié en la expresión “noticias que nos llegan”, porque a menudo la información obedece a intereses que se alejan de la realidad. Gran parte de esas noticias o esas informaciones nos muestran una imagen dramática, tremendista y hostil de aquellos lugares. Cierto es que el mundo musulmán, en manos de dirigentes extremistas, ofrece motivos para la reflexión y el miedo. Pero no es, ni mucho menos, la única perspectiva que podemos encontrar. Yo tengo otra y quiero presentarla. No pretendo hacer análisis político o social. Sólo intento contar mis experiencias y mis vivencias en algunos de los países que he visitado.

Los musulmanes tienen como norma la hospitalidad, forma parte de su manera de ser. Es muy difícil sentirse excluido en un entorno en el que las personas sienten la necesidad de ayudar y compartir lo que poseen con todos los que llegan a su puerta, sean o no de sus mismas creencias. Despreciable es, sin duda, la exclusión de las mujeres de la vida pública y los atentados a su dignidad y a sus derechos. Esta es la norma general, pero incluso en ella podemos encontrar matices. Las mujeres “mandan” en el hogar. Tal vez mandar sea un término excesivo, aunque no se me ocurre otro mejor para describir la preponderancia de sus acciones en la vida privada. Por otra parte, el mundo femenino es extremadamente rico y cálido. Ser mujer extranjera en un país islámico implica tener las puertas abiertas a participar de vivencias exclusivas: los baños, la música, las actividades del hogar, las sonrisas, las caricias amistosas y las confidencias. No quiero negar con ello la posibilidad de contactar con los hombres; sólo destaco la proximidad humana que las mujeres ofrecen a otras mujeres.

He viajado por algunos países islámicos y en todos he experimentado lo mismo. En Irán, que a ojos externos pasa por ser un lugar negro, cerrado, oculto y siniestro, era imposible no hablar con todos aquellos que chapurrearan un poco de inglés. Los jóvenes de ambos sexos especialmente intentaban, a través de las breves conversaciones, saber qué hay fuera de su país y, sobre todo, qué pensamos de ellos. Muchas veces me he encontrado con la expresión anhelante de personas que me decían: “por favor, cuenta lo que has visto, habla de nosotros, no nos dejéis solos”. Recuerdo que en mi primer día en Teherán subimos al ‘metro’ para desplazarnos hasta el mausoleo de Jomeini. Éramos varios hombres y mujeres españoles y debíamos montar en vagones separados. Las mujeres, a pesar de vestir como se nos exigía –blusones largos que cubrieran nuestras formas femeninas y pañuelo en la cabeza–, llevábamos ropas multicolores. En el vagón del metro predominaba el color negro de los chadores, ocultando los cuerpos y las cabelleras. Al subir al vagón, hablando en voz alta y riendo como niñas, miramos a nuestro alrededor, sorprendidas del silencio reinante. Lo cierto es que parecíamos elefantes en una cacharrería. Reprimimos un poco nuestra alegría y comenzamos a observar. Poco a poco, las mujeres nos devolvían la mirada, tímidamente al principio, abiertamente después. En pocos minutos se había instalado una corriente de simpatía mutua. Muchas de ellas nos sonreían, otras nos saludaban inclinando ligeramente la cabeza. Algunas, incluso, nos mostraban a sus hijos. No pasó mucho tiempo antes de que empezáramos a saludar, a coger a los pequeños y hacerles carantoñas, que sus madres celebraban con orgullo. Las más jóvenes nos saludaban en su escaso inglés, las mayores pedían a las jóvenes que nos preguntaran cosas. Nos dimos la mano, reímos con ellas de cualquier gesto simpático que alguien hiciera, nos mirábamos a los ojos reconociéndonos y compartiendo afecto. Aun ahora, al recordar aquel viaje en metro, me emociono, porque fue el principio de un conjunto de vivencias similares en el país que llaman de los tres tesoros negros: el caviar, el petróleo y la mujer.

11/3/08

El rostro más bello del mundo

India es mucho más que un país. Es un espacio enorme que parece existir en un tiempo distinto al nuestro. Su ritmo es pausado y frenético a la vez. En las calles de sus ciudades se unen los vehículos a motor, cargados de combustible adulterado, que van dejando un humo negro y asfixiante, con las vacas lentas, dueñas de cada rincón. Las gentes parecen adaptarse a cada instante, corriendo o refrenando su paso, según se encuentren ante un animal sagrado o una máquina veloz.

India no deja indiferente: o enamora o asquea. A mí me enamoró. Nunca he sentido como allí la elegancia en el andar de las mujeres, ataviadas con saris y cargadas de abalorios. Incluso para trabajar en el campo llevan consigo todas sus pertenencias de plata y, ocasionalmente, oro. Esos objetos por lo general fueron obtenidos al contraer matrimonio y representan el poder económico de la familia, propia o política, formalizada en la dote. Las mujeres son, decía, elegantes. Tienen una belleza que está más allá de los cánones impuestos por modas o estilos mediáticos. Su elegancia está en el modo como se mueven al compás del viento, haciendo ondular las telas de mil colores con las que se cubren. A menudo van cargadas con fardos, cántaros de agua, leña o ladrillos de construcción. Aun así, su movimiento resulta hipnótico, acogedor, estremecedor. No puede decirse lo mismo de los hombres. Ellos no transmiten sino apatía, dejadez, insuficiencia. Tal vez haría la excepción con los sijs, que conservan una prestancia heredada de tiempos pasados y que mantienen sus tradiciones con el mismo celo con que tapan sus largos cabellos bajo el turbante.

De India se pueden referir miles de anécdotas y todas estarán vinculadas a imágenes: el Taj Mahal, cuyo color cambia a medida que cambia también el cielo; las ciudades antiguas, donde predominan los rojos de la tierra y los blancos del mármol con que fueron edificadas; el verde exhuberante de los campos y la inmensidad sobrecogedora de las montañas... Pero de las muchas imágenes que conservo de aquel viaje, hay una fija en mi memoria que para mí representa la esencia del país: el rostro más bello del mundo. Está vinculado a la madre Ganga, el Ganges, río sagrado por excelencia, y a Benarés (Varanasi), ciudad mucho más que santa. En la creencia de los hindúes, morir en Benarés significa liberarse de los círculos de reencarnaciones, por lo que la ciudad está plagada de enfermos, moribundos, mutilados y leprosos. Es también la ciudad donde más culto público se rinde a la muerte y a los ritos que la acompañan. En los crematorios junto al río se preparan los cadáveres para que su tránsito a la otra vida ocurra en la pureza requerida. Algunos muertos pueden lanzarse al agua sin más; otros deben ser quemados previamente, tras haber sido lavados, ungidos, envueltos en telas blancas y cubiertos de flores.

Ni siquiera la experiencia de los crematorios me impresionó tanto como la imagen de aquella mujer de noche junto al Ganges. Se celebraba una ceremonia en la que el fuego era el protagonista. La noche india, cálida y húmeda, se ofrecía al fuego ritual para rendir homenaje, uno más, a la madre Ganga. Los devotos, los creyentes, los convencidos de la religión hindú inclinaban sus cabezas para seguir paso a paso los momentos de ofrenda que el brahman oficiaba. Los incrédulos o descreídos, no sé muy bien, los que llegamos con la curiosidad del extraño al que se le permite compartir esos instantes de unión con lo sagrado de otras culturas, observábamos en el más respetuoso silencio cada uno de los movimientos del oficiante. La luz que emanaba del fuego iluminaba los rincones de aquel espacio junto al río. Los miles de aromas de especias, humedad y muerte se entrelazaban en una danza extraña y subyugadora.
Yo estaba atrapada por el momento. Mi mirada perseguía tanto las curvaturas del fuego como la expresión de quienes me rodeaban. De pronto, me fijé en ella. Tendría 70, 80, 90 años, o menos, o más, era imposible saber. Se había sentado con las piernas cruzadas, un poco alejada de todos los demás, y miraba fijamente hacia la negrura del río. Sus ropas eran de un blanco inmaculado, vaporoso y frágil, agitadas levemente por la brisa. Había descansado sus brazos en actitud de reposo sobre las piernas y todo su aspecto era de determinación. Me dio la impresión de que no necesitaba nada del mundo, que ya lo había soportado todo y que nada le quedaba por aguardar. Pensé que no había ser en la tierra más fiel a la divinidad que aquella mujer. Parecía entregada por entero a la ceremonia, aunque sin hacerlo plenamente, como si un brahman invisible le transmitiera, sólo a ella, los secretos del oficio.
De su cuerpo pequeño emanaba sensación de serenidad y pena. No se movía, no interrumpía su mirada objeto o sonido alguno. Era ella y el río, pese a estar rodeada por un grupo numeroso de personas. Me atrapó. No dejaba de mirarla, mientras los cánticos del ritual sonaban y sonaban acompasados. Quise pensar en quién podía ser, cuál sería su historia y de dónde nacería la intensidad de su mirada y la profundidad de su amargura. Supe, no sé cómo, que estaba sola consigo misma y que no le importaba nada que no fuera fundirse con el río. En un momento determinado, observé con atención su rostro. Había en él tantas arrugas como días de su vida, tantos surcos como instantes pasados, tanta dulzura que hacía llorar. Miré su rostro fijamente sin importarme que se diera cuenta y sin atender ya a la exótica ceremonia que se desarrollaba ante mí. No escuchaba ya más sonido que el del río y el de su respiración. No miraba más que el río oscuro y su rostro. Y cuanto más la observaba no pude dejar de pensar que el suyo era, sin duda, el rostro más bello del mundo.




10/3/08

Inicio: por qué viajar es una recompensa

Vivimos en un mundo muy pequeño, encerrados entre las cuatro paredes de nuestras obligaciones y nuestros miedos. Apenas nos atrevemos a abrir la mente a otras formas de entender la relación con nosotros mismos, con los demás y con el entorno. Vivimos con prisa y con recelos, mirando el reloj antes de dar un paso o concertar una cita, atentos a nuestras agendas para ver si nos queda espacio en el que ubicar unas horas con alguna persona querida. Es el mundo que nos corresponde, estamos acostumbrados a esta manera de actuar, cumplimos nuestros roles y hasta somos capaces de etiquetarnos como felices. Pero a veces nos asomamos a nuestra forma de vida y no la encontramos perfecta, ni siquiera agradable. Y entonces, tal vez sólo entonces, decidimos mirar a otro lado y nos encontramos con los demás.

Definimos como diferente al que no piensa, viste, vive, come, se divierte o ama como lo hacemos nosotros y los miramos con aprensión y dudas. Y, sin embargo, cuánto aprenderíamos de observar y de convivir con los que no sienten y razonan de la misma manera. Éste es mi punto de partida: ¿qué ocurriría si me decidiera a conocer fórmulas alternativas de estar en el mundo? Hace tiempo decidí probar y la experiencia, además de enriquecedora, ha resultado ser mi propia definición.
Decidí, pues, viajar. No puedo decir que sea viajera, soy solamente una "turista", una mujer occidental que sale de casa con un billete de ida y vuelta. Porque yo quiero volver. Una de las decisiones que tomé es poder compartir lo que yo vivo con las personas de mi entorno. No quiero permanecer en otros lugares, no quiero escapar de nada, no siento la necesidad de perderme y experimentar para encontrarme a mí misma. Tan solo pretendo aprender de los que no viven como yo, aunque sea en pequeñas dosis, en momentos puntuales del año, de cada año, para después poderlo recordar, hacer mío y transmitir.
Cuando me preguntan qué es lo que busco en esos viajes, suelo contestar que, más que buscar, encuentro. Las personas no somos iguales en todas partes, porque nuestras necesidades, deseos y aspiraciones tampoco lo son. Yo me encuentro con gentes y con paisajes, vivencias, colores, aromas y sonidos, experiencias vitales en cualquier caso que me sacan de la rutina, de mi estrechez occidental y me permiten relativizar y ampliar mi mente.
Encuentro, más que busco. Me encuentro con personas que sonríen, que desean hablar conmigo, que curiosean mi ropa, mi piel y mi pelo. Me encuentro ante lugares hermosos y monumentos que han dejado su huella en la historia. Encuentro experiencias que no viviría de haberme quedado en mi lugar de siempre. Ésa es mi recompensa. Y esto es lo que quiero compartir.