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27/12/10

Religiones-2

Ceremonia en un templo dedicado a Shiva
Sur de India


Ya sabes cuál es el tópico sobre la India: o te enamora o te horroriza. A mí me enamoró en el primer momento y me quedé atrapada por su fascinación para siempre. Reconozco que no es un país fácil y que no siempre resulta accesible. Pero para mí es un lugar donde volver una y otra vez. En las calles de India me reconozco como parte de otro mundo distinto al de cada día. Calles, olores, formas y gentes me dan la bienvenida y me recuerdan que, cuando estoy allí, es porque lo necesito.Y en ello estoy.
Una de los hechos más representativos de India es la religión. Los templos indios reflejan el espíritu del país. Un inciso se hace imprescindible: la religión en India no es asunto baladí. El país cuenta con más de 1.100 millones de habitantes, de los cuales aproximadamente el 80% son hindúes. Aunque el hecho religioso en India es más complejo de lo que puede establecerse en un humilde retrato como éste, no me puedo sustraer al fenómeno que he vivido y del que he aprendido, afortunadamente, como tantas otras veces. He visitado India en dos ocasiones y estoy preparando el tercer viaje para dentro de unos meses. En cada ocasión he sentido lo mismo: unas vivencias difíciles de calibrar y mucho más difíciles de convertir en palabras; y un conjunto de emociones imposibles de reinterpretar en términos occidentales. Es India: debes sumergirte en su mundo y dejarte llevar, sin preguntas, sin dudas, sin temores. El tópico en mi caso tiene una trascendencia: India me transfigura, me recuerda que allí puedo perderme, que es uno de mis dos lugares en el mundo, que, aun no sabiendo quién soy y a qué lugar pertenezco, India me acoge como si fuera una de los suyos.
Pero hablemos de religión. En India hay una amalgama de creencias, aparte del hinduismo: islam, jainismo, sijismo, budismo, cristianismo. El segundo país más poblado del mundo merece una consideración especial. Y, como siempre, entrar en terreno resbaladizo me vuelve indefensa frente a la magnitud del país y sus circunstancias. Lancémonos, no obstante, qué le voy a hacer si cuando inicié estas páginas ya me ofrecí en cuerpo y alma.
India en datos: segundo país más poblado del mundo, considerado subcontinente por su extensión e, incidentalmente, por su historia y su tradición comercial. Ruta de tránsito entre oriente y occidente, lugar de leyendas, de imágenes, de sueños, de aspiraciones y hasta de temores. India, lugar de referencia para los que, como yo, no sentimos precauciones a la hora de perdernos por un crematorio en las orillas del río más contaminado del mundo, o por las callejuelas sin fin pobladas de puestos de venta de millones de objetos inclasificables, o por los poblados polvorientos y sin embargo alegres, o al menos, donde me han hecho, una vez más, sonreir sin dudas.
India y el hinduismo. Me apasiona la religión hinduista, que es por encima de todo una forma de vida. Los templos hindues son reflejo del espíritu de los indios: abigarrados, simbólicos, surrealistas. Llenos de una vida que se ofrece ajena a las preguntas que los profanos no dejamos de hacernos y que, no obstante, se quedarán sin respuesta a menos que renazcamos, como ellos, siendo quienes son y aceptando la rueda de acontecimientos en espera del nirvana.

Mujeres preparando ofrendas. Templo shivaista, sur de India.

La religión hindú es tríptica: Brahma, el creador; Shiva, el destructor; Visnu, el conservador. Curiosa coincidencia con la trinidad cristiana, curioso cómo la tradición europea reproduce la trinidad en forma distinta y transfigurada cientos de siglos después. Los templos hindúes son monumentos repletos de joyas arquitectónicas, pero también, y especialmente, lugares de vivencias en los que bulle el quehacer indio en todo su esplendor: una mescolanza de personas, animales y ofrendas anhelantes, expectantes, ansiosas. Contradictorios y complejos más allá de los rituales: Shiva, el dios preferido, el destructor-creador-danzante-padre de Ganesha. Visnú, conocido en sus avatares de Rama y Khrisna. Bhrama, tal vez el dios que origina la triada y, con ella, la existencia de todo cuanto hay. Cada uno de los dioses del panteón puede multiplicarse en función de las circunstancias vitales y experienciales, porque su forma no es única, sino reconvertida hasta la imposibilidad de comprensión.
El hinduismo es una tradición religiosa politeista de la India y una filosofía de vida. En sánscrito se conoce como Sanatana Dharma ('religión eterna') o vaidika dharma ('deber védico'). El sánscrito es un idioma de la familia indoeuropea, una lengua clásica de la India y un lenguaje litúrgico del hinduismo, el budismo y el jainismo. Es uno de los 22 idiomas oficiales de India. Su posición en la cultura de la India y del sudeste asiático es similar a la que representaron el latín y el griego en Europa. Uno de los símbolos más importantes es la sílaba OM, que representa lo divino, Brahman, o deidad absoluta, y el universo entero. También, la esvástica, cruz cuyos brazos están doblados en ángulo recto, ya sea hacia la derecha o bien hacia la izquierda. El término proviene del sánscrito swastika, que significa "buena suerte" (literalmente "forma bendita"). ¿Lo sabrían quienes se apropiaron de ella y la expandieron con ánimo de convertirla en aglutinadora de ideas, en representante de asesinos?

En los templos hindúes predominan unos olores muy concretos: el dulzón y arrogante de las especias; el rancio de la mantequilla derretida una y mil veces sobre las figuras sagradas; el acre y oscuro de los murciélagos que se sobrepone a cualquier otro y que a mí me repele especialmente. En el sur, todos los templos se caracterizan por unos elementos que se repiten sin concesiones: el "gopuram" o cúpula escalonada, erguida en la entrada como dando la bienvenida a los visitantes, coloreada hasta el aburrimiento; y el "mandapam", pórtico con columnas que rodea todo el perímetro interior. Cada columna está tallada con una profusión de detalles digna de ser contemplada sin tiempo determinado, sin prisas, con ojos merecedores y mentes preparadas o, al menos, humildes.
Si visitas un templo hindú, y yo he estado en muchos de ellos, no dejas de asombrarte por lo sorprendente de su riqueza humana: gentes, animales, ofrendas, súplicas... Pero todo ello muy lejos de la sumisión enfermiza de las religiones europeas, con sus golpes de pecho y sus hipocresías escondidas en lo más profundo. Los hindúes son obvios: si tengo que pedir, pido; si tengo que llorar, lloro; si tengo que sentirme avergonzado, no me da vergüenza hacerlo público. Creen en la reencarnación, en el ciclo de sucesivas vidas que se prosiguen sin posibilidad de evitación, hasta que ocurra la liberación última, la liberación del dolor y de la encarnación en cuerpos físicos, hasta que ocurra el nirvana. Sus creencias les hacen resignados, sometidos a cuanto les pueda ocurrir, tolerantes también, puesto que el enfrentamiento con los aconteceres no les encamina sino a una vida posterior peor que la presente. El karma, la aceptación causal de las relaciones del pasado y sus vínculos futuros, la convicción de que lo experimentado en tiempos remotos puede ser determinante para el porvenir, convierte a los hindúes en viajeros de una existencia sin transición, en eterna espera, en frontera permanente, sin destino definitivo.
El hinduismo no puede resumirse en pocas líneas, y menos en una crónica modesta como la presente. Será preciso, pues, volver una vez y otra más, como si de un ciclo kármico se tratara, a recrearme en las vivencias que India me regala. El aquí y el ahora no tienen sentido más que en previsión de posteriores registros.



26/12/10

Estar en camino



Cuando cargo con mi maleta, medio desmadejada por la cantidad de vuelcos que le he hecho dar, puede ocurrir tal cantidad de circunstancias imprevisibles que mi viaje se llena a priori de emociones concretadas tiempo después. Si fuera capaz de prever, al salir de casa, lo que me espera, puede ser que no tuviera casa, que no recordara nombres ni personas, que mi vida no fuera más que un deambular eterno, que no supiera donde volver, que me perdiera para siempre en los acontecimientos seductores hasta decir basta.
Salgo de viaje y mi vida se transforma. Soy tan afortunada que puedo reconocer como viaje cada sincronía que me ocurra: aquella imagen, ese momento, todas las lunas, tú. A menudo he dicho a los que están tan próximos que son yo misma que si muero durante un viaje, seré la mujer más dichosa, la que ha cumplido consigo misma, la que no tiene que dejar disposiciones absurdas, temibles, dolorosas. Sueño con acabar mis días en alguno de los lugares que me han hecho llorar de felicidad, esa emoción tan intensa como efímera, que se prodiga tan escasamente, que me engaña para que no quiera irme otra vez, porque aquí estáis y también sois esa parte de mí que mejora con el contacto.
A veces tengo miedo de no poder decidir: si no vuelvo, qué será de mí sin vosotros; si me quedo, qué será de mí sin todo lo demás. Arrastro esa maleta traqueteada y aburrida y el mundo se vuelve más luminoso, dejo de tener conciencia, respiro con más intensidad, se alejan
casi todos los fantasmas; algunos viajan conmigo, inevitables. Me siento eterna. Qué era de mi vida antes. Qué ha sido de mi vida desde que. Habéis pasado vosotros, los que quedaréis. Han sido miles de kilómetros y vivencias imposibles que sin embargo ahí están, para refugio de instantes peores. No estoy segura de haber decidido yo, pero bienvenida sea la decisión, porque me ha configurado con una cierta tendencia a la creación, al disfrute, al no querer que la vida sea peor de lo que es. Aquí estoy. Apenas siento ya la necesidad de aprobación y de responder al si te pasara algo, al no sabemos qué es de ti, al dónde estuviste que no había manera.
Preparo el equipaje con mucho más que ropa y complementos. Lo acompaño con ganas de atrapar cada momento para hacerlo perpetuamente mío; lo cargo con ojos despiertos que no dejen de retratar mis pasos, mis encuentros; lo dispongo sin un plan determinado, casi vacío de pretensiones. Maleta compañera de rincones, polvo y agua; camarada de noches, de sueños, de vértigos; colega de llantos, de regocijos, de ausencias. Y la cámara de fotos, que a veces se convierte en un lastre. Cada vez me siento menos propensa a dejar constancia física en un soporte digital de todo aquello que, si desaparece de la memoria, no tendrá sentido fuera de ella. Las miradas, las vivencias, las manos, los hechos, los cuerpos, las lluvias, los rostros, las lunas, las sonrisas, los paisajes cómo pueden inventariarse sin perversión, sin violación.
Con el pasaporte en mi mochila me percibo cosmopolita, en el sentido etimológico y diogenésico: ciudadana del mundo. Traspasar una frontera no es más que dar el primer paso. En ocasiones me preguntan qué busco tan lejos, si no me gustan otros destinos más cercanos, más civilizados. Tengo que hacer un esfuerzo para que no se me escape la risa amarga que me provocan con semejante expresión. Civilizados. Ya no contesto a esa pregunta, no es significativa. Ni siquiera intento explicar que adoro cualquier lugar al que pueda ir y aprender y vivir y sentir la carga de emociones que se me regala. Que la distancia no es la que marca el viaje, sino que es el viaje el que me marca a mí, esté donde esté. Cierto que tengo mis preferencias, y quién no. Ya sabéis que me apasiona divagar por los mercados africanos y las callejuelas indias. Pero también disfruto sin remedio del románico en un pueblo de Soria y de la pulcritud del monte cercano bajo la lluvia.
No necesito más para sentirme viva que abrir mi maleta y pensar en qué me llevo esta vez. Nada que suponga un viaje me es ajeno: ni el cansancio, ni la angustia, ni el goce inmenso e inexplicable de experimentar el trayecto ni, por supuesto, el privilegio infinito de haber estado allí. Quisiera permanecer en el camino el tiempo suficiente para comprenderme y para resarcirme.

23/12/10

Papúa occidental-1

La provincia indonesia de Irian Jaya -Papúa occidental- es una reserva de grupos étnicos (danis, lanis, ...) con peculiares tradiciones. Hasta hace pocos años todavía practicaban la antropofagia, eran tal vez los últimos caníbales. Hoy en día los papúes son los habitantes más maltratados, discriminados y relegados de toda Indonesia. El gobierno practica una encubierta limpieza étnica, permite que en la provincia se asienten comunidades procedentes de otras islas superpobladas y que paulatinamente se apoderen de las tierras y los negocios de los papúes; consiente en que misioneros occidentales se extiendan por la provincia para "evangelizar" a los nativos y hacerles abandonar su cultura. Una de las formas de sumisión consiste en vestirles con ropas que no se corresponden con sus usos y costumbres, puesto que los hombres papúes solo cubren su pene con una calabaza que ellos mismos cultivan a propósito y las mujeres llevan los pechos al aire. El resultado es que los originarios de Papúa se han convertido en sombras de sí mismos, les han arrebatado sus derechos pese a ser ciudadanos igualmente, están perdiendo su dignidad y es frecuente ver a muchos de ellos deambular por las calles de los pueblos en franca manifestación de abandono y decadencia. Aunque no es éste el tema que quiero desarrollar, no he podido evitar hacer una breve mención por la importancia que tiene y para no olvidar.
El cerdo en Papúa es el animal emblemático y se considera un valor cultural, social y económico. Es el bien más preciado y la posesión de uno de ellos, que formará parte de la familia hasta su sacrificio, denota el nivel elevado de su dueño. Cuando se va a celebrar la fiesta en la que será sacrificado y comido un cerdo, todo el grupo participa según su estatus y preponderancia.
La ceremonia del cerdo es un ritual que dura un día entero y en el que tuve la suerte de participar en el poblado dani de Kilise. Habíamos llegado después de varias horas de marcha por las tierras altas, con tremendos desniveles y puentes imposibles sobre ríos caudalosos. Por el camino coincidimos con muchos danis y lanis, cuya inocencia y simpática timidez me cautivaron y me hicieron odiar la represión a la que están sometidos. Recuerdo una imagen en Wamena, el mayor pueblo de las montañas, en la que un niño papú miraba con envidia desde la calle los juegos de los niños indonesios en el patio del colegio al que él no podía asistir.
La ceremonia se inicia con la representación de danzas rituales que simulan escenas de guerras tribales y de asuntos cotidianos. Todos los habitantes del poblado participaron, dispersos por las colinas entre las que se distribuían las chozas de madera, engalanados con sus mejores plumas, pinturas y tocados. Los hombres cubren, como he dicho, su pene con unas calabazas vaciadas y secadas al fuego; las mujeres llevan unas faldas de fibra y una red del mismo material colgada a su espalda y cogida por la frente, en la que depositarán sus pertenencias y los objetos de trueque. Todos cantan, el día es espléndido, me siento una privilegiada, como tantas veces.
Después de las danzas se procede a la caza del cerdo. Al ser un animal valioso y noble, no se le sacrifica sin más, sino que se le deja en libertad y los hombres deben perseguirlo y lanzarle flechas hasta que el animal muere, tal como se hacía en tiempos remotos. A continuación se procede a la preparación para ser cocinado: se descuartiza y se limpia con delicadeza, como si estuvieran despidiendo a un amigo. Mientras tanto, ocurre otra parte de la ceremonia que a mí me tenía fascinada. El cerdo será cocido en un horno excavado en la tierra y el calor de la cocción se lo proporcionarán decenas de piedras ardientes. Los hombres y las mujeres se reparten las tareas. Unos preparan un túmulo de madera que se convertirá en la hoguera donde calentarán las piedras. Éstas, una vez quemadas, se cogen con unas curiosas pinzas elaboradas con un madero no muy grueso abierto en la punta. Otros disponen el "horno": cavan en la tierra un hoyo de profundidad y extensión suficiente para acoger la gran cantidad de elementos que irán a parar dentro. Una vez hecho el agujero, lo limpian y alisan y lo cubren de hierba fresca recién cortada. La disposición es tan cuidadosa que incluso resulta estética. Las piedras ya calientes se van trayendo con las pinzas de madera y se introducen en el hoyo hasta cubrirlo en su mayor parte.
No queda sino poner la comida y esperar. Por capas van añadiendo verduras, patatas y plátanos que serán el acompañamiento de la carne. El cerdo, abierto en canal y con las vísceras alrededor, se dispone sobre los vegetales con todos los honores. Por encima, más piedras ardientes y hierbas hasta formar un montón que se envolverá con más plantas. El conjunto parece un paquete de regalo, inmenso, perfecto en su envoltorio natural. El resultado es, en realidad, una olla a presión. Durante horas el calor de las piedras transformará los alimentos para su consumo y en ese tiempo, la gente del poblado cantará, preparará el suelo en el que nos sentaremos a comer y me dejarán que les acompañe.
Cuando se destapa el horno de tierra, se inicia el protocolo de la comida. Primero se sirven las hierbas que, al ser largas -una especie de acelga, helechos...- se comen como si fueran espaguetis. Naturalmente, aunque huelga decirlo, no hay cubiertos ni platos. Después se trocea el cerdo y se reparte de acuerdo con una jerarquía. Esta fue una cuestión muy interesante: los danis se habían sentado en círculos, mujeres y hombres por separado; además, en cada círculo no podían mezclarse personas de rango diferente. Los ancianos eran los que mayores consideraciones recibían; tras ellos, los hombres fuertes, protectores y guerreros; y así sucesivamente, mujeres, jóvenes, niños. Por otra parte, los pedazos del animal también se repartían en el mismo sentido: los más sabrosos y delicados para los ancianos, seguidamente el resto, hasta que las vísceras, grasa y pedazos menos apetecibles iban a parar a los niños y a las mujeres jóvenes. La carne se acompañaba con las patatas y los plátanos cocidos al mismo tiempo.
La comida ha concluido con un parlamento del jefe del poblado. Me emocionó especialmente su súplica para que recordáramos lo vivido y para que lo contáramos a nuestros amigos. Daba la impresión de que estaba pidiendo que les consideremos parte del mundo que intenta excluirles. Y de nuevo surgen mis contradicciones: ¿debemos esperar que permanezcan aislados, manteniendo sus formas ancestrales de vida, o abrirles camino para que se integren en el mundo moderno y dejen de ser ellos mismos? Si hubieráis visto sus miradas humildes como yo, la respuesta a mi pregunta sería evidente. No queda sino recordar que la noche anterior, mientras esperaba el sueño tendida en el suelo de una choza, las montañas que me rodeaban se impregnaron de cantos, de voces, de mensajes transmitidos a gritos, como lleva ocurriendo siglos, como seguirá ocurriendo si sobreviven al genocidio.

19/12/10

Si pudiera rezar



Aquella noche nos quedamos solas, todos se habían marchado a dormir. Al día siguiente iniciábamos el regreso después de recorrer durante semanas una parte del sudeste asiático. Estábamos tan lejos de casa, tan felices, tan cansadas. Teníamos millones de confidencias todavía por contar, no habían bastado las noches en vela junto al ron y los paseos interminables entre foto y foto. Quedaban sueños por soñar y palabras por arrancar, qué difícil se hace a veces decirlo todo. Las dos hemos sentido el placer de poder deshacer nuestros nudos gordianos con alguien capaz de entender el dolor y nos hemos regalado la posibilidad de llorar frente a heridas que nunca cicatrizarán. En medio de maletas vagabundas hemos reído pensando en cómo contar aquello que nos ocurrió en el mercado, en la callejuela, frente al río, junto al burdel. La de veces que habremos imaginado la forma de expresar nuestra incertidumbre en la aduana de Hong Kong, con mi equipaje de mano cual cuerpo de autopsia, destripado y a la vista de ojos inquisidores y tú ofreciéndote a testificar en mi favor.
Recuerdo tus ojos achinados mirándome al bajar del globo, ya sabes, un rato después de habernos estrellado contra la montaña, tan arriba que la muerte era segura, incrédula todavía porque yo, que no quería subir y que era un riesgo potencial, le había salvado la vida a la más trémula de las pasajeras. Y aquella noche en la que los daikiris se acabaron, no había bastante ron que acompañara tanta risa, en un pueblo perdido del sur de China, o aquella otra en que la casa de madera colgada entre colinas escuchó nuestras canciones.
Los mercados de países lejanos, ésos que nos hacen sentir vivas, han acogido nuestro caminar lento. Hemos pisado rincones polvorientos, terrosos, marmóreos, infinitos. Hemos vibrado al entrar en lugares que solo la imaginación es capaz de diseñar, temblando de emoción al enfrentarnos al árbol que se come la piedra. Cuánto tiempo es mucho tiempo. No hay mensaje capaz de transmitir las vidas compartidas, minutos o años. A veces, una eternidad se vive en un instante. A veces, un instante puede ser eterno.
Decías que habías sido acogida, adoptada, rescatada, no recuerdo el término preciso. Siempre es camino de doble dirección: yo te adopto, tú me adoptas. La voluntad es recíproca, la soledad también; la compañía, ni te cuento. Ni tú ni nadie, recuerdas, nuestra canción, la que nos define, la que nos manifiesta, la que nos deja en evidencia frente a un mundo incapaz de aceptar la independencia. Tan diferentes y, sin embargo, tan próximas. Tengo mis dudas de si esperabas algo más de mí, algo que no estoy en condiciones de dar, mis limitaciones son evidentes y mi incapacidad para ser perfecta es mucho más que notoria. Pero, con todo, lo he intentado.
Ahora, cada vez que tu teléfono me indica que no estás disponible, cada vez que mis mensajes no tienen retorno y que sé en qué lado oscuro te estás moviendo, miro esta foto e intento recordar qué hacíamos ese día. Los detalles no son significativos, aunque está presente como si acabara de pasar. La noche anterior grité para que te dejaran en paz. En ese momento la paz era con nosotras, como si nos despidiera a gritos en el silencio de la noche. Cuerpos cansados de calor y caminos; mentes ebrias de intensas emociones; un regreso inevitable, por mucho que esperado.
Regresa, por favor. Es difícil imaginar el mundo sin ti. Si te volviera a ver, te abrazaría con tanta fuerza, con tanto miedo, para atraparte definitivamente. Regresa. Me haces falta. Me duele no tenerte deshaciendo la maleta a mi lado, muertas de risa porque el baño es un cubículo al que hay que entrar de cara y salir de culo, porque comeremos algo impronunciable que preferimos no saber qué es y que nos pasaremos con los palillos fermentados en agua caliente. Me hace mucho daño no escuchar una vez más tu voz diciendo eso de venga, preciosa, vamos a cantar, que esta gente no sabe lo que le espera.
Regresa, por favor. Cuando estás, te comes el mundo y nos das lecciones de energía. Por qué vives tan lejos, que no puedo ir a gritarte, a colgarme de tu timbre. Cuando estás, el mundo sonríe, la luz es más fresca, los viajes parecen de verdad. Regresa, por favor.
Mañana volveré a llamar, como hoy, como tantas veces. El teléfono me dirá que sigues hundida en un abismo, que no puedes respirar y que tampoco eres capaz de pedir. Regresa, por favor.

Siento que te estoy perdiendo, dice la canción de Aute, y yo la lloro cada vez que pienso en ti.

15/12/10

Tajabone


Cada vez que recuerdo África me encuentro ante una encrucijada de sentimientos. África es el resto del mundo, lo que nadie anhela, a no ser para sacarle beneficios, el lugar en el que no querría perderse la gente que abomina de su triste condición de vida. Las carreteras africanas son en su mayor parte de tierra y contienen tantos baches como barro cuando llueve. Las ciudades grandes acumulan enormes edificios y chabolas miserables sin fronteras entre ambos mundos. Los poblados de tierra roja o amarilla se llenan de chozas y chamizos variados, no hay orden ni posibilidades de higiene. Dispersos a lo largo de las entradas a los pueblos, los puestos de los vendedores callejeros. Son entramados de maderas desiguales, levantados sobre el suelo apenas unos palmos, con una pequeña abertura desde la que se puede adivinar los productos expuestos para la venta, objetos amontonados sin orden ni acierto, cualquier cosa susceptible de ser vendida y comprada. Deambulando, los otros vendedores, los que ni siquiera cuentan con el tabuco desde el que esperar a cubierto del sol o de las tormentas, los que se buscan la vida como pueden y se mueven con la cadencia del que ya no tiene nada que desear. Las casas de construcción más sólida se muestran inacabadas, aunque exuberantes de color, del color que impregna África y la viste de esperanza, de mentira piadosa, de ilusión vana.
África me conmueve de manera inexplicable. Es la pobreza en su visión más triste, el lado más crudo de la miseria. Es también, sin duda alguna, la explosión del canto por la vida en la figura de sus gentes. Una de las características de los africanos es el gran sentido del honor y del respeto por el mantenimiento de sus tradiciones. Me pregunto hasta qué punto esto ha hecho aumentar la desgracia de África y también quién soy yo para cuestionarlo. El conflicto entre progreso y tradición no está resuelto: se enfrenta el hábito de mantener los ritos del pasado con los modelos que les han llegado desde fuera y que atraen hipnóticamente a los jóvenes. El acervo cultural de los pueblos africanos se pierde, en parte por nuestra culpa: arrogantes extranjeros que invadimos sus pueblos y sus rincones, que no dejamos apenas nada o tal vez solo algo de dinero, pero que nos llevamos de vuelta su trato generoso, su hospitalidad sin medida, sus sonrisas infinitas.
Hay todavía múltiples grupos étnicos que perviven en precario equilibrio entre ellos y contra la modernidad arrolladora. Las peculiaridades de cada uno los alejan o los aproximan según su belicosidad, su laboriosidad o su solidaridad. La pertenencia a una etnia determina ciertas pautas de conducta de obligado cumplimiento y de penoso castigo en caso de incumplimiento. Por castigo no quiero referirme únicamente al de tipo físico, que también, sino al más insoportable de la exclusión social. Si tu grupo te repudia, estás perdido en el sentido más amplio y literal del término. No hay alternativa para quien decide salirse de la norma, porque no hay posibilidad de marchar y empezar de nuevo en otro lugar.
Una de las ideas recurrentes que me provoca África, lugar donde desapareceré cuando esté preparada para ello, es la discordancia entre el escaso progreso científico-técnico y el mantenimiento de la inmensa humanidad de sus gentes. No ha habido lugar en que me haya sentido extraña o excluida. Pienso si nosotros somos capaces de corresponder de la misma manera cuando ellos llegan, humildes y vencidos, a nuestro mundo. Hablamos mucho de sus precarias condiciones sanitarias, educativas, de su corrupción política, de sus luchas tribales, de su pseudo-involución... Qué tienen ellos que no podamos encontrar en nuestro entorno social, pero a ellos les criticamos, les miramos por encima del hombro, les juzgamos. Y sin embargo.
Y sin embargo, qué no daríamos por sentir aquí, al lado de casa, la cálida acogida de la sonrisa más blanca entre unos dientes indecisos. Qué no haríamos por sentir el aroma de un caldo hecho con más amor que medios, con más esperanza que contenido. Qué no pondríamos de nuestra parte por no sentirnos solos. En África es difícil sentirte solo. Los niños convierten mis manos en inservibles, a fuerza de colgarse de ellas para llevarte de paseo por el campo, el poblado, su casa. Las mujeres se ríen abiertamente de mi ineptitud para moler el grano, con esas mazas de madera que pesan tanto que me convierten en infructuosa ayuda, aunque me abrazan al terminar y me devuelven parte de la dignidad.
Nunca me he sentido sola en África. Creo que es mi lugar en el mundo. Siento que es el lugar al que pertenezco y al que debo volver, aunque sea simplemente para devolver una ínfima parte del bien que ha hecho por mí. Presiento que mi final está allí. No tengo prisa. Estoy segura que África me espera, como se espera a los buenos amigos, que son tan bienvenidos cuando llegan.

10/12/10

Mercados-1


Entre los lugares más fascinantes que hay en el mundo se encuentran los mercados. En un mercado se reunen todos los elementos que un grupo humano necesita para su supervivencia y su disfrute. El abigarramiento de colores, olores y formas es tal que basta una visita para quedarse atrapado en la maraña indispensable de sus callejones.
Hay mercados al aire libre y otros cubiertos o semi-cubiertos. Los hay de comida, de objetos, de hechicería y de animales. En algunos se matan piezas en directo y se preparan para el consumo en el mismo momento; en otros, las víctimas de futuros banquetes se hacinan en cestas de mimbre y emiten sonidos de pánico o de incertidumbre, mientras esperan ser elegidos para la muerte y resurrección en forma de manjar exquisito.
Los mercados exhiben todo aquello que un grupo humano requiere en su cotidianeidad. Por ello, dejarse llevar por su algarabía equivale en parte a una injerencia en la intimidad de sus vidas y, también, a una participación en ritos ancestrales a los que no hemos sido invitados. En África un mercado es el universo en sí mismo. No hay asepsia ni orden, nadie calla y la única organización mínimamente detectable es la que se establece entre los sectores de carne, pescado, verduras y frutas u otros objetos aptos para ser manipulados, magreados, vueltos del derecho y del revés antes de ser definitivamente adquiridos. El comprador exhibirá la consiguiente mueca de desdén que parece querer decir: "pero que conste que te estoy pagando demasiado". El vendedor, mientras mira ya hacia otro lado, presto a mostrarse obsequioso con otro descuidado palpador de sus bienes, dirá quejumbrosamente: "me quitas el pan de mis hijos". Y la rueda seguirá girando.
Una de las muchas razones por las que me enamoré de África fueron sus mercados. Tal vez sea de los pocos lugares en los que puedo llegar a perderme en el más amplio y trascendental sentido del término. Deambular por sus caóticos rincones, pasando de los más aromáticos y especiados a los más rancios y repulsivos es una experiencia que no cabe en las palabras. He estado en mercados en los que tenía que controlar las arcadas y otros en los que tuvieron que arrastrarme para marchar de allí. Recuerdo
el olor de una pasta reseca y oscura que utilizan en Mali para elaborar sopas. Estaba por todas partes, en sacos y por kilos, impregnando el ambiente de las callejuelas de Djenné. Recuerdo los pedazos de animales disecados de los marabutos de Senegal. Recuerdo los miles de colores de las telas al viento en cada esquina de Etiopía. Recuerdo el sabor de los dulces y de las frutas que me han dado a probar en tantos sitios de todas partes. Es una orgía de los sentidos participar de la vida de los mercados.
Las vendedoras, pues en su mayoría son mujeres las encargadas del comercio, combinan elegancia y destreza con descaro y fuerza. Cargan con fardos pesados con la misma tranquilidad con que se cuelgan del pecho a sus bebés. Preparan para la venta montoncitos de pescados, de pimientos, de saquitos de especias, de cientos de cosas cuyo valor de compra está preestablecido, por lo que no hay que perder el tiempo en hablar del precio. Se sientan en banquetas o se acuclillan sobre sus pies y se limitan a esperar, mientras lanzan miradas displicentes a su alrededor. A medida que avanza el día preparan colaciones que compartirán con las vecinas de los puestos inmediatos. Una tal vez hará café o la otra empezará a filtrar el té; aquella sacará del pañuelo multicolor un pedazo de empanada o pastelillos o unos pedazos de carne seca que perduran mucho rato en las bocas, como una goma de mascar más nutritiva. Los niños se aproximarán ante la promesa de la comida. Sus madres les empujarán si se muestran demasiado insistentes. Ellos no cejarán en su empeño, algunos gritarán y los pequeños romperán en llanto al ser relegados al segundo plano por sus hermanos, primos o amigos mayores. Un enjambre de manos pequeñas se extiende anhelante, con la esperanza de coger la mejor porción.
Se inicia entonces un carnaval de músicas tantas veces interpretadas: las mujeres a voces se pasarán los vasos calientes y los pedazos de viandas; a voces limpiarán los mocos de las caras infantiles, sin dejar de vigilar la mercancía y el posible cliente. Se escuchará una sinfonía de risas y golpear de objetos. En algún momento mágico te acercarán un vaso y te invitarán a sentarte en mitad del círculo acogedor. Sus miradas te dirán que eres bienvenida y su sonrisa sustituirá a los inútiles idiomas cuando de transmitir emociones se trata. Y tú, en medio de esa inmersión en sus intensas vidas, te dejas seducir para siempre deseando que el tiempo se detenga, al menos hasta que el mercado levante sus puestos cuando cae la tarde.

2/12/10

Regalos-2


Algunas de las personas más interesantes que he conocido han aparecido en mis viajes. Gente de todas partes y condiciones que han enriquecido mi vida y la han hecho crecer. Con unas de esas personas he podido comunicarme enteramente; con otras, bastaba la sonrisa y los gestos para transmitir todo lo que guardamos en el corazón. He hecho amistades que perduran con el paso de los años y he aprendido a conocer y, sobre todo, amar, las formas de vida de lugares lejanos, porque quienes son de allí se me han ofrecido con la inocencia propia de quien no espera nada.
He podido entrar en casas de tamaños, colores y materiales tan distintos que no podría catalogar. En sus interiores la decoración, los objetos, el calor de las vivencias se unían en un baile abigarrado y hermoso al que me han invitado continuamente a participar.
He podido comer los alimentos que ellos comen y que han compartido conmigo, dándome a probar con humildad, casi con vergüenza, como si temieran que la extranjera pudiera ofenderse por tan poca cosa. Pero ellos no sabían que sus ofrecimientos eran para mí impagables, que no hay posibilidad alguna de corresponder ante tal generosidad.
He participado de ceremonias ancestrales, intensas y hasta dolorosas y no me he sentido extraña, porque me han llevado de la mano y me han mostrado cada paso del proceso, haciéndome sentir parte de su mundo.
Es difícil expresar el sentimiento que te llena cuando entras en un templo de cualquier lugar y te miran con el respeto que se dedican a sí mismos. Y cuando rompen con los dedos un pedazo de pan o de pasta dulce y te lo acercan, dándote a entender que quieren que participes con ellos de su fe, aunque no la compartas, que eres bienvenida a pesar de tu apariencia arrogante. Te sientes pequeña ante la magnitud de las vidas de los otros, los que nunca podrán ser como tú ni podrán optar por caminos diversos, como puedo yo. Pero yo no me atrevo a abandonar mi consolidado y, pese a todo, estrecho y frágil refugio. Y sustituyo mis temores por esporádicas visitas a otros mundos, en los que no me he sentido nunca diferente.
Dejaré de ser yo misma el día que no me conmueva la risa de un niño descalzo y mocoso; cuando no me haga llorar la madre que me ofrece a su hijo para que disfrute de la suavidad de sus mejillas. Dejaré de ser quien soy en el momento que decida esconder mi maleta, mi pasaporte y piense que ya nada ni nadie puede ofrecerme un aliciente. A los que me queréis, sabed que espero de vosotros que, llegado ese momento, me demostréis vuestro amor metiéndome en un avión sin destino determinado. Y si no volviera de ese viaje, sabed también que me habréis dado el más hermoso de los regalos.

29/11/10

Religiones-1

Las religiones son fascinantes. No dejan de sorprenderme, irritarme y atraerme desde el punto de vista del análisis y la observación. Todas ellas me interesan por lo que tienen de cautivadoras e hipnóticas para tantos millones de personas en el mundo y desde hace siglos. La necesidad de muchos humanos de refugiarse en mitos más o menos elaborados viene siendo una constante y los intentos de hacer creer en la existencia de los dioses tiene el sabor de la obsesión.
Las religiones llamadas del libro son peculiares en su originalidad, aunque las tres cargan con similares elementos. Las tres me parecen perniciosas para la salud mental (y en demasiadas ocasiones también física) de cuantos creen o no en ellas. La mayor parte de mis contactos con otras religiones distintas de la dominante en mi país ha sido con el islam, como ya conté en otras entradas de este blog. Las contradicciones internas no son distintas a las de otras formas de espiritualidad, aunque cada vez más se entrelaza la creencia religiosa con la ideología política al servicio de intereses ajenos a las personas y sus necesidades. El resultado es una peligrosa amalgama de fanatismo, ignorancia e ilusión en paraísos construidos ad hoc para contribuir al mantenimiento de la farsa.
En algunas ocasiones he podido visitar escuelas coránicas. La experiencia es caótica, cuanto menos. En Tombuctú asistí a las clases de una de ellas, donde los niños son adoctrinados, que no enseñados, a fuerza de hacerles leer versos del Corán sin cesar hasta que los recitan de memoria. Un recuerdo indeleble que les acompañará de por vida incluso en los asuntos cotidianos y que impregnará cada quehacer, cada relación y cada rincón de sus mentes.
Durante la clase, el maestro quiso que nos mostraran cuánta sabiduría acumulada tenían aquellos niños de ropas deslabazadas y caras sucias de barro. Tenían unas tablas de madera en las que había escritos fragmentos coránicos que aprendían con un entusiasmo que parecía patológico. Los cantaban en voz alta con ritmo monótono, como si efectuaran el trabajo de una cadena de montaje. El maestro les alentaba, según me tradujeron: "mostrad nuestra enseñanza a los extranjeros, que vuelvan a sus casas y puedan contar de nuestra fuerza". Los niños aumentaron el tono de voz progresivamente. Estaban sentados en el suelo, sobre el polvo de la calle, pues no otro espacio era la escuela sino unos metros entre dos paredes de adobe. Poco a poco, a medida que sus voces se elevaban, ellos parecían caer en una especie de trance: ojos fijos en nosotros, sudor que caía por sus rostros y que enjugaban con rabia, expresiones feroces en la transmisión de su fe. De pronto, como unidos por una línea interna, comenzaron a avanzar hacia nosotros, sin levantarse del suelo, arrastrando sus cuerpos, aferrados a las tablas coránicas, recitando cada vez más fuerte. Dejaron por un instante de ser niños y se convirtieron en una masa informe, uniforme, alienada. Vi en ese grupo el poder de la sinrazón.
Por la noche, en la plaza con más iluminación, apenas unas bombillas dispersas, los jóvenes que habían abandonado la infancia pocos años atrás se sentaban en pequeños grupos para compartir sus aprendizajes. Ejecutaban un balanceo suave y cadencioso, al sonido de sus voces entusiastas, con sus tablas en equilibrio sobre las piernas cubiertas por túnicas de algodón. Aunque la imagen tenía algo de onírico, no dejo de estremecerme por la trascendencia de su obsesiva dedicación al dios (transmutado en institución) que les ordena cumplir con preceptos autodestructivos.

La dignidad del harapo


Los ancianos en muchos lugares del mundo gozan de una especial relevancia. En África y Asia son considerados, en general, fuente de sabiduría y salvaguarda de las tradiciones y la memoria ancestral. Hay un dicho africano según el cual, cuando un viejo muere, una biblioteca entera se ha perdido. El respeto por los ancianos se traduce en la obediencia a sus decisiones. Entre los Dogón de Mali y los Lobi de Burkina Faso la justicia se imparte después de celebrar reuniones en casas de la comunidad de techos tan bajos que solamente se puede estar dentro sentados. Dicen que es así para evitar que nadie pueda alterarse demasiado y actuar con violencia. Si lo hace, se levantará con rabia y se golpeará la cabeza contra el techo. Esto me lo contaron dos viejos (traducción mediante, claro) con la risa bailándoles en los ojos, mientras me hacían gestos de lo que podría pasar si un enfado me llevara a levantarme con excesivo impulso.
El país Dogón ocupa la falla de Bandiágara, con 150 km de largo y, en algunos puntos, 300 metros de altura. El lugar es hermoso, muy hermoso: arena y roca, cascadas de agua limpia en la época de lluvias, poblados de chozas de adobe y paja, baobabs, plantas diseminadas, gente que sonríe. El país Lobi se sitúa en el suroeste de Burkina Faso. En ambos predomina la religión animista, pero es especialmente evidente entre los Lobi.
El animismo domina la vida de los lobi, está presente en el conjunto del pueblo y en las vivencias cotidianas. El anciano de la fotografía es un fetichero, un representante de la espiritualidad lobi y del contacto con los espíritus de los ancestros. Las creencias de los lobi se basan en las preguntas a sus muertos, en la omnipresencia de fetiches y de tabúes asociados a ellos. Tienen rituales de adivinación y prácticas mágicas impregnadas de supersticiones. Creen en el mal de ojo, en la posibilidad de venganza más allá de la muerte. Las tumbas se ubican en los patios de las casas, no hay cementerios porque los ancestros deben estar próximos a fin de proteger y orientar las vidas de los vivos. Sobre las tumbas se depositan objetos cotidianos del difunto, alusiones a su sexo y ocupaciones, un perenne recordatorio de su paso por la familia. Los fetiches son protectores; se trata de objetos materiales a los que se les presuponen poderes sobrenaturales.
Las casas de los lobi, llamadas sukala, tienen la entrada por el tejado. El interior está en penumbra y se adivina, mientras los ojos se van acostumbrando a la poca luz, infinidad de fetiches que se colocan en rincones estratégicos del hogar para facilitar la protección de sus miembros. La superstición es permanente: no pises la sombra del fetiche, no dejes que tus zapatos se acerquen al maíz, no mires directamente la figura de madera que hay junto a la lumbre...
El fetichero de la fotografía era el guía espiritual del poblado. Sus ropas eran puros harapos, la camiseta se sostenía a duras penas por unas pocas fibras que se mantenían en pie, iba descalzo y sus pies hablaban de duros y largos caminos. Sin embargo, cuando me hizo entrar en la cueva donde se pregunta a los muertos y se obtienen respuestas, un cubículo diminuto de barro y sangre de sacrificios al que había que acceder descalzos y en silencio; cuando inició un ritual mucho más antiguo que nuestros recuerdos; cuando se inundó la cueva del humo del homenaje, su mirada y su voz tenían tal carga de dignidad y de honor que no podría competir con él ni el más rico de los hombres.

23/11/10

Homenaje

A todas ellas, las que están, estuvieron y estarán. Las que se esconden y no responden porque el alma ya no les da para repartirse ni un poco más. Para las que luchan a escondidas y me entero cuando no hay más remedio. A todas las que me hacen llorar de felicidad porque son y están en mi vida. Para las que no se muestran pero se hacen tan imprescindibles que la sola mención de su nombre pone color y luz al día. Para las que hacen que si mi vida pequeña puede hacerse un poco más grande, es porque ellas están a mi lado. A vosotras, que hacéis posible que los días terribles me levante y continúe. A vosotras, que habéis estado cuando yo ya no sabía si podía volver a estar. A las mujeres más estupendas que puedan haber existido, las que consiguen que me mire al espejo y sonría. A vosotras, que queréis compartir mis momentos buenos y malos y hacéis que todo carezca de importancia, a no ser que estéis conmigo. A las que los jueves y el resto de la semana dedico un pensamiento cada vez que flaqueo. A las que, cuando estoy muy lejos, una vez al año, seáis el motivo por el que vuelvo.
A mis amigas, esas mujeres tan especiales sin las cuales la vida perdería la denominación de origen
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Berberechos en Tombuctú


Uno de los elementos más interesantes de cualquier cultura del mundo es la gastronomía. Todo lo que tiene que ver con la cocina no es solamente la expresión de una forma de arte aplicado a la comida, sino una manifestación de las formas de vida y relación con el entorno de las gentes. Las personas comen lo que hay en el lugar en el que viven y, así, la manera y el contenido del comer nos habla de cómo es la vida en los países por los que pasamos.
La gastronomía también se presta a situaciones que podrían ser curiosas, cuando no cómicas. Para viajar, debemos estar preparados a comer lo que haya, cuando y donde lo encontremos. Obviamente, si lo que esperamos es comer bien y varias veces al día, no deberíamos embarcarnos en esas rutas alternativas en las que puede ocurrir que la dieta se componga de pan mohoso y mantequilla rancia. En realidad, durante dos días la mantequilla llegó a estar negra. ¿Sería tal vez una variedad ahumada o con caviar? Esto ocurrió en un pueblecito de Laos, donde la corriente eléctrica era un lujo que duraba apenas unas horas al día. Era pedir mucho, pues, comida adecuadamente conservada.
En Etiopía estuve en un bar (bien, lo llamaban restaurante, pero no íbamos a discutir por un nombre) y pedí una especialidad de pollo. Llevaba días comiendo injeera, la comida básica etíope, y estaba un poco cansada de su sabor agrio. Así que me convertí en occidental caprichosa por un momento y pensé, qué porras, hoy voy a comer. Durante los días pasados en un campamento en la zona del río Omo mi dieta consistía en huevo, tortilla y huevo. De manera que la posibilidad de pedir algo diferente de la injeera y del huevo, de camino al norte, me pareció un lujo. Mis compañeros de aquel viaje todavía se parten de risa recordándolo: me sirvieron en un plato, algo descascarillado, una salsa incalificable sobre la que flotaba la carcasa pelada de un animal escuálido. Ni con todo mi empeño -y mi mucha hambre- conseguí sacar un solo gramo de carne.
A mí, que me apasionan los mercados y que puedo perderme durante horas por las callejas infinitas de puestos de cualquier tipo, no me suele resultar desagradable comer esos pedazos de pollo conservados en agua (que no hielo, por supuesto); ni me molesta encontrar en mi plato la amalgama de carnes-verduras-restos que pueden hacerme pasar por plato típico en algún rincón perdido de África. Las variadas y estimulantes formas que tienen en Asia de presentar la comida son un gusto para los sentidos, aunque prefieras no saber qué es exactamente lo que estás comiendo. La habitual algarabía, mescolanza y aroma-locura de los mercados me resulta altamente estimulante, provocadora y evocadora. Me puedo sumergir y no querer salir a la superficie durante horas. En otro momento hablaré de ello.
A menudo mis compañeros de viaje, esos maravillosos compañeros que encuentro cada vez y con los que tengo el placer de continuar la relación tiempo después, suelen llevar comida desde casa. Se trata de latas o embutidos envasados al vacío que pueden conservarse incluso en condiciones de clima adverso. Yo nunca lo hago. Prefiero no comer o comer lo que encuentre, a cambio de no perderme la posibilidad de disfrutar de lo mismo que llevan los lugareños a sus platos. Así me va. Sin embargo, a veces se agradece ese rinconcito casero en la mochila, sobre todo cuando las condiciones adversas han durado demasiado y el estómago está pegado a la columna vertebral.
En Malí el calor es excesivo, incluso para mí. Las horas más frescas del día, las nocturnas y el amanecer, podía conseguir respirar siempre y cuando el polvo del cercano desierto no quisiera danzar alocadamente frente a mi cara. La comida, cordero y más cordero, era tan monótona como desagradable a 50 grados. En Tombuctú llegué a tener alucinaciones, aunque lo cierto es que estar sentada sobre una manta de lana con esas temperaturas era suficiente para provocar hasta delirios. Un compañero, Alex, aprovechando un descanso bajo un toldo, cuando todos agonizábamos, nos reveló un secreto: llevo una lata de berberechos. Los berberechos, como todo el mundo sabe, se suelen servir aderezados con limón o una pizca de vinagre y tal vez el puntito de pimienta negra. En plato o bol, servido a temperatura ambiente, ni muy frescos ni calientes, por supuesto. En Tombuctú, la temperatura ambiente podía derretir un iceberg en segundos, así que ni pensar en cómo estarían los famosos berberechos después de casi tres semanas de viaje.
Sin embargo, se produjo un silencio reverencial. Todos miramos a Alex como quien mira la lluvia tras la sequía. De repente, una lata de berberechos era un mundo de posibilidades. Ni que pensar en que no teníamos tenedores, ni limón, ni pimienta y que nuestros dedos llevaban mucho tiempo sin rozarse con el jabón . La codicia por un berberecho se leía en las miradas inquietas y Alex, de forma muy evidente, se arrepintió de haber hablado bajo los efectos del sopor.
Te preguntarás cuál fue el final de la historia. Todos seguimos intactos, los daños colaterales fueron mínimos, los berberechos se desintegraron en milisegundos y Alex ahora viaja con el imserso, donde dicen que llevan pensión completa y en Benidorm nadie necesita cargar con latas extra.

21/11/10

La importancia de los otros

Vivir es viajar sin rumbo hasta el final. En el camino encuentras obstáculos y premios. Viajar es vivir diversas vidas en una sola. En el camino, con suerte, te encuentras a ti misma. En ocasiones compartes o convives o aparece un compañero con quien puedes hablar de un millón de cosas a la vez y siempre falta tiempo, porque hay mucho más que decir y que hacer. Si te atreves, dirás cuánto significa para ti no caminar a ciegas. Si no te atreves, dejarás que pase de largo la ocasión de sentir una experiencia única.
Hace unos años, en Senegal, un chico en quien yo no me había fijado me ayudó a salir de una situación potencialmente peligrosa (una inundación en una "discoteca" subterránea). Cuando le quise dar las gracias, no me dejó hablar; me dijo, por el contrario, que llevaba horas pendiente de mí, que no quería bailar con nadie por si yo accedía a bailar con él y que mi mirada le había hecho pensar que yo valía la pena.
Pocas semanas atrás, en la montaña, me desvié del camino y me alejé de mis amigos. Por un momento me encontré completamente sola, rodeada de árboles de mil colores y sin más sonidos que los del viento en las hojas. Miré a mi alrededor y no encontré a nadie con quien andar. Aunque sabía que estaban todos cerca, se apoderó de mí una sensación -leve, sin embargo- de desaliento. Me recosté en el tronco húmedo de un haya y esperé. Al rato llegó una amiga, cómplice además, y supe que necesitaba hablar con alguien que pudiera escucharme sin juzgar. El resto del camino ya no se hizo doloroso.
En Irán, a donde me marché sola huyendo tal vez de mí misma, tardé poco en comprender el ritmo de las calles, pero mucho en comprender mi propio ritmo. Yo estaba intentando escapar de una situación interna que no tenía solución más que en el mismo interior. Pero la ceguera que nos atenaza cuando de nosotros mismos se trata había puesto un velo tupido en mis ojos. Y allí estaba yo, con la cabeza tapada y ropas simuladoras, enfrentada al descubrimiento que iba a tener lugar: que caminar solos contribuye a morir un poco.
Hace cuatro años inicié una andadura en solitario. Al principio, todo era miedo. Las situaciones más cotidianas se convertían en monstruos. Costaba hasta decidir qué hacer día a día, qué orientación dar a las horas que se sucedían irónicas e impacientes. Suplía las carencias con parches autodestructores, de rápido efecto y consecuencias vanas, nombres que permanecieron un tiempo y luego volvieron a desaparecer. Un día, sin esperarlo, apareció ella misma. Ella, de quien hay un viaje interior y luego otro. Se conoció y reconoció en las miradas de intensidad conmutable; en las sonrisas que por fin lucían sinceras; en las ganas de estar presente y decir hola y sentirse escuchada. Y supo que la soledad había terminado, porque era ella su propia, completa y eterna compañera de viaje.

Seguidores

Todos viajamos. Por fuera y por dentro de nuestras vidas, intentamos alejarnos durante un tiempo de lo cotidiano que nos aburre o nos entristece. Sígueme, si quieres, y viaja conmigo. Comparte mis recuerdos y déjame darte algo de lo bueno que hay en mí. Por tu parte, regálame algunas palabras y permite que caminemos juntos de vez en cuando.

16/11/10

Lo que dejamos de nosotros-2

Qué hay de mí en estas fotos, pregunto. Algo muy diferente cuando estoy allí y cuando las vuelvo a ver. Es curioso, pero no me gusta ver las fotografías de viajes pasados por si me encuentro con mis fantasmas. En Etiopía dejé dos. Dos fantasmas que todavía aparecen por mis sueños y por mis vigilias. Que surgen cuando las preguntas sin respuesta golpean una y otra vez las puertas, queriendo entrar en mis días.
Toro, la niña de la foto, es miembro de la comunidad Hamer, en la zona del río Omo, donde se concentran las distintas etnias del sur de Etiopía. Los Hamer son la etnia más numerosa y más sociable de toda la zona. Estuve acampada cerca del pueblo de Turmi desde donde hacer recorridos por la zona y visitar poblados y comunidades variadas. Toro y sus amigas, otras tres niñas como ella, me acompañaron desde el primer momento. No hablábamos el mismo idioma, pero sí éramos capaces de comunicarnos con fluidez. La magia de las intenciones. Durante los días que pasé en el campamento, cada amanecer salía de mi tienda y recorría los pequeños asentamientos cercanos al pueblo. Las niñas habían aprendido mi fácil nombre y al parecer habían hablado de mí a sus familias. Un día, cálido como todos los del sahel africano desde la misma salida del sol, salí a caminar como había adquirido por costumbre. Los alrededores del campamento, de camino hacia el pueblo, estaban salpicados de matorrales sobre una tierra amarillenta y reseca. Aquí y allá unas chozas de paja oscura dejaban escapar bocanadas del humo con que las mujeres prepararían los alimentos. De pronto, escuché mi nombre repetido varias veces. Miré en dirección a las voces y encontré a mujeres ancianas (tal vez la abuela o las tías, qué sé yo, de Toro) que me saludaban con la risa bailando en los ojos. Les divertía mi sorpresa y cuanto más asombro tenía yo, más reían ellas y más pronunciaban, como un juego, Ana, Ana, Ana.
No supe cuándo dejé de abrazarlas, porque no veía mejor forma de contribuir a su proximidad que ir junto a ellas y acariciar sus manos callosas, beber la leche de sus cabras y jugar con los niños que se calentaban al sol frente al taburete donde más tarde ellas elaborarían sus complejos peinados. Pocos días después tuve que marchar, como siempre. Las niñas, con Toro a la cabeza, me acompañaron durante horas. Sus padres les exigían que colaborasen en las tareas de la familia, pero ellas, presintiendo la despedida, no se separaron de mí. Cómo narrar esa despedida. Cuando lo recuerdo, solo puedo decir que no creo haber llorado tanto nunca.
Me cantaron canciones y me pidieron que cantara yo. Cogían mis manos y comparaban mi piel, suave me hacían entender, con la suya, curtida y rugosa que a mí me parecía la belleza en estado puro. Enmarcaban mi rostro entre esas manos de niñas envejecidas y me besaban con suavidad y con miedo a mis lágrimas. Sus ojos expresaban preocupación: no estás bien, parecían expresar. Y yo no sabría decir si lo que sentía era el dolor por la inminente pérdida o la felicidad por lo vivido.
Mi segundo fantasma se llama Desalé. Escribí sobre él en un intento de exorcismo. No tuvo efecto. Desalé me perseguirá siempre. Jamás he estado tan cerca de sentir lo que significa querer ser madre. Y aún me duele.

Lo que dejamos de nosotros-1

Mira qué piernas tiene el pequeño pastor. Era el mes de agosto y en las tierras altas, al norte de Etiopía, hacía frío, incluso durante el día. Fíjate en su rostro, cómo sobresalen los dientes entre sus labios. Y cómo se marcan en la cabeza pelada las orejas por debajo del escaso gorro de lana. Has visto bien, supongo, sus ropas incalificables. Desde las rodillas hasta los pies no hay protección. Y qué pies, hinchados de andar sobre las piedras heladas, sin más apoyo que un pedazo de madera que le sirve de bastón.
Y la niña. Los pedazos de telas ensambladas que cubren su cuerpo apenas crecido parecen decir a gritos cuál será su oportunidad. Tiene una mirada terrible y dura, no sé si me reprocha o me interroga. Pero ambos, dóciles y resignados, esperan que apriete el pulsador e inmortalice un instante. Nada más que un instante que pasará, como pasan todos los de la vida. Y yo me marcharé con mis oportunidades usadas unas e intactas otras, mientras vosotros seguiréis ordeñando una cabra para compartir el cuenco de leche al anochecer, y mañana con las brumas de las montañas, de nuevo al pastoreo.

15/11/10

Regalos-1


Con frecuencia pasamos por la vida con prisas, con la mirada puesta en el reloj, o en la agenda, o en la infinidad de cosas que debemos hacer para sentirnos en paz con nosotros mismos. Nosotros, los exquisitos occidentales, atareados y complejos, que no somos capaces de desprendernos de las taras que nos ejecutan a diario, muerte lenta e inconsciente. Una de las cosas que he aprendido al viajar es que, quien quiere estar con alguien, está. Sin más. Sin presiones de fechas, calendarios y horarios. Cuándo seremos capaces, pequeños miserables, de soltarnos las amarras y decir que sí, sin pensar en el después. Decir que sí a un tiempo ocupado en cosas placenteras; decir que sí a esa persona que acaba de aparecer por tu vida y te sonríe. Decir que sí al no saber qué vendrá después y qué me importa si solo tengo el ahora.
He tenido el inmenso privilegio de recibir algunos de los regalos más hermosos en los viajes. Llamo regalo, igual que tú, supongo, a aquello que nos llega de improviso, nos complace, nos hace felices y no hemos pedido ni esperado. Y quiero hablar de los regalos impagables que me han hecho a lo largo de estos años. También he de ser sincera: si he recibido, es porque me he dejado. No quiero ni insinuar que me lo merezca, pobre de mí, solo quiero decir que no me niego a compartir esos momentos incalificables que hacen que la vida tenga algo de sentido.
Imaginad un poblado en algún lugar de África, o de Asia, no importa dónde. Las calles son simples caminos de tierra, rojiza y pegajosa. Las casas, barro y paja, no resistirían una tormenta un poco más fuerte. La luz, cuando cae la noche, apenas se adivina entre pequeñas hogueras o lámparas de privilegio en contadas viviendas. Pero escuchas la vida que nace de los rincones y encuentras el canto de una madre que duerme a su hijo, las risas de las ancianas que cuchichean sus secretos innombrables, el golpeteo incesante del martillo sobre la piedra que deberá ser gravilla al amanecer. Olfateas y se abre un mundo de posibilidades: tal vez carne, tal vez algunas hierbas recogidas hace apenas unos minutos, el pescado que sobrevivía heroicamente sobre las hojas de banano y que acaba de expirar. Miras y a la escasa luz te sobreviene el estallido de compañía que te avergüenza cuando lo comparas con nuestra nuclear, aséptica y solitaria vida.
En un pueblo del sur de China, en la provincia de Yunán, escuché las voces ancestrales de unas mujeres cuya edad sería imposible descifrar. En su tradición, las abuelas transmiten a las nietas los cantos que aprendieron a su vez de sus abuelas y que llevan siglos perpetuándose de la misma manera. Los tonos de las canciones que cantaron para unos atónitos, agradecidos y emocionados europeos, emitían recuerdos de los orígenes. Estábamos en una casa, en un pueblo de nombre impronunciable, en medio de montañas infranqueables, sentados en el suelo apenas cinco o seis personas privilegiadas. Ellas, con su dignidad intacta, ropas negras y cabellos decorados, nos miraban y se hacían de rogar. Reían entre sí, como dando a entender que eran las dueñas del momento. Nosotros no nos atrevíamos a respirar, sabiendo que eran las portadoras de una tradición que solo su empeño hacía pervivir.
De pronto, una de ellas, con una expresión pícara en los ojos semi-velados, lanzó un sonido indescriptible. Duró apenas un segundo y nos puso en alerta. A continuación, como si hubieran abierto las puertas de una presa repleta, se desparramó sobre nosotros un torrente de sonidos que subían y bajaban y se escondían y aparecían como si de magia se tratara y todo era el milagro de las voces infinitamente jóvenes de las ancianas infinitamente eternas. No puedo describir los sonidos. Si fuera capaz, mi nombre correría por el mundo como la escritora más perfecta. Ni lo intento, no me atrevo. Tengo mis sentidos atrapados en el cúmulo de instantes: ellas, juguetonas y distantes; sus voces, imposibles y bellas; el entorno de un pueblo anclado en el espacio, pero no en el tiempo. Regalo. De qué otra manera podría catalogarlo.


7/11/10

Los niños y el mundo


Uno de los mayores placeres que proporciona el viajar consiste en comprobar que fuera de nuestro organizado, aséptico y competitivo entorno la vida transcurre con ritmos diferentes. Nosotros siempre tenemos prisa, el reloj es un compañero inseparable, igual que la ansiedad por llegar a todo y la angustia al constatar que, ni aun así, resolvemos apenas nada. En otros lugares, la gente tiene tiempo de hablar, sonreír y saludarse. En algunos rincones de África es frecuente observar a personas que se encuentran y que inician un largo ritual de saludos donde se repasa a todos los miembros de la familia, incluidos los animales: ¿está bien tu padre?, ¿y tu madre?, ¿y los hijos?, y así siguen con la esposa o el marido, los parientes más o menos próximos, las nuevas crías nacidas en el establo. Yo me quedaba fascinada cada vez que tenía ocasión de ver algo así. Al mismo tiempo, se cogen de las manos, las mueven arriba y abajo, se "besan" las mejillas, aunque más bien es como un ligero olisqueo. Quiero decir con esto que dedicar esa intensidad al saludo es una muestra no sólo de respeto por el otro, sino también de dedicación a las personas: no hay prisa cuando se trata de saber de ti.

Un elemento que me parece enormemente diferencial entre nuestro mundo y la riqueza de los otros tiene que ver con los niños. ¿Cómo son nuestros niños? En general, y salvando las excepciones honrosas que haberlas haylas, los niños occidentales -españoles- son caprichosos, egoístas, parecen haber llegado a la cima de la suficiencia a una edad en la que ni siquiera saben quiénes son. Probemos a ofrecer a uno de nuestros niños como regalo de cumpleaños una cometa fabricada con material reciclado, un paseo por la montaña o la visita a una exposición interesante. Probablemente te fulminarán con la mirada o, más habitual, te dirán que te estás quedando con ellos y que venga con el regalo de verdad. Es difícil encontrar niños que no hayan sido ya atrapados por los videojuegos, la moda en el peinado, la ropa uniformadora de tendencias, el aburrimiento de las tardes repetidas sin alicientes que les despierten.

En todos mis viajes por Asia y África he tenido la fortuna y la emoción de conocer a niños que me han ofrecido un poco de su tiempo y de su compañía. Todos ellos, sin excepción, disfrutaban con unos juegos improvisados, con canciones que no entendían, pero que les hacían bailar. Todos me acompañaban con la excitación de la novedad; supongo que pensarían en quién sería esa extranjera medio loca, cargada con una cámara, alejada de sus compañeros y que se mete en nuestras casas y nos hace reír. He encontrado en esos niños el placer de la inocencia, de jugar en la calle y hacer amigos, de compartir lo poco que haya. He visto fabricar cochecitos con botellas de plástico y ruedas recortadas de pedazos de madera; he visto decenas de pies descalzos bailar para mí, mientras yo no me podía creer protagonista de tal privilegio.

Desearía poder hacer un homenaje y agradecer lo que todos ellos me han dado. Es más que difícil recuperarlos, fuera de mis recuerdos. Algunos me han dejado huella indeleble. Todos me han ofrecido parte de sí mismos como un regalo que ni siquiera sabrán nunca que me han dado. ¿Ello nos hace olvidar sus ropas raídas, cuando las hay, sus cuerpos sucios y a menudo enfermos, sus escasas posibilidades de conseguir que sus propios hijos vayan a mejorar de condición? Jamás: olvidarlo sería la mayor de las traiciones.

Y de nuevo me siento impotente para expresarme: qué pobreza de palabras en comparación con la riqueza de vivencias que he querido contar.