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9/2/12

India: la vida a la vista-7. Varanasi.

 Benarés, camino de los ghats.

Ciudad sagrada, antigua Kashi, el lugar al que todo hinduísta quiere ir a morir para evitar el ciclo de reencarnaciones. Varanasi, a orillas de la madre Ganga, el río purificador, el mayor pozo de contaminación en el que, no obstante, se sumergen, del que beben y al que adoran. Varanasi, tres millones de habitantes que parecen apiñarse todos en los márgenes del Ganges, 84 ghats, múltiples crematorios a la vista de los curiosos e ingentes cantidades de leprosos, tullidos y moribundos. Varanasi, fundada por Shiva, dicen, hace más de 3.000 años, donde el más sacro de los ríos purifica y libera, arrastra los pecados y limpia el alma. Varanasi, cuerpos envueltos en telas doradas a punto de ser consumidos por el fuego, cuerpos a medio calcinar lanzados al agua, arrastrados por la corriente hasta parar en la orilla, junto a las barcas, al alcance de los aghori.

 Amanecer en el ghat Dasaswahmed.

Calles tan atestadas de gente, vehículos, vacas y basura que, pasado un tiempo no muy largo, sientes que la realidad se transforma y se desvanece por los poros de la locura. O tal vez sea yo la que me transformo, hasta el punto de sentirme parte de todo aquello. Caminando entre el desvarío de sus calles, Varanasi me regala la posibilidad de dejar de ser yo misma, mientras me subo al rickshaw que arrastra pedaleando un pobre hombre, o me sumerjo en las ceremonias de adoración al río y al sol y a todo cuanto acerque el sentido a la divinidad, a la eternidad, al descanso.

En las calles de Varanasi.

La ciudad surge entre la bruma. El río, la madre Ganga, creado por Brahma del sudor del dios Visnu, baja rápido y muy crecido. El monzón ha inundado parte de la ciudad y las escaleras de los ghats están medio sumergidas en el agua densa y gris. Las cremaciones se han trasladado a un lugar más alto, pero las imágenes y los olores siguen siendo los mismos. También lo es la indiferencia aparente o fingida de los encargados de apilar madera, depositar los cadáveres y limpiar de restos al final del proceso. Cuerpos sin quemar del todo son codiciados por los perros callejeros que, hambrientos, se acercan con la esperanza de llevarse bocado y que son apaleados sin miramientos por los mismos que lanzarán esos despojos al agua sacra.

El Ganges inundando los ghats.

Cada amanecer los fieles acuden a orillas del río y descienden los escalones para introducirse en el agua, realizar sus abluciones rituales y ofrendar a la madre Ganga sus plegarias, peticiones o lamentos. Se bañan, toman sorbos para que la salvación alcance cada rincón de su cuerpo. Cada atardecer las ofrendas son en forma de pequeños barquitos hechos con hojas trenzadas en cuyo interior bailan flores y velas que, encendidas, iluminarán fugazmente las aguas oscuras a medida que se pierden en la noche. Yo también he lanzado a navegar mi embarcación tan frágil, cargada de fantasmas, rogando al Ganges que se los lleve lejos. Escúchame, madre Ganga, escucha a esta descreída que, en silencio frente a los devotos que se sumergen en ti, también se atreve a rogar, a esperar.

Ofrenda al amanecer.

La más sagrada de las ciudades del hinduísmo es una realidad paralela, una dimensión que atrapa y abduce y no permite pensar. Sólo las sensaciones tienen cabida, porque si dedicas un instante a la reflexión, puede que no te recuperes del resultado. Si los pensamientos se adueñan de la mente, estás perdida: ya no puedes escapar de las preguntas sobre los dolientes y los suplicantes; de las dudas de por qué tú y no ellos o viceversa. Si intentas racionalizar, te apresan los callejones laberínticos en los que puedes perder la paciencia para siempre, mientras disputas el espacio a las vacas o a la porquería.

Una calle, camino a los crematorios.

A medida que caminas por Varanasi las imágenes se complican y te esfuerzas cada vez más por no pensar: ya sabes, si lo haces, Ana, estás perdida. Porque si piensas, aparecen los niños hambrientos, pilluelos andrajosos. Una pequeña, de edad indefinida, aunque no mayor de 3 años, al brazo de su madre, dormida o agotada, se muestra con una espalda en carne y hueso, hollada por alguna enfermedad innombrable. El ciego, o los ciegos, pues tantos hay, de cuencas vacías o globos blancos tantean el aire y exhiben una escudilla de metal abollado a la que esperan caiga algo que les llene el estómago o la jornada. No pienses, que te pierdes. Porque si piensas, aparecen las voces suplicantes de los vendedores callejeros, del leproso sin piernas arrastrado por un mendicante, de las mujeres que te persiguen llevándose las manos a la boca en señal de hambre.

Mi transporte, un símbolo.

Pensar en Varanasi es condenarse. Si piensas, aparecen tantos templos y tantos devotos sumisos y postrados que de nuevo brota sin freno la rabia por el daño que hacen las religiones. Si piensas, dotas de nombre y de forma al sistema de castas, a los millones de dioses del panteón hindú, a las luchas interminables entre hinduístas y musulmanes. Y en medio de todo ello, el ruido, el humo, de los vehículos, de las piras funerarias. En medio de todo, la vaca que come las basuras del suelo, el cartón y el papel podrido. En medio y por todas partes los monos ladrones y agresivos, los perros que se pelean por un pedazo del cadáver sin quemar. En medio, en el centro de una hoguera casi consumida, la cabeza, el hombro y una parte del brazo de algo que una vez fue humano y que ahora podría aparecer como artista invitado en cualquiera de nuestras pesadillas.

Esperando entrar en el templo.

 El caos es Varanasi o viceversa. Las calles de la parte más antigua, estrechas y laberínticas, conducen a todos los lugares y a ninguno. Las avenidas más amplias se llenan con tal densidad que parece imposible aprovechar un solo centímetro más. Pero se aprovecha. En espacios inverosímiles se apelotonan todo tipo de elementos, sean humanos, animales o mecánicos. Y el ruido, omnipresente y desquiciante, cacofonía de sonidos por doquier, sin más orden que la preeminencia ni más concierto que la intensidad.
Moverse por las calles que conducen a los ghats es una aventura con su pizca de riesgo, tanto más peligrosa cuanto menos paciencia tengas. Dejarse llevar por la confusión instaura un tempo marcado por la batuta de la dispersión. Al igual que se camina sorteando elementos móviles, hay que tener cuidado con no pisar, aséptica occidental como soy, fluidos y sólidos variados. Además de la continua pugna por desembarazarse de vendedores, cazadores de compradores, buscavidas, guías improvisados, niños y peticionarios no oficiales de múltiple condición. Quien pretende organizar el camino de acuerdo a criterios racionales cae de lleno en la desesperación, el abandono o el esperpento. No hay otra que dejarse llevar. Y entonces... Entonces vuelve la magia. Me reconozco con sonrisa idiota en medio del barullo y la locura. A ambos lados de cada calle, tiendas y brillos y luces y miles de objetos conocidos o misteriosos, pendientes de calificar. Compradores y vendedores ejecutando la danza mística del intercambio, con sus regateos y fingidos enfados que se subsanan con un poco de ni pa ti ni pa mí, el toma y daca de los negocios, el quid pro quo de la calle. Líos y voces y bocinas y los sentimientos a flor de piel, en riña amable con las emociones en escabeche que se escurren desde el cerebro hasta el corazón y acaban en la cazuela del quiero volver.

Una calle.

Volver a caminar por estas calles imposibles, volver a irritarme con las bocinas insoportables. Quiero volver a ahogarme en la polución y en el humo de los muertos, porque ello significa compartir un tiempo y un espacio tan exclusivamente mío que ni expresarlo puedo. Quiero volver a ver cómo da vueltas el fuego ritual frente al Ganges eterno, en las manos fuertes y morenas del brahman que me fascina. Volver a ver el color parduzco del contaminado sendero a la salvación y mirar con ojos de pasión y compasión esos cuerpos que se inclinan y se sumergen en las aguas infestadas de microbios y felicidad. Volver parece ser la palabra mágica, la que abre el cofre del tesoro.
Varanasi es la esencia de India, de esa India que te vuelve loco para bien o para mal. Esencia y trasfondo de la India que te transformará si la vives y la sientes, aun sabiendo que la sobrevives porque estás de paso. Si cada viaje se queda con algo de mí, India juega conmigo el juego peligroso de dar y recibir. Recoge parte de mis miedos, se queda con algunos de mis fantasmas y se regocija con mis ansias de comprender. A cambio me da todo lo demás: la abundancia de emociones, la orgía de sensaciones, el placer del reencuentro, la salud de la memoria y la purificación del cuerpo por el sudor.
Varanasi es India en estado puro. Como los creyentes, yo también necesito encontrar mi Ganges y mi lugar, ése en el que sentir que toda la rueda de la fortuna se para en el punto adecuado y me ofrece el universo. Sidharta se encontró a sí mismo junto a un río. Sea éste real o figurado, yo también me encontraré junto a su orilla. Varanasi me inspira y su caos me ha hecho sonreír. Es un buen comienzo.


4/2/12

India: la vida a la vista-6. Jaipur y Agra.

Sagitario. Jantar Mantar, Jaipur.

Jaipur, la ciudad rosa del Rajastán indio, mantiene huellas cargadas de pasado colonial. La parte antigua está repleta de casas señoriales con adornos en blanco y templetes con celosías en lo alto. Las calles porticadas exhiben una gran cantidad de comercios de todo tipo donde comprar a precios razonables cualquier objeto de uso cotidiano o capricho de disfrute efímero. En algunos rincones, bajo los soportales, escribanos a disposición de los transeúntes se colocan con suficiencia las gafas y se disponen a atender las demandas de cartas, documentos oficiales, lecturas y escrituras, mientras muestran unos gestos de superioridad largamente utilizados.

 Escribano en Jaipur

Pero Jaipur también es un resumen de todo cuanto es la India: una extraña mezcla de mierda y belleza. Los pobres se instalan en los alrededores del palacio y de los monumentos más destacados de la ciudad. Acampan al aire libre o bajo los pórticos, llenando de basuras el entorno histórico y la belleza de los edificios antiguos. Los urinarios públicos, sin agua corriente, impregnan el aire no solo de olores, sino de miasmas pestíferas que parecen contribuir a la enfermedad del país: una desigualdad tan brutal, un desequilibrio patológico, una injusticia terriblemente angustiosa.


Una calle en Jaipur

La belleza aparece incluso contra la propia voluntad de tanta miseria. Frente al Jantar Mantar, un extraordinario observatorio astronómico, se acumulan desechos de todo tipo. Dentro, las impresionantes piezas y la arquitectura de la precisión; a sus puertas, suciedad, desperdicios, la contradicción de la India hecha evidencia.

Coordenadas de los planetas, Jantar Mantar.

Podría parecer, leyendo estas palabras, que mi visión de la India es negativa y que me sobrecoge el acúmulo de inmundicias. O bien, que la cochambre se sobrepone, por su intensidad, a todo lo demás. En realidad, lo que siento por la India está muy lejos del desprecio. Adoro ese país y me emociona caminar por sus calles y entre sus gentes. Por ese mismo afecto, quisiera poder barrer todo cuanto ensucia su esplendor de miles de años ofreciéndose como referente cultural, espiritual y artístico. Sin embargo, no dejo de pensar que tal vez sea la misma contradicción, o como decía antes, esa extraña mezcla de mierda y belleza, la que imprime el carácter propio, la manera exclusiva de ser India como es.
Y la lluvia. Durante días el monzón se adueña del espacio. Brutales golpes de agua de los que hay que refugiarse, so pena de no volver a sentirse cálidamente en paz. Los colores de las casas, ya sean azules, ocres o rojos, se potencian por la lluvia. Es una tregua para los sentidos que se ven agotados por tanto como hay para sentir. Jaipur, como toda India, es esa paradójica amalgama de podredumbre y magnificencia que se queda pegada a un rincón de la conciencia, de donde ya no hay forma de desprenderla.

Palacio de los vientos, Jaipur.

Agra es un puro disparate, un absurdo anclado junto al río Yamuna, una discordancia estética. La ciudad que alberga el monumento más visitado del mundo, el Taj Mahal, es un lugar feo, caótico, decadente y enormemente contaminado. Las basuras se amontonan en cantidades incontables, el tráfico es más denso y loco, si cabe, que en Delhi; la picaresca y la pesadez de los vendedores ambulantes llega a convertirse en tortura.
Pero desde la altura de los imponentes muros del Fuerte Rojo se divisa a una distancia asequible para la impaciencia ese tributo vinculado con dos palabras: lágrimas y amor. El Taj Mahal llama desde lejos, causa desasosiego y justifica un viaje. Antes de amanecer frente a su silueta esbelta y majestuosa, caminaré por los rincones del Itimad-Ud-Daulah, conocido como "baby Taj". Se trata de un mausoleo de menor importancia, pero de gran belleza y por el que se puede deambular sin sentirse avasallado por hordas de visitantes. Por la tarde, el sol cae sobre el río y proyecta una luz intensa sobre el mármol labrado. Los suelos pasan del rojo rodeno al blanco purísimo, interrumpido en ocasiones por retazos incrustados de color de las flores en piedra.

 Mausoleo Itimad-Ud-Daulah, Agra.

La historia es de sobra conocida: el Taj Mahal fue construido por amor a una mujer y de él se han dicho tantas cosas como huellas pueden haber pisado sus piedras. La historia, pues, queda en suspenso hasta nuevo interés. Lo que permanece es el esfuerzo por intentar plasmar en palabras el delirio de belleza en mármol que se levanta ante la vista y parece crecer como si llevara alas. 
Taj Mahal, Agra.

A pesar de las imágenes tantas veces repetidas, fotografías y filmaciones, la experiencia de abrir los ojos al cruzar el umbral encontrarlo de frente no deja a nadie indiferente. Una de las cosas que más llama la atención es la perfección de sus proporciones, el equilibrio maravilloso de las columnas flanqueando el edificio central, coronado por una cúpula. El estilo de construcción es el llamado mongol, con influencias islámica, persa e india. Sin embargo, detallar los pormenores de su construcción, la historia, arquitectura y estructura formal no acallan el hecho de que la piel se electriza y los ojos se empañan al enfrentar su figura, no importa cuantas veces haya ocurrido el encuentro. Ni siquiera la cantidad de visitantes, más o menos educados, es capaz de tapar su eternidad y su sentido.

 Vista del Taj Mahal.

La piedra blanca está decorada con otras piedras muy pequeñas de colores dispuestas en forma de flores. Hay también versículos del Corán grabados y filigranas representando la flor de loto. El entorno es de jardines y agua. En realidad el mausoleo es todo un conjunto en el que se incluyen mezquitas laterales edificadas en piedra roja que contrasta con la blancura del mármol.
El Taj Mahal es un sueño, una quimera y una aspiración. No está hecho sólo de belleza, sino también de ideas, sentimientos y emociones. Se construyó con dolor y por amor. Se visita como una peregrinación. Sobrecoge y alienta. Estimula, excita y apacigua, deslizándose por la memoria de la misma manera que los más dulces recuerdos. Deja también, no obstante, un regusto a añoranza que nos impide olvidar que hemos caminado descalzos bajo su sombra. Palabras impotentes, pobres palabras. No se deja describir con facilidad, hay que arrancarle la belleza como si persiguiéramos el secreto de su eternidad. Permanecerá como una evocación permanente y se trasladará conmigo, allá donde yo vaya, durante el resto de mis días.

Taj Mahal visto desde el Fuerte Rojo, Agra.