Vistas de página en total

11/3/12

Siria, un homenaje

 Identificador de una calle en Damasco.

 En una calle del barrio cristiano de Damasco hay una tienda regentada por un caballero que habla un perfecto francés. Este señor, del que no recuerdo el nombre, pero sí su rostro amable, me enseñó los objetos que vendía, cuadros, espejos, muebles, todo en taracea, todo en maderas nobles y bellísimamente engarzadas. Mientras tanto, me hablaba del orgullo que sentía por su país, del que elogiaba sobre todo el amor por la cultura y el respeto por los otros. Aquella tienda parecía un refugio, un rincón al que acogerse por la paz que se desprendía de las paredes y de los enseres allí acumulados. Vi un espejo que se convirtió en mío en ese mismo momento, no muy grande, con las incrustaciones formando bonitos dibujos geométricos y con fragmentos de nácar acá y allá. Lo visualicé en un lugar de mi casa, como si hubiera existido para instalarse allí, como si lo hubieran creado para acompañarme desde entonces. Cada mañana me miro en él por última vez antes de salir, es como un ritual que no tiene más pretensión que hacerme revivir lo que sentí en Siria. Aquel caballero, tan educado y sereno, amaba su país. Me pregunto qué sentirá ahora, al ver cómo lo destrozan, cómo matan, cómo destruyen el valor incalculable de las vidas y de la historia.

Mezquita Omeya en Damasco.

Mezquita Omeya en Damasco.

Ya escribí en otra ocasión sobre Siria. Entonces relataba la experiencia de un viaje que fue casi iniciático para mí, de descubrimientos y de renacimiento, por las circunstancias que lo rodeaban. En este momento tengo la impresión, o el sentimiento, de que debo atrapar cada instante de aquellas experiencias, por si no hay más ocasión de volver, por si los asesinos que gobiernan acaban con tantos siglos de historia.

 Crack de los Caballeros


  Crack de los Caballeros

He estado dos veces en Siria, la segunda por poco tiempo al volver de Jordania. En esa ocasión coincidió la estancia en Damasco con la celebración de la semana santa. El barrio cristiano estaba lleno de gente, más o menos devota, más o menos curiosa. En un país de mayoría abrumadora musulmana resultaba cálido y entrañable el caminar por las calles impregnadas de olor a incienso y al ritmo de los tambores. Sentí como si fuera un objeto sólido el significado de la tolerancia. Nadie se encontraba fuera de lugar. Mujeres y hombres musulmanes se recogían en silencio, acompañando las emociones de los otros creyentes. Extranjeros de paso, como yo misma, observábamos las escenas, sintiéndonos parte de unos momentos irrepetibles. Caminábamos sin prisa de una calle a otra, de un templo a otro, sin devoción, pero con respeto, compartiendo, viviendo aquello.
En Siria, en la ciudad de Ugarit, surgió el que se considera primer alfabeto de la historia y cuya trascendencia, por si fuera poco, remite a la posibilidad de abrir el campo del conocimiento, del comercio, de las relaciones políticas y los registros. Este alfabeto sustituyó el limitado cuneiforme y el complejo jeroglífico y dio pie al desarrollo de la cultura y a su extensión. ¿Acaso sus actuales gobernantes, esos asesinos, sabrán valorar sus orígenes y su herencia?

 Ugarit, puerta de entrada al recinto histórico.

Ugarit, complejo arqueológico.

Uno de los lugares que más me sorprendió, por lo inesperado, y me emocionó, por la eventualidad, fue Apamea. La fundó el primer rey seléucida y llegó a ser un importante centro de filosofía. Llegué con las primeras luces de la tarde y poco a poco cayó la noche mientras caminaba por su cardo máximo. Las dimensiones de los restos arqueológicos eran el testimonio de la gran ciudad que debió ser. La belleza de las columnas y la amplitud de las calles no dejaban lugar a dudas. Caminando entre aquellas piedras antiguas, el sol iba decayendo y el frío se apoderaba de mi cuerpo, aunque no de mi mente, que seguía cálidamente impregnada de la belleza del lugar. Yo apenas podía creer que existiera y que me acogiera sin prisa por verme marchar. La luz se apagaba lentamente, yo me resistía a abandonar la antigua ciudad, tal era el impacto que Apamea estaba dejando en mí. Cuando ya casi tenía que adivinar las siluetas de los edificios, se escuchó la llamada a la oración que lanzaba el muecín desde el pueblo cercano. Y de pronto, en medio de la arquitectura que legaron los seléucidas, ocurrió el milagro de la simbiosis que sólo puede existir cuando de cultura se trata: parada entre las columnas, admirada de la perfección de sus formas, viví el instante en que se mezcló la voz del musulmán con la herencia helenística. Desearía tener el don de la palabra para poder describir aquellas sensaciones, pero soy impotente. Me queda, al menos, el consuelo de poderlo apreciar, de haber sabido conservarlo intacto en la memoria, de tenerlo conmigo para siempre.

 Apamea.


 Apamea.

 Apamea.

 Apamea.
 
Apamea.


Siria ofrece muchos y muy hermosos alicientes: la ciudad de Hama, con sus norias de madera junto al río; la impresionante basílica de san Simeón el estilita; los recintos de Russafa o Dura Europos, testimonios de un pasado glorioso; la preciosa Alepo; el encanto sin límites de Damasco... Pero si me obligaran a elegir, sin duda me quedaría con Palmira, la ciudad nabatea de la reina Zenobia. En Palmira parece que todo sea posible. Y lo fue. Por la noche el templo de Bel se ilumina y se convierte en el foco de atracción de todas las miradas. Durante el día deambular por entre sus columnas incita a todo tipo de ensueños. Si tenéis la suerte, como yo tuve, de estar en Palmira durante la luna llena, entonces ya no hay posibilidad de escapar a su magia.


Santuario del templo de Bel.


Luna llena en Palmira.


Palmira está en mitad del desierto. A su alrededor todo es del color de la arena y, cuando cae la tarde, parece de oro el resplandor que se apodera de las piedras. Fue una ciudad importante en la ruta de la seda y de su poderío dan cuenta los templos, el ágora, el teatro y las elegantes columnas, arcos y decoración. Hacía frío, mucho, cuando estuve allí, pero no quise perderme el placer de amanecer entre sus rincones. La luna persistía aún, reacia a dejarme, y tiznaba el entorno con tonos de plata, en pugna con el sol que empezaba a asomar. Las imágenes eran oníricas. Las sensaciones, intensas. La noche anterior yo anduve, perdida y reencontrada, por entre las hileras de pilastras, y me recosté contra el Tetrapylon, me estremecí de pavor por la belleza que me rodeaba. Y me hice mía otra vez.


Amanecer en Palmira.


 Àgora.


Teatro


Recordar aquel viaje me hace mucho bien. Pero no puedo por menos de pensar qué será de ese hermoso país. Ahora está en manos de sanguinarios dictadores, de obsesos de la represión. Sus gentes, tan cálidas y acogedoras, tan hospitalarias y amables, están siendo masacradas por quienes tienen el deber de protegerlas. A nadie le importa Siria. A todos les tiene sin cuidado un lugar tan cargado de historia, de cultura y de belleza, pero es que estos conceptos no enriquecen los bolsillos, sólo las mentes. Y eso ya no es un valor en estos tiempos.
Cuando se pueda volver, yo volveré. Caminaré de nuevo por sus calles y su vida, recuperaré las experiencias de hace años y lloraré por las víctimas de los bárbaros, allí, con ellos, entre las personas que me hicieron feliz.