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29/11/10

Religiones-1

Las religiones son fascinantes. No dejan de sorprenderme, irritarme y atraerme desde el punto de vista del análisis y la observación. Todas ellas me interesan por lo que tienen de cautivadoras e hipnóticas para tantos millones de personas en el mundo y desde hace siglos. La necesidad de muchos humanos de refugiarse en mitos más o menos elaborados viene siendo una constante y los intentos de hacer creer en la existencia de los dioses tiene el sabor de la obsesión.
Las religiones llamadas del libro son peculiares en su originalidad, aunque las tres cargan con similares elementos. Las tres me parecen perniciosas para la salud mental (y en demasiadas ocasiones también física) de cuantos creen o no en ellas. La mayor parte de mis contactos con otras religiones distintas de la dominante en mi país ha sido con el islam, como ya conté en otras entradas de este blog. Las contradicciones internas no son distintas a las de otras formas de espiritualidad, aunque cada vez más se entrelaza la creencia religiosa con la ideología política al servicio de intereses ajenos a las personas y sus necesidades. El resultado es una peligrosa amalgama de fanatismo, ignorancia e ilusión en paraísos construidos ad hoc para contribuir al mantenimiento de la farsa.
En algunas ocasiones he podido visitar escuelas coránicas. La experiencia es caótica, cuanto menos. En Tombuctú asistí a las clases de una de ellas, donde los niños son adoctrinados, que no enseñados, a fuerza de hacerles leer versos del Corán sin cesar hasta que los recitan de memoria. Un recuerdo indeleble que les acompañará de por vida incluso en los asuntos cotidianos y que impregnará cada quehacer, cada relación y cada rincón de sus mentes.
Durante la clase, el maestro quiso que nos mostraran cuánta sabiduría acumulada tenían aquellos niños de ropas deslabazadas y caras sucias de barro. Tenían unas tablas de madera en las que había escritos fragmentos coránicos que aprendían con un entusiasmo que parecía patológico. Los cantaban en voz alta con ritmo monótono, como si efectuaran el trabajo de una cadena de montaje. El maestro les alentaba, según me tradujeron: "mostrad nuestra enseñanza a los extranjeros, que vuelvan a sus casas y puedan contar de nuestra fuerza". Los niños aumentaron el tono de voz progresivamente. Estaban sentados en el suelo, sobre el polvo de la calle, pues no otro espacio era la escuela sino unos metros entre dos paredes de adobe. Poco a poco, a medida que sus voces se elevaban, ellos parecían caer en una especie de trance: ojos fijos en nosotros, sudor que caía por sus rostros y que enjugaban con rabia, expresiones feroces en la transmisión de su fe. De pronto, como unidos por una línea interna, comenzaron a avanzar hacia nosotros, sin levantarse del suelo, arrastrando sus cuerpos, aferrados a las tablas coránicas, recitando cada vez más fuerte. Dejaron por un instante de ser niños y se convirtieron en una masa informe, uniforme, alienada. Vi en ese grupo el poder de la sinrazón.
Por la noche, en la plaza con más iluminación, apenas unas bombillas dispersas, los jóvenes que habían abandonado la infancia pocos años atrás se sentaban en pequeños grupos para compartir sus aprendizajes. Ejecutaban un balanceo suave y cadencioso, al sonido de sus voces entusiastas, con sus tablas en equilibrio sobre las piernas cubiertas por túnicas de algodón. Aunque la imagen tenía algo de onírico, no dejo de estremecerme por la trascendencia de su obsesiva dedicación al dios (transmutado en institución) que les ordena cumplir con preceptos autodestructivos.

La dignidad del harapo


Los ancianos en muchos lugares del mundo gozan de una especial relevancia. En África y Asia son considerados, en general, fuente de sabiduría y salvaguarda de las tradiciones y la memoria ancestral. Hay un dicho africano según el cual, cuando un viejo muere, una biblioteca entera se ha perdido. El respeto por los ancianos se traduce en la obediencia a sus decisiones. Entre los Dogón de Mali y los Lobi de Burkina Faso la justicia se imparte después de celebrar reuniones en casas de la comunidad de techos tan bajos que solamente se puede estar dentro sentados. Dicen que es así para evitar que nadie pueda alterarse demasiado y actuar con violencia. Si lo hace, se levantará con rabia y se golpeará la cabeza contra el techo. Esto me lo contaron dos viejos (traducción mediante, claro) con la risa bailándoles en los ojos, mientras me hacían gestos de lo que podría pasar si un enfado me llevara a levantarme con excesivo impulso.
El país Dogón ocupa la falla de Bandiágara, con 150 km de largo y, en algunos puntos, 300 metros de altura. El lugar es hermoso, muy hermoso: arena y roca, cascadas de agua limpia en la época de lluvias, poblados de chozas de adobe y paja, baobabs, plantas diseminadas, gente que sonríe. El país Lobi se sitúa en el suroeste de Burkina Faso. En ambos predomina la religión animista, pero es especialmente evidente entre los Lobi.
El animismo domina la vida de los lobi, está presente en el conjunto del pueblo y en las vivencias cotidianas. El anciano de la fotografía es un fetichero, un representante de la espiritualidad lobi y del contacto con los espíritus de los ancestros. Las creencias de los lobi se basan en las preguntas a sus muertos, en la omnipresencia de fetiches y de tabúes asociados a ellos. Tienen rituales de adivinación y prácticas mágicas impregnadas de supersticiones. Creen en el mal de ojo, en la posibilidad de venganza más allá de la muerte. Las tumbas se ubican en los patios de las casas, no hay cementerios porque los ancestros deben estar próximos a fin de proteger y orientar las vidas de los vivos. Sobre las tumbas se depositan objetos cotidianos del difunto, alusiones a su sexo y ocupaciones, un perenne recordatorio de su paso por la familia. Los fetiches son protectores; se trata de objetos materiales a los que se les presuponen poderes sobrenaturales.
Las casas de los lobi, llamadas sukala, tienen la entrada por el tejado. El interior está en penumbra y se adivina, mientras los ojos se van acostumbrando a la poca luz, infinidad de fetiches que se colocan en rincones estratégicos del hogar para facilitar la protección de sus miembros. La superstición es permanente: no pises la sombra del fetiche, no dejes que tus zapatos se acerquen al maíz, no mires directamente la figura de madera que hay junto a la lumbre...
El fetichero de la fotografía era el guía espiritual del poblado. Sus ropas eran puros harapos, la camiseta se sostenía a duras penas por unas pocas fibras que se mantenían en pie, iba descalzo y sus pies hablaban de duros y largos caminos. Sin embargo, cuando me hizo entrar en la cueva donde se pregunta a los muertos y se obtienen respuestas, un cubículo diminuto de barro y sangre de sacrificios al que había que acceder descalzos y en silencio; cuando inició un ritual mucho más antiguo que nuestros recuerdos; cuando se inundó la cueva del humo del homenaje, su mirada y su voz tenían tal carga de dignidad y de honor que no podría competir con él ni el más rico de los hombres.

23/11/10

Homenaje

A todas ellas, las que están, estuvieron y estarán. Las que se esconden y no responden porque el alma ya no les da para repartirse ni un poco más. Para las que luchan a escondidas y me entero cuando no hay más remedio. A todas las que me hacen llorar de felicidad porque son y están en mi vida. Para las que no se muestran pero se hacen tan imprescindibles que la sola mención de su nombre pone color y luz al día. Para las que hacen que si mi vida pequeña puede hacerse un poco más grande, es porque ellas están a mi lado. A vosotras, que hacéis posible que los días terribles me levante y continúe. A vosotras, que habéis estado cuando yo ya no sabía si podía volver a estar. A las mujeres más estupendas que puedan haber existido, las que consiguen que me mire al espejo y sonría. A vosotras, que queréis compartir mis momentos buenos y malos y hacéis que todo carezca de importancia, a no ser que estéis conmigo. A las que los jueves y el resto de la semana dedico un pensamiento cada vez que flaqueo. A las que, cuando estoy muy lejos, una vez al año, seáis el motivo por el que vuelvo.
A mis amigas, esas mujeres tan especiales sin las cuales la vida perdería la denominación de origen
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Berberechos en Tombuctú


Uno de los elementos más interesantes de cualquier cultura del mundo es la gastronomía. Todo lo que tiene que ver con la cocina no es solamente la expresión de una forma de arte aplicado a la comida, sino una manifestación de las formas de vida y relación con el entorno de las gentes. Las personas comen lo que hay en el lugar en el que viven y, así, la manera y el contenido del comer nos habla de cómo es la vida en los países por los que pasamos.
La gastronomía también se presta a situaciones que podrían ser curiosas, cuando no cómicas. Para viajar, debemos estar preparados a comer lo que haya, cuando y donde lo encontremos. Obviamente, si lo que esperamos es comer bien y varias veces al día, no deberíamos embarcarnos en esas rutas alternativas en las que puede ocurrir que la dieta se componga de pan mohoso y mantequilla rancia. En realidad, durante dos días la mantequilla llegó a estar negra. ¿Sería tal vez una variedad ahumada o con caviar? Esto ocurrió en un pueblecito de Laos, donde la corriente eléctrica era un lujo que duraba apenas unas horas al día. Era pedir mucho, pues, comida adecuadamente conservada.
En Etiopía estuve en un bar (bien, lo llamaban restaurante, pero no íbamos a discutir por un nombre) y pedí una especialidad de pollo. Llevaba días comiendo injeera, la comida básica etíope, y estaba un poco cansada de su sabor agrio. Así que me convertí en occidental caprichosa por un momento y pensé, qué porras, hoy voy a comer. Durante los días pasados en un campamento en la zona del río Omo mi dieta consistía en huevo, tortilla y huevo. De manera que la posibilidad de pedir algo diferente de la injeera y del huevo, de camino al norte, me pareció un lujo. Mis compañeros de aquel viaje todavía se parten de risa recordándolo: me sirvieron en un plato, algo descascarillado, una salsa incalificable sobre la que flotaba la carcasa pelada de un animal escuálido. Ni con todo mi empeño -y mi mucha hambre- conseguí sacar un solo gramo de carne.
A mí, que me apasionan los mercados y que puedo perderme durante horas por las callejas infinitas de puestos de cualquier tipo, no me suele resultar desagradable comer esos pedazos de pollo conservados en agua (que no hielo, por supuesto); ni me molesta encontrar en mi plato la amalgama de carnes-verduras-restos que pueden hacerme pasar por plato típico en algún rincón perdido de África. Las variadas y estimulantes formas que tienen en Asia de presentar la comida son un gusto para los sentidos, aunque prefieras no saber qué es exactamente lo que estás comiendo. La habitual algarabía, mescolanza y aroma-locura de los mercados me resulta altamente estimulante, provocadora y evocadora. Me puedo sumergir y no querer salir a la superficie durante horas. En otro momento hablaré de ello.
A menudo mis compañeros de viaje, esos maravillosos compañeros que encuentro cada vez y con los que tengo el placer de continuar la relación tiempo después, suelen llevar comida desde casa. Se trata de latas o embutidos envasados al vacío que pueden conservarse incluso en condiciones de clima adverso. Yo nunca lo hago. Prefiero no comer o comer lo que encuentre, a cambio de no perderme la posibilidad de disfrutar de lo mismo que llevan los lugareños a sus platos. Así me va. Sin embargo, a veces se agradece ese rinconcito casero en la mochila, sobre todo cuando las condiciones adversas han durado demasiado y el estómago está pegado a la columna vertebral.
En Malí el calor es excesivo, incluso para mí. Las horas más frescas del día, las nocturnas y el amanecer, podía conseguir respirar siempre y cuando el polvo del cercano desierto no quisiera danzar alocadamente frente a mi cara. La comida, cordero y más cordero, era tan monótona como desagradable a 50 grados. En Tombuctú llegué a tener alucinaciones, aunque lo cierto es que estar sentada sobre una manta de lana con esas temperaturas era suficiente para provocar hasta delirios. Un compañero, Alex, aprovechando un descanso bajo un toldo, cuando todos agonizábamos, nos reveló un secreto: llevo una lata de berberechos. Los berberechos, como todo el mundo sabe, se suelen servir aderezados con limón o una pizca de vinagre y tal vez el puntito de pimienta negra. En plato o bol, servido a temperatura ambiente, ni muy frescos ni calientes, por supuesto. En Tombuctú, la temperatura ambiente podía derretir un iceberg en segundos, así que ni pensar en cómo estarían los famosos berberechos después de casi tres semanas de viaje.
Sin embargo, se produjo un silencio reverencial. Todos miramos a Alex como quien mira la lluvia tras la sequía. De repente, una lata de berberechos era un mundo de posibilidades. Ni que pensar en que no teníamos tenedores, ni limón, ni pimienta y que nuestros dedos llevaban mucho tiempo sin rozarse con el jabón . La codicia por un berberecho se leía en las miradas inquietas y Alex, de forma muy evidente, se arrepintió de haber hablado bajo los efectos del sopor.
Te preguntarás cuál fue el final de la historia. Todos seguimos intactos, los daños colaterales fueron mínimos, los berberechos se desintegraron en milisegundos y Alex ahora viaja con el imserso, donde dicen que llevan pensión completa y en Benidorm nadie necesita cargar con latas extra.

21/11/10

La importancia de los otros

Vivir es viajar sin rumbo hasta el final. En el camino encuentras obstáculos y premios. Viajar es vivir diversas vidas en una sola. En el camino, con suerte, te encuentras a ti misma. En ocasiones compartes o convives o aparece un compañero con quien puedes hablar de un millón de cosas a la vez y siempre falta tiempo, porque hay mucho más que decir y que hacer. Si te atreves, dirás cuánto significa para ti no caminar a ciegas. Si no te atreves, dejarás que pase de largo la ocasión de sentir una experiencia única.
Hace unos años, en Senegal, un chico en quien yo no me había fijado me ayudó a salir de una situación potencialmente peligrosa (una inundación en una "discoteca" subterránea). Cuando le quise dar las gracias, no me dejó hablar; me dijo, por el contrario, que llevaba horas pendiente de mí, que no quería bailar con nadie por si yo accedía a bailar con él y que mi mirada le había hecho pensar que yo valía la pena.
Pocas semanas atrás, en la montaña, me desvié del camino y me alejé de mis amigos. Por un momento me encontré completamente sola, rodeada de árboles de mil colores y sin más sonidos que los del viento en las hojas. Miré a mi alrededor y no encontré a nadie con quien andar. Aunque sabía que estaban todos cerca, se apoderó de mí una sensación -leve, sin embargo- de desaliento. Me recosté en el tronco húmedo de un haya y esperé. Al rato llegó una amiga, cómplice además, y supe que necesitaba hablar con alguien que pudiera escucharme sin juzgar. El resto del camino ya no se hizo doloroso.
En Irán, a donde me marché sola huyendo tal vez de mí misma, tardé poco en comprender el ritmo de las calles, pero mucho en comprender mi propio ritmo. Yo estaba intentando escapar de una situación interna que no tenía solución más que en el mismo interior. Pero la ceguera que nos atenaza cuando de nosotros mismos se trata había puesto un velo tupido en mis ojos. Y allí estaba yo, con la cabeza tapada y ropas simuladoras, enfrentada al descubrimiento que iba a tener lugar: que caminar solos contribuye a morir un poco.
Hace cuatro años inicié una andadura en solitario. Al principio, todo era miedo. Las situaciones más cotidianas se convertían en monstruos. Costaba hasta decidir qué hacer día a día, qué orientación dar a las horas que se sucedían irónicas e impacientes. Suplía las carencias con parches autodestructores, de rápido efecto y consecuencias vanas, nombres que permanecieron un tiempo y luego volvieron a desaparecer. Un día, sin esperarlo, apareció ella misma. Ella, de quien hay un viaje interior y luego otro. Se conoció y reconoció en las miradas de intensidad conmutable; en las sonrisas que por fin lucían sinceras; en las ganas de estar presente y decir hola y sentirse escuchada. Y supo que la soledad había terminado, porque era ella su propia, completa y eterna compañera de viaje.

Seguidores

Todos viajamos. Por fuera y por dentro de nuestras vidas, intentamos alejarnos durante un tiempo de lo cotidiano que nos aburre o nos entristece. Sígueme, si quieres, y viaja conmigo. Comparte mis recuerdos y déjame darte algo de lo bueno que hay en mí. Por tu parte, regálame algunas palabras y permite que caminemos juntos de vez en cuando.

16/11/10

Lo que dejamos de nosotros-2

Qué hay de mí en estas fotos, pregunto. Algo muy diferente cuando estoy allí y cuando las vuelvo a ver. Es curioso, pero no me gusta ver las fotografías de viajes pasados por si me encuentro con mis fantasmas. En Etiopía dejé dos. Dos fantasmas que todavía aparecen por mis sueños y por mis vigilias. Que surgen cuando las preguntas sin respuesta golpean una y otra vez las puertas, queriendo entrar en mis días.
Toro, la niña de la foto, es miembro de la comunidad Hamer, en la zona del río Omo, donde se concentran las distintas etnias del sur de Etiopía. Los Hamer son la etnia más numerosa y más sociable de toda la zona. Estuve acampada cerca del pueblo de Turmi desde donde hacer recorridos por la zona y visitar poblados y comunidades variadas. Toro y sus amigas, otras tres niñas como ella, me acompañaron desde el primer momento. No hablábamos el mismo idioma, pero sí éramos capaces de comunicarnos con fluidez. La magia de las intenciones. Durante los días que pasé en el campamento, cada amanecer salía de mi tienda y recorría los pequeños asentamientos cercanos al pueblo. Las niñas habían aprendido mi fácil nombre y al parecer habían hablado de mí a sus familias. Un día, cálido como todos los del sahel africano desde la misma salida del sol, salí a caminar como había adquirido por costumbre. Los alrededores del campamento, de camino hacia el pueblo, estaban salpicados de matorrales sobre una tierra amarillenta y reseca. Aquí y allá unas chozas de paja oscura dejaban escapar bocanadas del humo con que las mujeres prepararían los alimentos. De pronto, escuché mi nombre repetido varias veces. Miré en dirección a las voces y encontré a mujeres ancianas (tal vez la abuela o las tías, qué sé yo, de Toro) que me saludaban con la risa bailando en los ojos. Les divertía mi sorpresa y cuanto más asombro tenía yo, más reían ellas y más pronunciaban, como un juego, Ana, Ana, Ana.
No supe cuándo dejé de abrazarlas, porque no veía mejor forma de contribuir a su proximidad que ir junto a ellas y acariciar sus manos callosas, beber la leche de sus cabras y jugar con los niños que se calentaban al sol frente al taburete donde más tarde ellas elaborarían sus complejos peinados. Pocos días después tuve que marchar, como siempre. Las niñas, con Toro a la cabeza, me acompañaron durante horas. Sus padres les exigían que colaborasen en las tareas de la familia, pero ellas, presintiendo la despedida, no se separaron de mí. Cómo narrar esa despedida. Cuando lo recuerdo, solo puedo decir que no creo haber llorado tanto nunca.
Me cantaron canciones y me pidieron que cantara yo. Cogían mis manos y comparaban mi piel, suave me hacían entender, con la suya, curtida y rugosa que a mí me parecía la belleza en estado puro. Enmarcaban mi rostro entre esas manos de niñas envejecidas y me besaban con suavidad y con miedo a mis lágrimas. Sus ojos expresaban preocupación: no estás bien, parecían expresar. Y yo no sabría decir si lo que sentía era el dolor por la inminente pérdida o la felicidad por lo vivido.
Mi segundo fantasma se llama Desalé. Escribí sobre él en un intento de exorcismo. No tuvo efecto. Desalé me perseguirá siempre. Jamás he estado tan cerca de sentir lo que significa querer ser madre. Y aún me duele.

Lo que dejamos de nosotros-1

Mira qué piernas tiene el pequeño pastor. Era el mes de agosto y en las tierras altas, al norte de Etiopía, hacía frío, incluso durante el día. Fíjate en su rostro, cómo sobresalen los dientes entre sus labios. Y cómo se marcan en la cabeza pelada las orejas por debajo del escaso gorro de lana. Has visto bien, supongo, sus ropas incalificables. Desde las rodillas hasta los pies no hay protección. Y qué pies, hinchados de andar sobre las piedras heladas, sin más apoyo que un pedazo de madera que le sirve de bastón.
Y la niña. Los pedazos de telas ensambladas que cubren su cuerpo apenas crecido parecen decir a gritos cuál será su oportunidad. Tiene una mirada terrible y dura, no sé si me reprocha o me interroga. Pero ambos, dóciles y resignados, esperan que apriete el pulsador e inmortalice un instante. Nada más que un instante que pasará, como pasan todos los de la vida. Y yo me marcharé con mis oportunidades usadas unas e intactas otras, mientras vosotros seguiréis ordeñando una cabra para compartir el cuenco de leche al anochecer, y mañana con las brumas de las montañas, de nuevo al pastoreo.

15/11/10

Regalos-1


Con frecuencia pasamos por la vida con prisas, con la mirada puesta en el reloj, o en la agenda, o en la infinidad de cosas que debemos hacer para sentirnos en paz con nosotros mismos. Nosotros, los exquisitos occidentales, atareados y complejos, que no somos capaces de desprendernos de las taras que nos ejecutan a diario, muerte lenta e inconsciente. Una de las cosas que he aprendido al viajar es que, quien quiere estar con alguien, está. Sin más. Sin presiones de fechas, calendarios y horarios. Cuándo seremos capaces, pequeños miserables, de soltarnos las amarras y decir que sí, sin pensar en el después. Decir que sí a un tiempo ocupado en cosas placenteras; decir que sí a esa persona que acaba de aparecer por tu vida y te sonríe. Decir que sí al no saber qué vendrá después y qué me importa si solo tengo el ahora.
He tenido el inmenso privilegio de recibir algunos de los regalos más hermosos en los viajes. Llamo regalo, igual que tú, supongo, a aquello que nos llega de improviso, nos complace, nos hace felices y no hemos pedido ni esperado. Y quiero hablar de los regalos impagables que me han hecho a lo largo de estos años. También he de ser sincera: si he recibido, es porque me he dejado. No quiero ni insinuar que me lo merezca, pobre de mí, solo quiero decir que no me niego a compartir esos momentos incalificables que hacen que la vida tenga algo de sentido.
Imaginad un poblado en algún lugar de África, o de Asia, no importa dónde. Las calles son simples caminos de tierra, rojiza y pegajosa. Las casas, barro y paja, no resistirían una tormenta un poco más fuerte. La luz, cuando cae la noche, apenas se adivina entre pequeñas hogueras o lámparas de privilegio en contadas viviendas. Pero escuchas la vida que nace de los rincones y encuentras el canto de una madre que duerme a su hijo, las risas de las ancianas que cuchichean sus secretos innombrables, el golpeteo incesante del martillo sobre la piedra que deberá ser gravilla al amanecer. Olfateas y se abre un mundo de posibilidades: tal vez carne, tal vez algunas hierbas recogidas hace apenas unos minutos, el pescado que sobrevivía heroicamente sobre las hojas de banano y que acaba de expirar. Miras y a la escasa luz te sobreviene el estallido de compañía que te avergüenza cuando lo comparas con nuestra nuclear, aséptica y solitaria vida.
En un pueblo del sur de China, en la provincia de Yunán, escuché las voces ancestrales de unas mujeres cuya edad sería imposible descifrar. En su tradición, las abuelas transmiten a las nietas los cantos que aprendieron a su vez de sus abuelas y que llevan siglos perpetuándose de la misma manera. Los tonos de las canciones que cantaron para unos atónitos, agradecidos y emocionados europeos, emitían recuerdos de los orígenes. Estábamos en una casa, en un pueblo de nombre impronunciable, en medio de montañas infranqueables, sentados en el suelo apenas cinco o seis personas privilegiadas. Ellas, con su dignidad intacta, ropas negras y cabellos decorados, nos miraban y se hacían de rogar. Reían entre sí, como dando a entender que eran las dueñas del momento. Nosotros no nos atrevíamos a respirar, sabiendo que eran las portadoras de una tradición que solo su empeño hacía pervivir.
De pronto, una de ellas, con una expresión pícara en los ojos semi-velados, lanzó un sonido indescriptible. Duró apenas un segundo y nos puso en alerta. A continuación, como si hubieran abierto las puertas de una presa repleta, se desparramó sobre nosotros un torrente de sonidos que subían y bajaban y se escondían y aparecían como si de magia se tratara y todo era el milagro de las voces infinitamente jóvenes de las ancianas infinitamente eternas. No puedo describir los sonidos. Si fuera capaz, mi nombre correría por el mundo como la escritora más perfecta. Ni lo intento, no me atrevo. Tengo mis sentidos atrapados en el cúmulo de instantes: ellas, juguetonas y distantes; sus voces, imposibles y bellas; el entorno de un pueblo anclado en el espacio, pero no en el tiempo. Regalo. De qué otra manera podría catalogarlo.


7/11/10

Los niños y el mundo


Uno de los mayores placeres que proporciona el viajar consiste en comprobar que fuera de nuestro organizado, aséptico y competitivo entorno la vida transcurre con ritmos diferentes. Nosotros siempre tenemos prisa, el reloj es un compañero inseparable, igual que la ansiedad por llegar a todo y la angustia al constatar que, ni aun así, resolvemos apenas nada. En otros lugares, la gente tiene tiempo de hablar, sonreír y saludarse. En algunos rincones de África es frecuente observar a personas que se encuentran y que inician un largo ritual de saludos donde se repasa a todos los miembros de la familia, incluidos los animales: ¿está bien tu padre?, ¿y tu madre?, ¿y los hijos?, y así siguen con la esposa o el marido, los parientes más o menos próximos, las nuevas crías nacidas en el establo. Yo me quedaba fascinada cada vez que tenía ocasión de ver algo así. Al mismo tiempo, se cogen de las manos, las mueven arriba y abajo, se "besan" las mejillas, aunque más bien es como un ligero olisqueo. Quiero decir con esto que dedicar esa intensidad al saludo es una muestra no sólo de respeto por el otro, sino también de dedicación a las personas: no hay prisa cuando se trata de saber de ti.

Un elemento que me parece enormemente diferencial entre nuestro mundo y la riqueza de los otros tiene que ver con los niños. ¿Cómo son nuestros niños? En general, y salvando las excepciones honrosas que haberlas haylas, los niños occidentales -españoles- son caprichosos, egoístas, parecen haber llegado a la cima de la suficiencia a una edad en la que ni siquiera saben quiénes son. Probemos a ofrecer a uno de nuestros niños como regalo de cumpleaños una cometa fabricada con material reciclado, un paseo por la montaña o la visita a una exposición interesante. Probablemente te fulminarán con la mirada o, más habitual, te dirán que te estás quedando con ellos y que venga con el regalo de verdad. Es difícil encontrar niños que no hayan sido ya atrapados por los videojuegos, la moda en el peinado, la ropa uniformadora de tendencias, el aburrimiento de las tardes repetidas sin alicientes que les despierten.

En todos mis viajes por Asia y África he tenido la fortuna y la emoción de conocer a niños que me han ofrecido un poco de su tiempo y de su compañía. Todos ellos, sin excepción, disfrutaban con unos juegos improvisados, con canciones que no entendían, pero que les hacían bailar. Todos me acompañaban con la excitación de la novedad; supongo que pensarían en quién sería esa extranjera medio loca, cargada con una cámara, alejada de sus compañeros y que se mete en nuestras casas y nos hace reír. He encontrado en esos niños el placer de la inocencia, de jugar en la calle y hacer amigos, de compartir lo poco que haya. He visto fabricar cochecitos con botellas de plástico y ruedas recortadas de pedazos de madera; he visto decenas de pies descalzos bailar para mí, mientras yo no me podía creer protagonista de tal privilegio.

Desearía poder hacer un homenaje y agradecer lo que todos ellos me han dado. Es más que difícil recuperarlos, fuera de mis recuerdos. Algunos me han dejado huella indeleble. Todos me han ofrecido parte de sí mismos como un regalo que ni siquiera sabrán nunca que me han dado. ¿Ello nos hace olvidar sus ropas raídas, cuando las hay, sus cuerpos sucios y a menudo enfermos, sus escasas posibilidades de conseguir que sus propios hijos vayan a mejorar de condición? Jamás: olvidarlo sería la mayor de las traiciones.

Y de nuevo me siento impotente para expresarme: qué pobreza de palabras en comparación con la riqueza de vivencias que he querido contar.


6/11/10

Regresar


Hace mucho tiempo que inicié este espacio lleno de palabras y después lo dejé abandonado. Muchas cosas han pasado en dos años: varios viajes, algunas lágrimas, decenas de risas. Vivencias y experiencias compartidas o no. Ahora estoy de nuevo ante la pantalla y decido que ya es momento para regresar. He encontrado mis cuadernos de viajes, las libretas de múltiples formas donde voy escribiendo algo parecido a un diario heterodoxo cada vez que cargo con una maleta. He sentido una excitación suave pero insistente que me impulsa a convertir esas libretas en expresiones de cada tiempo pasado en libertad. Para mí (¿lo dije en algún otro lugar?) viajar es sinónimo de vivir. Voy a volver a vivir en estas páginas depositando en pequeñas dosis aquello que ocurrió en algún lugar en otro momento y que mis recuerdos han almacenado como si de un tesoro o un regalo se tratara.