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9/10/11

India: la vida a la vista-5. Hinduismo-2.

Oración frente al Ganges, Rishikesh.

De todas las religiones, el hinduismo es la más sorprendente y estimulante, pese a las íntimas contradicciones que la soportan y la inexorable permanencia de la injusticia a ojos occidentales. Solo una religión como ésta es capaz de sostener el sistema de castas, la constancia de la sumisión y, por otra parte, la insuperable amabilidad pacífica, hospitalaria, carente de preguntas.
En Udaipur llueve constantemente. El cielo se muestra hostil, oscuro, denso y transmite melancolía. Las calles empinadas y enfangadas, plagadas de suciedad, no invitan al paseo, pero la finalidad del mismo es un privilegio que no debo dejar pasar. El templo dedicado a Visnu es un mundo en sí mismo. Está a rebosar de vida y de color y acoge a los forasteros sin manifestaciones evidentes: simplemente, me dejan estar. Yo no interfiero, no se me ocurriría, solo observo y me dejo llevar por los olores, la piedra tallada, las filigranas en mármol que me rodean acogedoras. Poco a poco, la gente llega y llena cualquier espacio disponible. En el sancta sanctorum la imagen del dios objeto de devoción se decora con lo que parecen miles de colores, brillos, adornos excesivos. El conjunto es estridente a nuestros ojos, pero allí simplemente queda bien. El humo de las velas encendidas aporta calidez y un punto de aturdimiento. Hay cánticos animados y gritos de adoración, seguidos de voces aclamadoras. Un hombre santo, vestido en rosa impúdico, mece un balancín donde se ha depositado la figura sagrada del dios, ante el que se inclinan los fieles y sobre el que se desgranan ofrendas en forma de flores. El balancín, cuna de una divinidad adorada por su cualidad de preservador, está decorado al estilo hindú con profusión de brillos y excesos cromáticos. Los candelabros de bronce se rellenan con la grasa que se quemará al final del culto y cuyo humo recogerán con ansia los creyentes que aspiran a verse purificados por el fuego sagrado.

 

La ceremonia se celebra al atardecer. Los fieles van acudiendo, las mujeres en atuendo multicolor, los hombres comedidos y neutros en sus avíos. La calidez del entorno no me abandona. Los cánticos crecen en intensidad y un anciano, que se mueve con gracia infinita, parece ser quien guíe el ritmo de los devotos, animados con la percusión de tambores y platillos diminutos. Frente a la cuna del dios, una vez finalizada la ceremonia propiamente dicha, mujeres y hombres toman posesión del suelo sobre el que se sientan, ocupando las dos mitades del espacio como si una línea invisible trazara la disposición y les mantuviera distantes y separados, aunque nada les impide tocarse, por lo próximo, si así lo desean. Una mujer, vestida de amarillo, se lanza a bailar con entusiasmo religioso y una pizca de sensualidad natural en cada movimiento de su cuerpo todo. El ambiente estaba impregnado de tal intensidad, de una emotividad tal, que no me atrevía a moverme, por miedo a romper el hechizo maravilloso, el privilegio que se me concedía.



Entre las prácticas más propias y atrayentes del culto hinduista se encuentran los rituales del fuego y del agua, puesto que ambos elementos esenciales se consideran purificadores. La expiación por el fuego incluye un proceso que terminará cuando los devotos se impregnen del humo que surge de los candelabros cargados con grasa y encendidos con mechas de lana. Al amanecer y al atardecer, frente al Ganges a lo largo de toda su extensión, miles de fieles se inclinan ante el fuego sagrado. Los brahmanes ejecutan una danza ritual, haciendo girar en círculos amplios los candeleros cuyas llamas van creciendo, alimentadas por el movimiento. Pronto el aire se llena de un humo de acre olor, denso y penetrante, que emana y se reparte alrededor de todos los presentes, incluyendo a las incrédulas, aunque respetuosas, como yo misma.

Candelabro para el ritual del fuego.

 Esperando la purificación, Rishikesh.

 Expiación por el fuego al anochecer, Rishikesh.

 Momento del ritual, Varanasi.

Cuando el ritual ha finalizado, los brahmanes pasean entre la gente acercándoles el fuego que les ha de purgar. Los fieles acogen el humo oscuro entre sus manos abiertas y después hacen el gesto de limpiarse el rostro, en la esperanza de ver así extirpados una culpa, un error o una maldad. Y yo, que he permanecido en silencio todo el tiempo, me quedo sin palabras, contemplando con ojos asombrados el eterno poder de la creencia, el fervor que acompaña a los dolientes y a los resignados. Yo, que voy con ánimo de aprender y vuelvo con el corazón lleno de preguntas.

 Ofrendas.

La purificación por el agua se enlaza con el culto al Ganges, la madre Ganga, el río sagrado y la fuente de la vida espiritual para los hinduistas. La mitología hindú presenta al Ganges en forma femenina, como madre o diosa, originado por Brahma a partir del sudor de Visnu. A su paso por Varanasi el río presenta niveles crecientes y mortales de contaminación, hasta el punto de que en sus aguas solo viven dos especies animales. Sin embargo, esas aguas son para los hinduistas la fuente de esperanza, de liberación y limpieza del alma. Creen que cada vez que se sumergen expían uno de los pecados; lanzar las cenizas de la cremación o el cadáver entero en el caso de los considerados puros libera del ciclo de las reencarnaciones. Es por eso que a lo largo del curso del río hay numerosos lugares sagrados donde es muy frecuente observar rituales vinculados al santo curso del Ganges, siendo especialmente notorios en las ciudades de Haridwar y de Varanasi.

Baño purificador en el Ganges a su paso por Haridwar.

Peregrinas frente al río, Haridwar.
 
Baño al amanecer en Varanasi.

Preparación de ofrendas, Varanasi.

Para nosotros, sabedores de los peligros de las aguas contaminadas, no deja de ser sorprendente la fuerte convicción de los hinduistas que se lanzan con entusiasmo al Ganges. No solo se bañan el cuerpo entero, sino que lavan sus ropas, sus útiles de comida, sus dientes y beben sorbos para que la expiación alcance los más íntimos niveles de su vida. No sé cuál es el porcentaje de enfermedades derivadas de tal práctica ni cómo ha debido ser la adaptación fisiológica de estos creyentes. El extremo se manifiesta en las figuras de los aghori, devotos de Shiva, que no consideran nada impuro que provenga del Ganges, por lo que acostumbran a comer la carne de los cadáveres que devuelve el río, sea cual sea su grado de descomposición. He visto a algunos de estos santones, deambulan por las calles desnudos e impregnados de cenizas de las cremaciones. No se cortan el cabello que les crece en desordenada cascada por el cuerpo. Afortunadamente, no les he visto en situación de mostrar su necro-canibalismo

Brahmanes en las callejuelas próximas a los crematorios, Varanasi.

Ha surgido en varias ocasiones la idea de la cremación. En el hinduismo se prescribe expresamente la cremación, ya que el cuerpo se considera solamente el receptáculo del alma mientras vive la persona, pero una vez muerta debe ser liberada para que fluya el ciclo de las reencarnaciones. En algunas ciudades tanto de India como de Nepal he presenciado cremaciones. El rito es interesante y no resulta especialmente desagradable, siempre y cuando se aisle la observación del hecho de otros componentes emocionales. Los cuerpos de los fallecidos se lavan con agua del Ganges y se perfuman y decoran antes de envolverlos en telas de colores brillantes. Suelen incluirles en lo que podemos llamar sudario unos pedazos de madera de sándalo. En teoría, la incineración con madera de sándalo sería la forma perfecta de conducir el alma hasta su posterior camino, pero es tan cara  y escasa que apenas se puede permitir una pira de esta calidad. Los crematorios se situan frente al río para que las cenizas puedan ser lanzadas a él inmediatamente después de la consunción del cuerpo. En algunas ocasiones he podido ver cuerpos que no se han quemado del todo y que también van a parar a la madre Ganga, quedando a veces anclados en la orilla y a merced de perros que merodean esperando obtener algún bocado. También he visto cuerpos enteros, ya que los considerados puros o santos no necesitan la incineración, al considerar que toda una vida dedicada al ascetismo es suficiente purificación.
Los hijos primogénitos, en señal de duelo, son rapados a pie mismo de la pira, mientras el cadáver espera su turno para ser pasto del fuego. El calor que desprenden las hogueras es impresionante. Los hombres que trabajan aquí aparentan un poco de hastío, mientras que algunas personas que pretenden visitar la zona se arrepienten al poco de llegar y marchan apresuradamente. A mí me interesa y no me causa trastorno alguno la visión de los cuerpos enteros o quemados. Me impresiona mucho más la indiferencia de los trabajadores, generalmente pertenecientes a la casta más baja o incluso a los intocables. Parecen ser ajenos a todo el proceso por el que ellos mismos habrán de pasar. Lejos de la asepsia que predomina en nuestra cultura, donde los muertos son apartados de los vivos, en el hinduismo se acompaña y se toca cada finado, participando en directo de su tránsito.

Puesto de venta de objetos para el ritual funerario, Varanasi.
 Primogénito en manifestación de duelo.
A la izquierda, envuelto en tela dorada, el cadáver.
Madera para las cremaciones, Varanasi.

En el hinduismo hay dos símbolos muy utilizados, aunque no siempre bien conocidos: la sílaba OM y la esvástika. OM representa el sonido primordial y el universo entero, la fusión de lo físico y lo espiritual, la trimurti sagrada. Es un mantra que permite liberar a la mente de pensamientos no necesarios que la alejan de la meditación. La esvástika es una figura en forma de cruz con los brazos doblados en ángulo que se utiliza como manifestación de auspicios favorales, de bien y buena suerte, del movimiento del universo y como representación del sol. Sin duda, nada más lejos de las intenciones de quienes la utilizaron para aterrorizar a todo un continente en la primera mitad del siglo XX. En toda India es muy frecuente encontrar imágenes de OM y de esvástikas, pintadas o esculpidas.

Símbolo OM pintado en la pared de un templo, Varanasi.

 Baño en el Ganges a su paso por Haridwar.

La experiencia de vivir el hinduismo en India es un privilegio. Mis palabras no alcanzan a transmitir ni la fascinación que me genera ni la intensidad de las vivencias de las calles y caminos, de los pueblos y los templos. Volver a India es un paso recurrente en mis intentos por comprender la sutil  y apasionante vida que allí se desarrolla. La religión hindú es, sin duda alguna, contradictoria y opresora, pero compensa con la posibilidad de convivir en paz. No sé si es suficiente. Solo puedo alcanzar a tener una referencia de otra forma de estar en el mundo y, como siempre, ser testigo ocasional para regalarme un tiempo propio, un tiempo libre. Un tiempo.

21/9/11

India: la vida a la vista-4. Hinduismo-1.

 Culto a Rama, Kolayat, Rajastan.

Hindúes. Musulmanes. Sijs. Jainistas. Budistas. Cristianos. Otros. La religiosidad en India impregna cada rincón, cada espasmo de la mente, cada instante de la respiración. No son palabras. Las cifras se pueden encontrar fácilmente: 82% de hinduísmo; 12% islam; 2% sijs y otro tanto cristianos; 1% de budistas y otro 1% de jainistas y creencias alternativas. Pero las cifras no pueden ocultar la realidad: en India la religión es más que en otros lugares del mundo el sustento de la forma de vida de más de mil millones de personas. Abrumador. Fascinante. Estremecedor. Inquietante. Alguien me dijo en Varanasi que el hinduísmo mantiene vivo el sistema de castas. No puede ser de otra manera. Pero la injusticia que ello supone a ojos occidentales no es sino cotidianeidad y sorpresa ante la duda in situ. Cuando intento escribir sobre ello, todo mi cuerpo se rebela y mis esperanzas de describir la realidad se ríen de mí, impotente para expresar las vivencias en las calles, en los templos, en cada rincón de vida que se manifiesta con libertad a pesar de las tensiones que aguardan.

 
Familia purificándose en el Ganges a su paso por Haridwar, Uttarakhand.

Al igual que se mantiene el sistema de castas, la religiosidad india permite la hospitalidad, la amabilidad y el respeto por cualquier forma de vida hasta el extremo del jainismo, cuyos monjes cubren su boca con una gasa para evitar tragar (y matar) involuntariamente pequeños insectos. La convivencia de creencias es al mismo tiempo abierta e íntima. Los hindúes tiznan sus rostros con franjas verticales u horizontales y con puntos de color en manifestación de su visita al templo. Los sijs destacan por el turbante. Los musulmanes, por sus ropas y algunos, los más devotos, por las marcas que los golpes sobre el suelo dejan en la frente. Pero esto no es sino superficialidad. La vida, la profunda vida religiosa, anclada en la tradición y en la supersitición, se convierte en la razón de ser de millones de personas y, entonces, toda racionalidad occidental sobra, debe callarse y esconderse. Especialmente cuando Haridwar se impone con las miríadas de peregrinos, devotos hinduistas que disfrutarán de una jornada frente a la imagen de Shiva y frente al Ganges purificador.


Ofrendas frente al Ganges en Haridwar, Uttarakhand.

El hinduismo es, como decía, la religión mayoritaria en India, profesada por más de 800 millones de personas. Se basa fundamentalmente en el culto a la trimurti o triple forma, manifestada en las divinidades de Brahma, Shiva y Visnu. Esta aproximación es excesivamente simplificadora, puesto que el panteón hindú se compone de, dicen, 330 millones de dioses y diosas, la mayoría de ellos sucesivos avatares o reencarnaciones de sí mismos, además de las relaciones que se establecen entre sí en cuanto a matrimonios, descendencia y otras expresiones de las deidades. Todo ello configura un orden caótico en el que cada pueblo y ciudad, cada aldea o grupo, incluso cada familia se inclina en sus preferencias por guardar devoción a unos más que a otros o a ciertas manifestaciones que les parecen más propicias para el culto y para solicitar que se cubran sus necesidades. El resultado de todo ello es una inmensa maraña de acontecimientos vinculados a la religión, expresiones de fervor, exteriorización de la veneración convertida, a veces, en fanatismo exento, no obstante, de violencia.


Puente Laxman Jhula, camino al templo sagrado Bahrat Mandir, Rishikesh.


La percepción de la religiosidad hindú siempre me ha maravillado. La gente se deja llevar por la emoción, exhibiendo sin pudor sus más ardientes expresiones de amor. He tenido el privilegio de asistir a varias ceremonias y en todas ellas me he sentido cómoda y tranquila en medio de un bullicio ensordecedor, rodeada por cuerpos ansiosos de tocar las figuras, bajo guirnaldas brillantes y junto a piedras decoradas, pintadas o simplemente tiznadas. 



El culto hindú se centra en las divinidades de la trimurti, a pesar de la ya mencionada ingente cantidad de otras deidades derivadas. Brhama se considera el dios creador, el supremo. Pese a ello hay pocos templos dedicados a él, siendo el más famoso el que está situado en la ciudad sagrada de Pushkar. Por el contrario, Shiva y Visnu gozan de lo que podríamos llamar gran "popularidad". Y entre los más queridos dioses, el pequeño Ganesha, el dios de la buena suerte y protector del hogar, motivo por el cual en las fachadas de muchas viviendas hay pinturas del dios o diminutos altares con su rechoncha figura impregnada de mantequilla y coloreada en naranja.
Las religiones son siempre fascinantes para una observadora fanática como yo y, entre ellas, el hinduismo ofrece la posibilidad de compartir las manifestaciones de la fe sin que mi presencia sea considerada por nadie una ingerencia impertinente. Pero nunca deja de sorprenderme, incluso escandalizarme, cómo un puñado de individuos, generalmente hombres, es capaz de someter a masas de gente bajo la idea del supuesto poder que emana de un invento artificial y artificioso. La reacción de la masa es también la misma, sea cual sea la religión: aceptación, sumisión, resignación y ese punto de alegría fanático nacido de la fe ciega. La credulidad, el cheque en blanco, la admisión incondicional de la palabra del charlatán. Me indigna y me emociona observar cómo las gentes, muy humildes en su mayoría, depositan su confianza  en personajes que se han coronado a sí mismos con la verdad y la palabra.  Junto al Ganges, al atardecer, una mujer que ha pagado una cantidad de dinero recibe consejo espiritual de un hombre santo. He visto cómo éste, mientras habla a la mujer, pasea la mirada a su alrededor con indiferencia, más atento a otros estímulos. Discurso, pues, preparado, tantas veces repetido que es automático. En qué manos cae, me digo, la íntima convicción del consuelo en el más allá.


Mujer rezando a Shiva en Udaipur, Rajastán.

8/9/11

India: la vida a la vista-3. Movimientos.

Una tienda en Jaipur

En India todo está en constante movimiento. Los comercios, los transportes, la gente que se desplaza de un lado a otro, con o sin rumbo, convierten el país en una olla exprés. Es atrayente sentarse a observar una especie de danza loca compuesta de cacofonías sonoras, caóticos ajetreos e intercambios de corrientes coloridas que se cruzan sin rozarse, lo cual resulta milagroso teniendo en cuenta la densidad y el ansia de proximidad que parece adueñarse de los habitantes. Una consecuencia es la falta total de intimidad o de espacio personal. Sin darme cuenta, me convierto en parte de ese flujo constante y me muevo al mismo ritmo, hipnotizada por las fluctuaciones, arrullada por el calor.

Un descanso junto al templo, Rishikesh, Uttarakhand.

Las formas de moverse más sorprendentes, fascinantes y, por qué no, arriesgadas son dos: los transportes en rickshaw y los ferrocarriles. La experiencia de los rickshws es, sin duda, atrevida, aunque no siempre peligrosa. Tal vez esto mismo no lo diría alguien que se aventure por primera vez en esa especie de antiguos motocarros con motor de vespino o poco más, que sortea el tráfico infernal de las calles en pugna con vehículos más grandes, más pequeños, más de todo. Montar en uno de ellos es una prueba tan excitante como sobrecogedora. Las riadas de coches, motos, camiones y bicicletas se entremezclan sin orden ni ritmo. El más astuto y no necesariamente el más grande pasará primero. Parece que las normas de tráfico no hubieran sido aún inventadas, sino solo sugeridas al ver todos los semáforos y las señales burlados por el caos.

 Circulación habitual, Agra, Uttar Pradesh.

La mescolanza de vehículos a motor se completa con la temeraria incursión de peatones que, sin posibilidad de cruzar tranquilos, se lanzan inopinadamente en un intento por sortear las oleadas de ataque por todos los flancos. Es interesante, entonces, observar cómo en cada vía se arriesgan varias filas, de manera que en una calle de dos carriles puede haber al mismo tiempo y en paralelo cuatro, cinco y a veces hasta seis vehículos que hacen sonar sus bocinas en anuncio de incursión. Cabe añadir que sutilezas como  el sentido de la vía no son tenidas en cuenta. Desde el asiento del rickshaw se pasa del interés al miedo y viceversa en cuestión de segundos y todo ello varias veces en un mismo trayecto.


En India podemos encontrar varios niveles de pertenencia a la sociedad capitalista. Los hay que poseen tales riquezas que se mueven en un mundo paralelo, al margen de la suciedad y el calor, protegidos por empleados de seguridad, ausentes de la realidad que les circunda. Hay otros, por el contrario, viviendo en los círculos concéntricos de Dante y su descenso a los infiernos en escalones cada vez más bajos. He visto gente que sobrevive vendiendo productos escasos, comida preparada o fruta; otros que sacan una báscula para pesarse y cobran por ello una fracción de rupia; y los que transportan comida para algunos más afortunados, con lo que se aseguran una colación propia al día. De entre todos me llama la atención especialmente los conductores de rickshaws-bicicleta. Utilizan la pura fuerza de sus piernas y mueven el vehículo que arrastra el peso inconmovible de los otros. Suelen ser hombres ya mayores, algunos también jóvenes pero no los que abundan, muy delgados, vestidos con un pantalón o una falda-pareo y una camisa, todo ello del color de la tierra con la que parecen haber sido lavados. Se acompañan de una tela que les seca el sudor, copioso, al caer en tromba por sus rostros e, imagino, por sus espaldas. Cuando imploran la atención para ofrecer sus servicios, lo primero que siento es pena, la pena nacida de la conciencia de saberme una privilegiada frente a sus rostros ajados, barbados, tallados a piedra. Después pienso que no debo evitarlos, pues haciéndolo les privo de un jornal. Seguramente yo les pagaría más que sus compatriotas, pero me dejo llevar por la lástima idiota de quien no hace sino observar.

Un rickshaw a la espera, Pushkar, Rajastan.

Otra experiencia inevitable y extremadamente enriquecedora, aunque no siempre grata, es la de viajar en tren. Esto en India se asemeja a la observación en microscopio de formas de vida alternativas. Los trenes son de categorías diversas. El mejor es una especie de "borreguero", con servicio de comedor "a domicilio", es decir, en el sitio, así que no cuesta imaginar cómo serán los otros. Yo me metí en vagones de segunda y tercera clase y me pareció mirar a los ojos de una pesadilla. Hablando así puedo dar una imagen de prepotencia muy lejana a mi modo de ser y de pensar. Pero no se me ocurre manera más gráfica de describir el amontonamiento de personas, el hedor, los restos de comida y fluidos, los aseos sin limpiar desde tiempos remotos. En todas las estaciones he podido ver cómo la gente sube por las puertas contrarias, cruzando las vías temerariamente, para asegurarse un rincón sea cual sea la condición del viaje. Ello provoca una saturación de tal manera que a menudo las personas se sientan unas sobre otras cuando ya no queda espacio libre que cubrir ni en los vagones ni en las plataformas. Todos viajan apelotonados, acumulados y amontonados, pero ello no supone ni tumultos ni exclamaciones de disgusto o rencillas. Por el contrario, parece apoderarse de los viajeros una especie de sopor resignado, una monotonía de vida que les sume en el silencio y en la contemplación pasmada de lo que acontece alrededor. En los andenes, por otra parte, la espera se traduce en un asentamiento cuasi permanente. Es difícil distinguir los grupos y las familias que aguardan su tren de aquellos para los que el lugar en la estación es un remedo de hogar. Al igual que los que viven en las calles, los que habitan las estaciones semejan ajenos al ajetreo a su alrededor y a las miradas perplejas, investigadoras o simplemente pasmadas de quienes estamos allí de paso. Las estaciones, un submundo en sí mismo, están plagadas de gente que espera, que duerme, que caga o se lava en las mangueras dispuestas para abastecer los trenes. El ambiente es turbio por los olores, los bultos y equipajes que obstaculizan el paso, por las personas que cruzan las vías haciendo poco o ningún caso a la prohibición, a pesar de la inminente llegada de un convoy de carga, Una vida inquieta que se muestra despojada de pudor y a la que no le importa ser pasto de las cámaras y de la mirada impúdica de quien, como yo, volveré muchos días después al aséptico entorno del occidente privilegiado.


2/9/11

India: la vida a la vista-2. Sijs

Sijs frente al Templo Dorado, Amritsar, Punjab.

La figura de los hombres sijs es fácil de reconocer: un porte majestuoso, militar; barba a menudo tan larga que se enrosca sobre una tira de algodón; el turbante perfectamente envuelto sobre sí mismo. Las mujeres visten generalmente el punjabí, un conjunto de pantalón y blusón largo con foulard a juego, de colores alegres, brillantes. Pero esto solo es lo superficial. Aquello que realmente importa se guarda en el fondo de sus corazones. Los sijs se caracterizan, entre otras cosas, por su amabilidad y su acogedora hospitalidad, incluso con los hostiles y arrogantes turistas.
El sijismo es una religión que comparte doctrina con los musulmanes y con trazas del hinduismo. Surgió entre los siglos XVI y XVII, fundada por Gurú Nanak, es monotéista y se basa en la doctrina de los 10 gurús recogida en el libro sagrado llamado Gurú Granth Sahib. Los sijs han sido tradicionalmente guerreros y celosos de su independencia. Hay aproximadamente unos 24 millones de sijs en el mundo, la mayoría de los cuales se localiza en la región del Punjab, al noroeste de India y en frontera con Pakistán. Los sijs deben llevar como artículos de fe los siguientes elementos: el pelo largo sin cortar, que recogen bajo el turbante; un peine; un brazalete metálico; ropa interior de algodón; y una espada ceremonial, sustituida en la actualidad por una pequeña daga. Esta daga representa la libertad de espíritu y la lucha contra la injusticia y nunca debe ser usada para el ataque, sino solo como defensa.

 Templo sij en Delhi

He tenido dos experiencias con sijs en este viaje, ambas enriquecedoras y hermosas. Una fue en Delhi, donde se encuentra uno de los principales templos dedicados a esta religión. Allí me acompañaron, me explicaron cómo proceder y me permitieron deambular entre ellos en medio de sus plegarias. El templo es de mármol blanco. En señal de respeto hay que entrar descalzo, después de lavarse los pies en fuentes a propósito en la entrada, y cubrirse la cabeza, tanto las mujeres como los hombres. Hay, como en todas partes, un abigarramiento de colores y ruidos que, no obstante ser cacofónico y desquiciante, posee un algo de hipnótico que atrapa los sentidos hasta convertirlos en concordantes consigo mismos.

Mujeres lavándose antes de entrar en el templo sij, Delhi.

Los sijs son solidarios con sus semejantes y preparan comidas que los voluntarios recogen y cocinan para repartirlas a diario. Esto fue especialmente evidente en el centro sij por excelencia, el Templo Dorado en la ciudad de Amritsar.
 
Guardianes en el  Templo Dorado, Amritsar, Punjab.

La ciudad de Amritsar, próxima a la frontera con Pakistán, alberga el santuario sij más importante del mundo, el Templo Dorado. Amritsar es una de tantas ciudades de India: caótica, agobiante, sucia. Pero el recinto del templo es una maravilla de organización y limpieza. El espacio es enorme y la edificación toda en mármol blanco. En el centro un estanque donde se realizan abluciones rituales, en apartados para mujeres y para hombres por separado. Y en medio del agua, como surgiendo de ella, el templo propiamente, con sus 750 kilos, dicen, de oro puro y trabajado con filigranas  y relieves de gran belleza. En el interior se encuentra el libro al que adoran los creyentes.

El Templo Dorado.

El acceso al recinto y las normas sobrecogen por el rigor: ropa decente, cabello cubierto, pies desnudos y lavados. Contención, respeto, mesura. Una gran cantidad de indicaciones de cómo comportarse en un recinto sagrado que sufrió dos brutales ataques y que se ha estructurado como si de la defensa de una ciudad se tratara. La realidad, sin embargo, es más amable.
Cierto que hay personas que discretamente se encargan de la seguridad y cuya presencia se hace notar sin imponerse. Pero también, y lo mejor, es que los devotos son tan acogedores que poco a poco la tensión inicial va dejando paso a la relación cálida y próxima: risas y fotos compartidas, frases de saludo y manos levantadas, palma contra palma, en la forma india de indicar al otro que su persona resulta sagrada. Namasté.

Un descanso en el templo.

Durante horas he deambulado entre ellos sintiendo una acogida tan cálida como impensable en los templos de nuestras propias ciudades. El atardecer se acerca y mucho antes de que amanezca habré vuelto para participar, con ellos pero a la distancia de la fe, del traslado del Libro, ceremonia que se repite a diario y se acompaña de cánticos y salmodias. 
  
 

En el interior del recinto del templo, al que se accede por una pasarela sobre el agua, los hombres santos recitan y cantan sin cesar los pasajes de la palabra sacra. La belleza de las paredes y los techos es grande, pero resulta difícil atender a la vez a tantos estímulos: mujeres y hombres que peregrinan, escaleras que conducen a pequeños habitáculos profusamente decorados, gurús que recitan y el Libro, enorme y bello, frente al que se postran emocionados los creyentes.

Amanecer frente al Templo Dorado.

Uno de los elementos más sorprendentes y especiales del lugar sagrado es la cocina. A diario decenas de voluntarios reciben, preparan y cuecen alimentos para más de 10.000 personas de toda clase y condición. De hecho, al entrar en el recinto lo primero que recibí fue una bandeja compartimentada que un voluntario me daba para coger la comida, si quería. El trabajo se hace como en una cadena de montaje: mientras unos limpian y cortan las verduras (no utilizan ningún producto animal, ni siquiera en las ropas), otros las cocinan, mientras un tercer grupo lo sirve y otro más lava los cacharros. Los restantes mantienen todo el recinto limpio y dispuesto a la siguiente remesa.

Cocinas en el Templo Dorado

 Cocinas en el Templo Dorado


  Cocinas en el Templo Dorado

A pesar de todas las precauciones con que nos habían advertido a la hora de movernos por el templo y hacer fotos, lo cierto es que la gente de allí, los fieles devotos que dedican parte de su tiempo no solo a rezar, sino también a trabajar para otros, invitan a participar y a compartir. No solo no se niegan a ser fotografiados, sino que lo proponen y ellos mismos sacan sus móviles para grabar nuestras imágenes. 

Compartiendo.

 No hay turismo, no están acostumbrados al acoso de las cámaras y nuestro respeto es tanto que lo perciben y lo aceptan. Una mujer, anciana y elegante, me habla, mirándome con ojos amables. No la entiendo, pero una joven pareja que pasa junto a nosotras me traducen: gracias por venir a vernos, gracias por compartir nuestro mundo. A veces me gustaría conocer el lenguaje mágico que me permitiera transmitir a todas las personas que me acogen en sus vidas mi agradecimiento por el privilegio que me otorgan.
Cuando ocurren estas cosas, comprendo. Comprendo que viajar no es una huida, porque los fantasmas se llevan dentro. Comprendo que viajar tampoco significa esconderme, porque no hay cueva suficientemente oscura en la que desaparecer. Comprendo, simplemente, que viajo para reencontrarme con una parte de mí que es exclusivamente mía, hecha de momentos íntimos. Nadie más que yo sabe lo que siento en ciertas situaciones, cómo me emocionan y cuán difícil es de expresar. Pero yo lo sé, yo lo vivo y eso basta para que cada cosa adquiera sentido.


29/8/11

India: la vida a la vista-1. Reconocerse.

Una tienda en Pushkar, Rajastán.

Las mismas sensaciones, no por conocidas menos valoradas, se abren paso a empujones en cuanto el calor de Delhi se manifiesta. Es un calor que convierte el cuerpo en una marioneta de sí mismo y al que cuesta adaptarse, por mucha agua que beba y por mucha protección externa que use. Del suelo sube una sensación como la del infierno en pugna por salir a la superficie. Sin tregua va debilitando las fuerzas y te rinde apenas comenzada la batalla. Los ojos parecen bailar en un caldo caliente, como de sopa invernal. El sudor resbala, se desliza, cae en cascadas, encharcando a su paso tanto la piel como el alma, si la hubiera.
Pero India se reserva el zarpazo final. Cuando sientes que no vale la pena pasar por ello, cuando calibras la posibilidad de aguardar un rato a que descienda la temperatura, en loca ignorancia de lo que te espera, entonces ocurre la magia y ya solo quieres vivirla.
Las calles bullen de gente y de tráfico. En un rincón, un niño, una familia, un vendedor ambulante. Sonrisas y colores que te dan la bienvenida, intercambio de fotografías y risas, sin idioma que interfiera el momento. Miras a tu alrededor, oliendo el aire rancio, contaminado, sintiendo que una ligera brisa te da el descanso que necesitabas. Es en ese momento, pocas horas después de aterrizar, cuando reconozco que estoy irremediablemente enamorada y que me están abriendo los brazos para correr a refugiarme en ellos, sin prisa por volver y sin deseos de sentir más que el deleite, la pasión y el juego. Como si del amante se tratara, India se manifiesta desnuda y pícara, a la espera de ser de nuevo recorrida por mis ojos y mis manos, en el vano intento, por tercera vez, de serme ofrecida para nuestra consumación. Si pudiera, o supiera, cómo hacerte mía, tal vez no quisiera volver. Así que esperaré de nuevo a marchar casi virgen de conocimientos y enormemente plena de viviencias, con el agradecimiento en el corazón y el brillo del recuerdo en los ojos. Como al regresar del encuentro con el amante que ha sabido leerme y darme plenitud.

 Una calle de Delhi

Cuando pensaba en un título que recogiera el conjunto de artículos que estoy preparando sobre la India, me vino a la mente una escena de las muchas que había visto a lo largo de los días. La gente vive en la calle. Todo ocurre a la vista de quien quiera mirar: transacciones comerciales, comida, incluso necesidades fisiológicas se muestran sin pudor. Tal vez porque muchas de las personas no tienen lugar más privado donde recogerse. Por las noches las calles están repletas de individuos que, bien solos o agrupados por familias, se preparan para dormir en el suelo. Algunos tienen la fortuna de poseer unas telas o unos plásticos con los que cubrirse. Otros no. Así, las aceras suelen ser un muestrario de personajes en distintas poses de sueño. Por las mañanas los veré lavarse, vestirse y prepararse algo de comer igual que horas antes los había visto dormir. 
En consecuencia, pensé que un título que recogiera la esencia de lo que estaba viviendo debería reflejar esa vida al aire libre, la vida a la vista, pues. Y así queda.
Mujer en Amritsar, Punjab.

23/3/11

Ritos-1: Sulawesi, cultura Toraja

 Mapa de la isla de Sulawesi, en el archipiélago indonesio.

Sulawesi es una de los miles de islas que componen el archipiélago indonesio. En esta isla se desarrolló la cultura Toraja, antigua y compleja sobre todo en lo que atañe a los ritos funerarios. Esto es así hasta el punto que se han convertido en atracción de viajeros que son invitados a participar en tales ritos y acompañar a las familias en los funerales de sus muertos. Los Toraja son tradicionalmente animistas, aunque formen parte del país  con mayor número de musulmanes del mundo. Su espiritualidad se denomina aluk o el camino y supone una combinación de ley, religión y costumbres.
Los Toraja, que significa "habitantes de las tierras altas",  viven en unas casas llamadas tongkonan cuya forma recuerda la proa de un barco y se edifican en varias alturas, símbolo de la jerarquía existencial. 

En la parte más alta se guardan los objetos de valor y las posesiones más importantes. En la zona media habitan los miembros de la familia, donde desarrollan sus actividades cotidianas. Por debajo, en la franja más inferior, los animales.
Los colores omnipresentes en las viviendas Toraja son el rojo, el negro y el amarillo y cada casa se muestra con una gran variedad de dibujos geométricos cuyo significado está establecido desde tiempos ancestrales.
        


Diseño habitual en la decoración de las casas-barco. Sulawesi, Indonesia. 

Los toraja no tienen tradición escrita, su lenguaje es solo hablado. Una forma de transmitir conocimientos y costumbres es a través de los dibujos de las tallas en madera, que se convierten en manifestación cultural y en mantenimiento de las estructuras del pasado toraja. En el exterior de las casas es frecuente encontrar cuernos de búfalo colgados en la fachada, símbolo de riqueza y prestigio social del dueño de la misma.

 Casa-barco y cuernos de búfalo.

Los ritos funerarios son una de las partes más interesantes, ricas y complejas de la cultura toraja.  Los ritos funerarios toraja son extensos en tiempo y forma. En nuestra cultura estamos acostumbrados a dejar pasar apenas 24 horas antes de efectuar el ritual funerario y preparar el entierro o la incineración del cuerpo. Esto forma parte de nuestra asepsia y distanciamiento respecto a la idea de la muerte, sus consecuencias y protocolos correspondientes. En otras culturas, la muerte es un acontecimiento más cercano y mucho más compartido, incluso "vivido", aunque la expresión pueda resultar fuera de lugar.
Entre los toraja, el tiempo entre una muerte y el funeral correspondiente puede alargarse durante meses o incluso años. Todo dependerá de cuánto tarde la familia en recoger el dinero suficiente para los funerales, porque éstos han de producirse con gran esplendor.
 Recepción de invitados al funeral.

Cuando una persona muere, su cuerpo es depositado en una zona alta de las casas-barco. Se le prepara para que pueda mantenerse mucho tiempo, limpio e inyectado en formol. Desde ese momento será considerado un "enfermo" hasta que se celebren los funerales y deberá ser "alimentado" y cuidado como un miembro vivo más de la familia. La ceremonia será entre los meses de junio y septiembre, posteriores a la cosecha, porque en ese tiempo los parientes y amigos tendrán tiempo y ocasión de reunirse.
Los difuntos pueden llegar a "esperar" años hasta que la familia haya podido recoger el dinero suficiente que sufrague el gasto de las exequias. Cuanto mayor sea el gasto, más honor para el recuerdo del finado. 
Los toraja tienen una curiosa y entrañable excepción en los ritos funerarios y es la referida a los niños que mueren antes de que les hayan salido los dientes. Ellos piensan que cuando un niño tan pequeño muere, hay que seguir alimentándolo.  Como no podrá ser nutrido por la leche de su madre, algo debe sustituir ese alimento. Por esta razón, los pequeños son "enterrados" en grandes árboles. En el tronco se abre un agujero, en cuyo interior se deposita el cuerpo, tras lo cual cierran de nuevo el tronco abierto. Los toraja creen que la savia del árbol sustituye la leche de la madre y alimenta al bebé fallecido.

 Tumba-árbol de bebés.

La organización del funeral comienza preparando una zona, generalmente en el monte y alejada de poblaciones, donde se montarán habitáculos para los invitados. Las cabañas servirán de cobijo para los asistentes, que serán ubicados en función de su proximidad en el parentesco o su rango social. En estas cabañas los invitados serán constantemente agasajados con comida y bebida, especialmente té.

 Cabañas imitando las casas-barco durante los funerales.

La familia del difunto, incluidos los más pequeños que también participan del rito, viste ropajes de gala que representan y reflejan símbolos de las costumbres ancestrales y reproducen vestidos tradicionales indonesios. A medida que van llegando los grupos de invitados, los van colocando en las dependencias previstas y les ofrecen te y pastas como cortesía por el, a veces, muy largo viaje hasta el funeral. A cambio, todos los participantes en la ceremonia llevan presentes y ofrendas para la familia, generalmente bebidas, tabaco y, sobre todo, cerdos y búfalos que serán sacrificado durante los días que dura el funeral.

Búfalos para el sacrificio.

Los animales ofrecidos por los invitados son paseados para que se vea la cantidad de regalos que recibe la familia en homenaje al muerto. Los cerdos están atados y llevados a hombros, mientras que los búfalos están en una zona algo apartada para ser observados por quien lo desee. Los cerdos se colocan en el centro de la plaza donde están las dependencias de los invitados. Cuando uno de los animales es sacrificado, todos los demás huelen la sangre y comienzan una espiral ascendente de chillidos que sobrecoge el ambiente. Los sonidos estridentes de tal orquesta acompañan cada momento de los ritos y, junto con el calor húmedo,  se convierten  por momentos en orgía intolerable. Los búfalos son animales sagrados, especialmente los blancos con ojos azules. Su valor económico es muy elevado, de manera que regalar un búfalo significa hacer grandísimo honor a la familia. El sacrificio de los búfalos es tremendamente espectacular, aunque no apto para todos los estómagos. Los matan dándoles fuertes golpes de hacha en la cabeza hasta decapitarlos. La sangre salpica en todas direcciones, el polvo se levanta del suelo en grandes nubes y el conjunto es de irrealidad y misterio, ampliado por los gritos de las bestias y las voces de los espectadores.

Cerdos vivos a la espera de su hora.

El sacrificio de los animales tiene como objeto la honra al finado y, también, la alimentación de los asistentes, puesto que todo el proceso puede durar varios días. La carne es cocinada en grandes calderos cuyo contenido se repartirá equitativamente. Durante el tiempo que duran los ritos funerarios, habrá constantes procesiones por el recinto. Se trata de la recepción de invitados que llegan en grupos y son recibidos por los familiares para conducirlos hasta donde está el cuerpo del difunto o su representación en estatua. Allí rinden sus respetos y son nuevamente agasajados por la familia. Las procesiones o paseos hasta la carpa donde está el difunto tienen un carácter ritual. Son encabezadas por familiares y por personajes que danzan, representando o bien hechos de la vida del muerto o simbolismos vinculados con las tradiciones toraja. En otros momentos de los rituales grupos de hombres, ataviados con ropajes de luto, se sitúan en círculos y entonan cantos en honor del fallecido y con significado religioso.


 Momentos de la ceremonia.

Con los ritos cumplidos, el alma del difunto ya descansa en paz definitivamente. Solo queda por mantener la representación del fallecido en las imágenes "tau-tau". Los tau-tau son figuras de madera que simbolizan al muerto, de manera que se les añadirán  detalles que reflejen alguna característica suya. Por ejemplo, se las puede vestir con ropas alusivas a la profesión, o incluir algún objeto propio de la persona a la que representa. Los tau-tau son depositados en cornisas excavadas en las montañas, al ser considerados lugares sagrados. Los restos de los cuerpos pueden ser guardados en sarcófagos de piedra cuya forma es similar a la de las casas-barco y que permanecerán en cuevas situadas también en las montañas. En zonas donde se han depositado restos funerarios se pueden encontrar a la vez estelas, tumbas, sarcófagos y tau-tau.


Tau-tau en las montañas.

Tau-tau y sarcófagos en una cueva.

Las peculiaridades de la cultura toraja no se limitan a la conmemoración de la muerte y las honras a los familiares difuntos. Pero sí es cierto que tales ritos se han convertido en uno de los elementos más conocidos de esta cultura ancestral y en un fundamento de aprendizaje antropológico para los que hemos tenido el privilegio de vivirlo en directo. A pesar de los años transcurridos desde que estuve allí, sigo recordando los sonidos de los cánticos y  de los gritos de los animales; olores de la sangre vertida, la carne cocinada y los perfumes con que se aderezaba la solemnidad de los familiares; texturas de las suaves telas de seda y algodón, rugosas  y cálidas de las pieles de los búfalos y ásperas de las cañas en el suelo de la cabaña que me asignaron. Vivir y contarlo, un estímulo para los tiempos venideros.