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29/1/11

Las manos llenas

Manos realizando un ritual de agradecimiento. Sur de India.

Cuando emprendes un viaje, corres el maravilloso riesgo de llegar a algún lugar y de obtener el placer inquietante de conocer a personas que convertirán tu vida en más rica en matices. Cada paso que te aleja de casa es un trazo sobre la memoria. Si tienes suerte, perdurará sin miedo al transcurrir del tiempo destructor y de los acontecimientos cotidianos, tanto o más demoledores.
Como ya me conoces ligeramente, sabrás que para mí un viaje es un acontecimiento en sí mismo. Es mucho más que subir a un avión con el pasaporte en una mano y el equipaje en la otra. Que no implica necesariamente recorrer el mundo, una parte de él siempre pequeña, mientras miras a lo lejos los rincones que querrás visitar más adelante. Un viaje es la ida a cualquier lugar, aunque no siempre haya una vuelta. A veces te quedas donde has estado, porque allí estaba el útero protector o porque había nacido una esperanza de encontrar sentido. Otras veces, simplemente, no quieres volver, sin que haya concepto alguno detrás de esa idea. En alguna ocasión, incluso, has tenido la tentación de intentarlo y no te ha importado lo que quedaría de ti allá donde se supone que te esperan.
Un viaje para mí, ahora que he recorrido algo más que kilómetros, es la posibilidad de que las manos dejen de estar vacías. No en absoluto, por supuesto, no hay esa opción. Es la ocasión de atrapar al vuelo una pompa de jabón (ya te hablé de ellas) y que no se rompa, que se conserve y te transmita su calor. Un viaje es un intento de tender las manos, a ver qué pasa. En ocasiones, causalidad mediante, acaban comprometidas en un paseo infinito por los recovecos de un cuerpo. Otras permanecen expectantes, sin consuelo, o moviéndose acompasadamente, izquierda-derecha, en disposición de despedida. Suelen estar desprovistas de carga las manos nuestras, las de todos los días. Lo frecuente es una desazón más intuida que admitida, un prurito de dolor ligero, constante, omnipresente. Lo común es que las manos estén deshabitadas de afectos, desnudas de presión, desahuciadas de adhesiones.
Pero, cuando ocurre... Ya lo dije: mis manos en África pierden su función original, aquella para la que fueron evolutivamente generadas. Y entonces el vacío habitual se transforma en un momento eterno de agradecimiento. En los poblados se cuelgan de mis manos, hasta entonces vacías, los niños cargados de historia, vestidos de ojos inmensos, desdentados y febriles. Ellos me miran con interés, preguntándose por qué, si mi vida debe ser mejor, voy pues a su lugar y comparto el suelo donde se sientan. Yo me miro las manos y las veo ocupadas por mil dedos sucios y ya no están vacías y entonces quisiera poderles hablar con el corazón y despejarme de las angustias que se quedarán aparcadas durante el tiempo que mis manos estén así, ocupadas por mil dedos sucios.
Cuando ocurre, cuando ese espacio desierto al final de mis brazos ha retenido la pompa de jabón, se despejan las incógnitas. Encuentro entonces el valor para dar un paso más y puede que ocurra primero en la semiinconsciencia, pero lo recordaré y lo almacenaré en el trastero de los tesoros. En India abandono la cámara y tanto como hay por fotografiar, porque las manos se completan de esencias, texturas, formas y colores y no puedo abarcarlo todo con mis limitaciones evidentes. Así que me entrego al espectáculo y me olvido de usar esas manos despojadas que, no obstante, alguien cargará con flores recién cortadas en un amanecer a varios kilómetros de distancia.

Compartiendo juegos. Sur de India.

Cuando ocurre, qué ocurre, me digo, qué está pasando, cómo soportar el hecho ahora y cómo sobrevivir al después. Aquí, el presente se manifiesta en rumores que me cuentan al oído, suave suave por si nos escuchan, que hay una posibilidad de que por tiempo finito las manos dejen de estar vacías, huecas, ansiosas, expectantes, asustadas. Sin embargo, debo sobreponerme a la constatación latente de que "tiempo finito" es la expresión clave que desentrañará cualquier misterio. No hay más, seamos realistas, que un estallido extemporáneo, un golpe de suerte vinculado al azar más puñetero y sarcástico. Y sin embargo.
Sin embargo, pese a todo, maldita sea la hora en que termina, agradezco esos momentos robados a la sátira, durante los cuales mis manos no han estado vacías. Doy las gracias a ninguna divinidad no existente en especial por haber vivido con las manos llenas unos días, unas horas o, tal vez, unas semanas. Te doy las gracias a ti por haberlas convertido en espacios ocupados, sin pretensión de perpetuidad para no pervertir la alegría. Os doy las gracias a cuantos hacéis posible que la vacuidad sea eventual y con ello me hacéis consciente de su riesgo, pero también de su inconstancia. Vivir a manos llenas, si fuera posible. Como no lo es, y soy tan sensible a ello como a la forma de mis manos, espero con esperanza que vuelvan a colmarse, aunque sea por tiempo tan limitado que pueda ser apuntado como fecha de celebrar en el calendario del día a día.

22/1/11

Papúa occidental-2

Descanso en compañía de Pegemui. Tierras altas de Papúa occidental. Indonesia.

En Papúa me sentí cuidada y arropada como si fuera una persona especial, gracias a mi porteador o, como yo le llamaba, mi ángel de la guarda. Pegemui (no soy capaz de transcribir mejor su nombre) se ocupó de mí desde el primer momento hasta la terrible despedida, incluso me salvó de caer por un barranco profundo cogiéndome al vuelo. Era más bajo que yo, tan fuerte que me podía levantar del suelo con una sola mano, mientras cargaba con mi mochila y caminaba por el irregular terreno con los pies descalzos. Yo llevaba unas botas estupendas, bastones de sujeción y un pequeño equipaje personal que apenas molestaba, porque mi ángel cargaba con el peso de mis necesidades. Aun así, el camino era tan terriblemente duro, tan inestable e inseguro que, de no ser por Pegemui, no lo hubiera resistido.
Llegamos hasta Wamena en un Fokker-50 de pequeñas dimensiones. Desde el aire, el espectáculo de las montañas era impresionante. A Wamena no se puede llegar más que en avión, o mejor, en esos pequeños aviones de hélice, puesto que el aterrizaje se realiza en una pista en medio de una sierra elevada y puntiaguda. Ya el aeropuerto parece la puerta hacia una dimensión desconocida. Había una mezcla de soldados indonesios y nativos desconcertantes. La primera vez que ví un papú con su koteka y nada más, un hombre viejo que deambulaba sin aparente rumbo, me quedé tan sorprendida que tardé en reaccionar.

Papú cerca de Wamena.

En el aeropuerto (eufemismo para denotar el espacio en que aterrizan aeroplanos diminutos y se pasean individuos de toda clase y condición) había algunas personas que esperaban la llegada de los vuelos para recoger mercancías o el correo. Cuando el avión aterriza, no hay protocolo: unos descienden, otros se aproximan, alguien abre la compuerta de descarga, todos intentan sacar sus pertenencias. Es un cierto caos en el que me ví inmersa, mientras mi mente trataba de procesar la idea de que estaba a muchos kilómetros de distancia de algún lugar organizado y que iba a pasar unas semanas perdida en las tierras altas de la provincia indonesia de Papúa.
Wamena es una población de tamaño medio con gran cantidad de comercios y dedicada casi en exclusiva a los treks de las montañas del interior. Es el punto de partida para introducirnos en el valle de Baliem, donde abastecerse de todo lo necesario para la incursión de varios días y donde conseguir personal que ayude con el equipo y la infraestructura.


El proceso de inicio del trekking por las tierras altas de la provincia que los indonesios llaman Irian Jaya semeja los antiguos procedimientos fascistas de selección de trabajadores. Era aterrador ser parte de una discriminación basada en filias y fobias de quienes contrataban. Yo no alcanzaba a saber lo suficiente para entender todo el protocolo, pero los rostros de los contratados y de los rechazados eran harto clarificadores de cómo funcionan las cosas por allí. En una calle, cerca del "hotel" en el que me alojaba, se reunió un grupo numeroso de hombres dispuestos a aceptar la tarea de acarrear durante días el peso de nuestras provisiones, equipajes y necesidades. Desde lo alto de un camión, que más adelante nos serviría de transporte, el capataz dirigía la operación: tú sí, tú no, etc. Ellos, los papúes, no se alteran, parecen resignados a su suerte. En otra entrada ya he hablado de la espantosa discriminación que padecen los genuinos habitantes de esta zona por parte de los indonesios. Éstos han invadido la provincia y se han apoderado de cualquier posibilidad de desarrollo de los papúes, a quienes se niega el acceso a estudios superiores y buenos puestos de trabajo. Para los indonesios, son como animales, una fuerza bruta de trabajo. Tuve ocasión de comprobarlo personalmente cuando descubrí que a mi ángel de la guarda, a quien debo la vida, no le daban de comer más que las sobras, si las había. Desde el momento que lo supe compartí mi comida con él, a partes iguales, aunque me costó convencerle de que aceptara.


Cantos y bailes por la montaña.

El camino empieza en una zona que llaman "festival point". Allí nos reunimos todos, apenas unos doce viajeros y el doble de personas que se encargarán de nosotros, incluyendo cocineros, personal de apoyo y algunas de sus mujeres que trabajaron en el grupo. En total, una expedición numerosa. Para acceder al valle e iniciar el camino de las montañas, hay que pasar por una "frontera": los indonesios han apostado algunos destacamentos militares en ciertas zonas que consideran estratégicas, aunque en realidad están controlando a los papúes para prevenir posibles revueltas. Mi porteador, desde el principio, me despierta una gran ternura. Parece muy humilde y muy frágil, pero tiene una fuerza endiablada que me sacará de apuros en más de una ocasión. Resulta ser una persona excepcional que está pendiente de mí en todo momento, hasta el punto en que pierdo el miedo a la dificultad del camino. Si está conmigo, nada malo puede pasarme.

Encuentros por el camino.

El recorrido es terrible, muy duro, todo son subidas y bajadas, apenas hay tramos horizontales. Está embarrado y el suelo resbala, pero yo tengo la mano de mi ángel siempre cerca. En algunos tramos hay que cruzar puentes, bonita palabra para definir un trecho del camino sobre un río tormentoso y excitado que no es más que un entramado de maderas y lianas atadas con más fe que ingeniería. Los puentes son colgantes, movedizos, tienen pedazos sueltos y el río impetuoso ruge bajo tus pies cuando lo cruzas, mientras ves pasar el agua con una furia impredecible y te armas de valor para no mirar más de lo necesario.

A pesar de todo, disfruto de la sensación de estar en un lugar desde el que no tengo facilidad para volver. El guía nos advirtió en Wamena: si alguien tiene problemas físicos o psicológicos, que lo diga, porque no hay posibilidad de vuelta atrás, ni de llamar a equipos de emergencia. No hay contacto con el mundo exterior. Allí no funcionan los móviles, no puede aterrizar un helicóptero, no hay manera de escapar de una situación potencialmente peligrosa.
Son muchas horas de camino, montaña arriba y abajo, de saltos por las cercas de poblados y de barrancos vertiginosos. A veces es difícil respirar. Yo observo a mi porteador, que no se separa de mí y cada pocos minutos se vuelve a mirarme por si le necesito, que camina con unos pies deformados a fuerza de pisar descalzos las piedras y los montes, que se ata a la tierra con esos pies prensiles y pseudohumanos y que me sujeta a mí a la seguridad de su presencia.
Cada anochecer llegamos a un poblado. Llueve continuamente y los pocos habitantes de las tierras altas se guarecen en sus chozas al decaer la luz. Por supuesto no hay más iluminación que la luna y las estrellas. La lluvia imprime un cierto carácter de nostalgia al conjunto. Después de un día entero caminando por la montaña, no hay más que un chorro de agua fría que cae desde un estrecho canal donde lavarme y un pedazo de suelo donde poner el saco de dormir. Nos alojamos cuatro en una casa de madera que nos han dejado. No es cómodo, pero sí divertido por las conversaciones nocturnas y el recuerdo del día. Cuando paramos a comer a mediodía, es decir, a recuperar algo de fuerzas con una frugal ingestión de lo que fuera, los habitantes del poblado que nos acogen han cantado sus canciones tradicionales que hablan de guerras, de caza y de familia, cerdo incluido. Estábamos en el interior oscuro y ahumado de una choza, sobre un suelo de paja y tierra, cansados y sudados. Pero al escuchar esas voces tan antiguas, al intuir los rostros de los hombres y mujeres que se percibían a mi alrededor en la penumbra sentí, una vez más, la inmensa emoción de estar, de vivirlo. No me importa el cansancio y las incomodidades, porque no hay otra manera de sentir el privilegio.

Representación de danzas tribales. Festival de las tribus. Papúa occidental.

Cada noche, en cada poblado donde paramos a dormir, hay una vida intensa y amable. Nuestros porteadores y cocineros, que trabajan todo el día, no solo caminan como nosotros, sino que cargan con nosotros y nuestras pertenencias y tienen la vitalidad y la alegría suficiente para cantar por las noches. Cuando parece que todos debemos retirarnos a recuperar fuerzas, cuando la montaña nos envuelve y las estrellas, si no llueve, se muestran impúdicas con un estallido de vigor, escucharemos los sonidos ancestrales de una vida que se resiste a desaparecer. Desde un poblado a otro hay cánticos y gritos, comunicaciones que durarán un tiempo, que se irán suavizando y que, junto a los aullidos de los animales, nos adormecerán hasta que la luz se haga de nuevo.

Preparación del fuego.

El final del trekking se celebró con la ceremonia del cerdo (Papúa occidental-1). Al regresar a Wamena invitamos a nuestros porteadores a una cena de despedida. Al mío le hice algunos regalos, uno de los cuales había estado deseando durante todo el tiempo: mi cantimplora metálica. La noche fue, una vez más, amenizada por sus cantos. Hubo también discursos, recuerdos de los días pasados en convivencia y promesas de enviar fotografías. Al día siguiente de nuevo un Fokker-50 nos trasladaría a Jayapura, capital de la provincia, desde donde seguir viaje. Me costaba despedirme de Pegemui. Quería decirle muchas cosas, pero la dificultad del idioma me lo impedía. Pedir al guía que tradujera mis palabras en inglés al lenguaje local de mi ángel guardián me parecía una traición al espíritu de mis sentimientos. Así que opté por darle un abrazo, en la esperanza de que su intensidad le transmitiera algo de lo que hubiera querido decirle.
Se aferró a mí. Empezó a hablar con prisa, con ansia, con una pena perceptible en la voz convulsa. Me miró con sus negros ojos e intentó sonreír. Nunca sabré lo que me dijo en aquella despedida. Solo fui capaz de hacerme consciente del dolor que soportaba, de la fuerza de sus brazos salvadores y de la sensación, no por conocida menos espantosa e inevitable, de reconocer el adiós para siempre.

17/1/11

Paradojas

Bajo un puente de lluvia y viento. Provincia de Yunan, China.


Estoy en el sur de China y el calor ha sido insoportable todo el día, pegajoso, húmedo. La ropa se pega al cuerpo y la mochila se vuelve insufriblemente pesada. Por mucha agua que beba, siempre tengo sed. A veces la sustituyo por el té o por algún refresco, pero el azúcar que llevan estas bebidas aumenta la desazón en mi garganta. Parece que el camino es interminable, que la noche y su descanso no llegarán nunca. La carretera está en obras, cada pocos kilómetros hay que parar y quitar piedras del camino para avanzar un poco más. Llegaré a un pueblo pequeñito, de casas muy antiguas hechas en madera, oscurecidas por el humo de los hogares, donde los niños juegan en la calle y los ancianos se sientan sobre sus propios talones a fumar y a observar el mundo que les rodea. Hay canales de agua sucia y un estanque mucho más sucio todavía en el que saltan peces ignorantes de sus condiciones de vida, peces que, no puedo olvidar, se servirán a la mesa esa noche y mañana, junto con el resto de los ocho platos preceptivos. Dormiré en una casa particular, entre cuatro paredes de madera y sobre unas tablas sin colchón, compartiendo un minúsculo baño en el que resulta más fácil mear mientras te duchas a la vez, para que los pies no se cuelen por el único agujero del suelo al que va a parar todo. Sí, quiero decir "todo".


Comida diaria. Sur de China
Describo esto y sé que al leerlo pensarás que debo estar loca para seguir insistiendo en el mismo tipo de viajes. Pues, sí, porque allí mismo seré testigo de unos cantos del pasado más remoto en las voces puras e inquietantes de las ancianas. Porque allí me sentaré bajo el tejado de la torre antigua y, refrescada por la lluvia nocturna que cae por fin, escucharé los sonidos de las tradiciones que se resisten a ser olvidadas. Allí jugaré con los niños que se presentan con un saludo militar y se ríen cuando les imito, que me recuerdan que todavía tengo ganas de recrearme en la infancia. Allí, en aquel pueblo en el que apenas hay una bombilla por la calle, apagaré mi linterna y miraré por encima de mi cabeza, por encima de mí misma, las estrellas y sus guiños, las pícaras estrellas que parecen decirme que en mi mundo no se atreven a salir, cegadas por los artificios de la luz más insolente, pero que allí no sienten vergüenza de mostrarse en toda su plenitud. Compensa, puedes preguntarte, y yo no te voy a responder: es mucho más que eso.En Camboya, al igual que en Asia en general, el tráfico de las ciudades y los pueblos es infernal. Apenas parece haber carriles, cuando los hay. Los semáforos y las señales de tráfico son anecdóticas. La acumulación de coches, motos y peatones convierte las calles en auténticas pruebas de fuego para caminar. Si coges uno de los vehículos de pasajeros, rickshaws o similar, te parecerá haber montado en una atracción de feria que pone a prueba tus nervios, al pasar rozándote con otros muchos que circulan en tu misma dirección o la contraria, haciendo una aparente carrera de velocidad y obstáculos a la vez.
Una calle en Phnom Penh
Todo se puede complicar cuando llueve. En agosto el sudeste asiático se viste de lluvias. El monzón llega con la fuerza de un toro desbocado y se marcha de la misma manera, impetuoso y vibrante. Deja las calles inundadas, las ropas empapadas y las cámaras asustadas. He soportado varias veces esos chaparrones intensos y siempre me han dejado con la sorpresa puesta al observar cómo los sobrellevan las gentes de allí. Nadie se inmuta, nadie deja de hacer sus actividades habituales ni permiten que los intensos aguaceros alteren el ritmo normal de vida. Las bicicletas, abarrotadas de objetos para llevar al mercado, desafían las más elementales leyes de la física, incluso bajo la presión de la tromba. En mi caso, montar en bicicleta es una actividad que no realizo habitualmente, por lo que carezco de práctica y seguridad. En Siam Reap alquilamos unas bicis para visitar a nuestro ritmo los templos de Angkor.
El complejo de templos de Angkor es una de las maravillas histórica y artística del mundo. Cada uno de los edificios parece haber sido obra del delirio de un dios. Es imposible describir la sensación de entrar en Ta Prohm y enfrentarse a la piedra comida, vampirizada, abrazada por los árboles. Difícil expresar la violencia y la belleza de los rostros del Bayon. Complicado contar lo que significa recibir las imágenes de tanta exhuberancia de detalles y de rincones.

Fusión. Ta Prohm, Angkor. Camboya

Pero íbamos en bicicleta en plena época de monzones. Cuando descarga, parece que te echen un cubo de agua por encima. Los impermeables y capas de agua sirven durante unos minutos. Los paraguas, ni eso. El día se fue oscureciendo de repente. La lluvia no tardó mucho en aparecer pero, por fortuna, estábamos cerca de un templo en el que poder refugiarnos. Allí entraron también algunos niños y un par de adultos que habían estado montando un pequeño mercadillo de recuerdos. En poco rato tuvimos que ponernos los impermeables dentro de la estructura del templo, puesto que las grietas del techo filtraban agua en grandes cantidades. Al poco, el suelo empezó a inundarse, de manera que nuestros pies estaban hundidos en el charco. La cosa parecía seria, sin embargo hubo muchas risas porque jugamos con los niños a protegernos de la lluvia con nuestros impermeables. Estábamos todos empapados, el cielo estaba negro, no había apenas luz, pero la sensación de estar allí, bajo las piedras antiguas, bajo el agua inmutable, era más que placentera: era una cierta aproximación a eso que debe ser la felicidad.
Lluvia y piedra, Angkor. Camboya

El regreso al pueblo no fue tan grato, aunque también sirvió para unas risas. Decidimos afrontar el camino, más de diez kilómetros, cuando la intensidad del aguacero se convirtió en un chubasco más débil, porque se acercaba la noche y la carretera no tenía iluminación. El camino estaba inundado, de manera que el agua alcanzaba la mitad de las ruedas de las bicicletas. No podíamos pensar en perder el equilibrio para no caer en mitad de un gran charco, cargadas con las mochilas y las cámaras. El impermeable daba un calor espantoso, el sudor se mezclaba con la lluvia y se metía por los ojos, cegándome a causa de la sal. Los demás vehículos, que no tenían en cuenta ni mi ineptitud sobre dos ruedas ni mi fragilidad como conductora, pasaban a gran velocidad y me hacían tambalear peligrosamente. Nunca recorrí trayecto tan largo, aunque imprimí velocidad para acabar cuanto antes, mientras mis amigas sufrían por mí al verme lanzada en solitario. Lo peor, no obstante, empezó al llegar a los alrededores de la población. Como he dicho, el tráfico es infernal. Imagina mi triste figura empapada, cargada, con el impermeable revoloteando a mi alrededor, esquivando coches, motos, autobuses, peatones y sin saber por dónde ir. Llegué al hotel ya noche cerrada, guiada por las preguntas hechas al azar a vendedores ambulantes.
Ducha, ropa limpia y masaje aromático para relajar los músculos doloridos. Cena jemer en una terraza y daiquiris en la tertulia posterior. El recuerdo de mi primer día en Angkor, a pesar de la bici-experiencia, no puede ser más hermoso.

15/1/11

Cosas que pasan-1

Transporte público. Pakistán

Cuando viajas por el mundo no occidental, ése tan distinto a nosotros, pueden ocurrir decenas de situaciones dignas de ser contadas. Algunas serán anecdóticas, como el sentirte atrapada por la seguridad extrema en un aeropuerto iraní en el que, tras unas cortinas y delante de unas mujeres tapadas hasta las cejas, debes ponerte desodorante para demostrar que no eres una terrorista. Otras, más graves, en las que te enfrentas a la decisión de aguantar en una barca que puede volcar en cualquier momento sobre un río turbulento y bajo una tormenta terrible, en lugar de tirarte al agua y nadar hasta la orilla, compitiendo con los cocodrilos que has visto lanzarse en paralelo. Las hay trascendentales, como la que me ocurrió en Papúa, en el centro de una guerra tribal, mientras observaba a decenas de hombres armados con machetes que, sin embargo, me hacían saber que no tenía de qué preocuparme, puesto que yo no había ofendido a nadie y, por tanto, estaba a salvo.
Contado así, parece que salir de casa te aboca a terribles peligros y a circunstancias que nadie, en su sano juicio, querría vivir. Nada más lejos, nada menos cierto. Las situaciones accidentales, más o menos peligrosas, suceden en cualquier lugar sin necesidad de recorrer miles de kilómetros. Es cierto que hay contextos en los que la probabilidad de sufrir una tesitura problemática aumenta sustancialmente, aunque no por ello deja de resultar excitante y atrayente estar allí. No se trata de ser temeraria, sino de vivir la diferencia con respecto a la rutina.
En Pakistán me ocurrieron algunas circunstancias "peculiares". Es un país difícil para los occidentales y en especial para las mujeres. En un mercado de Rawalpindi me pegaron una patada y en un puesto de bebidas el comerciante se negaba a recibir el dinero de mis manos, por ser mujer. Sin entrar a valorar el daño que las religiones han hecho a la humanidad en general, y sin calibrar el nivel de estupidez que los fanatismos han depositado en las mentes incultas y acríticas, también debo decir que en otros lugares del mismo país me trataron con respeto, amabilidad y simpatía.

Camino a Islamabad. Pakistán

Una tarde, en ruta hacia la capital de Pakistán, sufrimos un pseudo-secuestro. La carretera era estrecha y sin asfaltar. A nuestra izquierda, la montaña altísima; a la derecha, muchos metros abajo, el río. Apenas había espacio para dos vehículos, aunque el nuestro era un pequeño microbús de 10 plazas. Nos seguían dos coches desde que atravesamos una población una media hora antes. No le dimos importancia, aunque el conductor estaba ligeramente incómodo. Nuestro grupo de viaje se había dividido en dos porque tuvimos problemas técnicos con el transporte y no nos quedó más remedio que alquilar los dos pequeños microbuses, que se seguían el uno al otro. De repente, uno de los coches perseguidores nos adelantó en una maniobra arriesgada, dadas las condiciones del camino, y frenó bruscamente unos metros más adelante, mientras que el otro se quedaba en la retaguardia, como vigilando. Del coche salieron tres individuos que gritaban y gesticulaban, dirigiéndose a nuestros conductores. El guía salió para intentar hablar con ellos. A los tres individuos se les unieron otros dos del coche que había quedado detrás. Todos parecían muy alterados y nuestros conductores estaban manifiestamente asustados. Dentro de los vehículos, sin entender qué ocurría, con la noche a punto de caer y el paisaje desolador que nos rodeaba, todos guardábamos un silencio incómodo. No nos atrevíamos a hacer nada, puesto que la situación era incomprensible y muy tensa. Pasó un buen rato de la misma manera, el guía empujaba a los conductores hacia el interior de los vehículos, pidiéndoles que los pusieran en marcha para seguir viaje. Éstos no se atrevían porque aquellos les increpaban de manera impetuosa y vehemente. Por fin, pudieron traducir lo que les pedían: dinero; dinero por atravesar su pueblo. Querían que pagáramos una especie de impuesto revolucionario por cruzar sus tierras y no haber alquilado sus vehículos, cosa absurda puesto que para ello hubiéramos tenido que llegar a pie desde cientos de kilómetros atrás. Cuando supe que el problema era de dinero, me tranquilicé. Si hubiera sido una cuestión religiosa o ideológica, la solución probablemente habría tardado más en llegar. Al final, conseguimos que los conductores pusieran de nuevo en marcha nuestros coches, los fracasados extorsionadores apartaron el suyo de la carretera y salimos de allí, ya noche cerrada.
No había terminado la aventura, sin embargo. El tiempo que estuvimos parados nos había retrasado mucho y, dado que era bastante tarde y estábamos hambrientos, paramos en un poblado de paso para descansar y comer algo. El pueblo era muy pequeño, apenas tres o cuatro calles rodeando la carretera, muy poca luz y un par de sitios donde encargar comida. Todo el grupo se acopló en lo que parecía un restaurante. Mi acompañante y yo, por el contrario, salimos a dar un paseo. El camino estaba oscuro. De repente, de una esquina salieron unos niños, alguno adolescente ya, y nos persiguieron para divertirse con nosotros. Más bien conmigo, porque uno tras otro corrieron hacia mí y me palmearon el culo con las manos abiertas. Dado que por allí no pasan habitualmente occidentales, ya que es un lugar más bien perdido entre las montañas,
supongo que en su reprimido y represor mundo tocarle el culo a una extranjera debía ser el colmo del atrevimiento y casi un ritual de paso entre los chavales de la localidad. Mi enfado se hizo muy evidente, pero la prudencia se impuso: solos, nadie sabía dónde estábamos, a oscuras, dos contra muchos..., mejor lo dejamos pasar. Dimos la vuelta para regresar a la zona donde estaban los coches y los puestos de comida cuando, para mi sorpresa, unos señores llegaron hasta nosotros, me dijeron algo que no entendí, por supuesto, pero su expresión denotaba vergüenza. Hicieron venir a los muchachos, les dieron un cachete a cada uno y les pusieron delante de mí para, según pude entender, pedirme perdón.

No debe resultar tan sorprendente, como podría parecer, el hecho de que aquellos hombres actuaran así conmigo en un país donde la mujer es un ser secundario. Para los musulmanes que no están pervertidos por el fanatismo, la hospitalidad y el respeto son sagrados. Yo era una huesped por el hecho de estar en su pueblo; por ello, debía ser respetada y tratada con la mayor de las atenciones. Lo contrario se consideraría contrario a sus propios principios.
Volvimos al lugar donde se habían quedado nuestros compañeros, dispuestos por fin a comer algo. El restaurante donde estaban ellos no nos interesaba, preferíamos algo más local, más auténtico, más cercano. La única alternativa era una especie de taberna donde servían comidas. A la puerta, camastros en los que los hombres se echan para descansar, fumar o charlar con otros hombres; en el interior, mesas y sillas desparejadas, vasos y platos con solera, humo, calor y olor a cordero y especias. Mujeres, solo yo. Pensamos que tal vez no quisieran servirnos, pero, nuevamente, la belleza de las circunstancias se impuso y renació lo que yo encuentro en mis viajes y quisiera ser capaz de transmitir, aunque lamentablemente me siento impotente: la gente maravillosa que hay en todas partes, bajo todas las condiciones, en cualquier momento y lugar. El tabernero salió sonriente y restregándose las manos en un trapo que seguramente conoció tiempos mejores. Hizo levantar a unos jóvenes de una mesa y nos acomodó en ella. Limpió la superficie con el mismo trapo de las manos y por gestos nos preguntó qué queríamos beber. Como el alcohol es impensable, la coca-cola es imperialista y la meca-cola no había llegado hasta allí, un zumo de frutas era lo más indicado. ¿Y de comer?, preguntamos, señalando nuestros estómagos con gestos evidentes de viajeros hambrientos. Y por gestos una vez más, lenguaje universal junto con la sonrisa, encargamos arroz, cordero y verduras, señalando los platos de otros comensales, en medio del regocijo que se iba generalizando. En cuestión de minutos, nuestra mesa se había llenado de platos humeantes, sabrosísimos, de comida que tenía que ser cogida con los dedos tal como nos enseñaron. Mientras tanto, algunos "políglotas" del local se aproximaron con intención de intercambiar impresiones: hello, you, country, me, hello, y las sonrisas, que se convertían en risas cuando intentábamos desentrañar las misteriosas y escasas frases en inglés que nos decía el que parecía el más culto del pueblo. Debía serlo, porque todos le pedían que nos dijera cosas: you where you? Spain. Spain? Yes, look: y trazábamos sobre la mesa de madera un improvisado mapa del mundo para indicar la distancia entre nuestro mundo y el suyo. Exclamaciones de asombro al comprender cuán lejos vivíamos. ¿Y qué hacéis aquí?, entendimos. Cómo explicarles, sin un idioma común, que estar allí era vivir y aprender.

Fabricación del pan. Pakistán

Estuvimos mucho tiempo con ellos, comiendo cordero especiado y contestando a las preguntas que nos hacían. Al principio, solo dos o tres personas, aparte del tabernero, se nos habían acercado. Un rato después, casi todos los presentes estaban rodeando nuestra mesa, sometiéndonos al simpático y esperpéntico interrogatorio sobre nuestra forma de vida. Señalaban nuestras cosas, con mucho respeto, por supuesto, y se preguntaban por la utilidad, el precio, la conveniencia. Hubo muchas risas aquella noche, muchas palabras desconocidas que pudimos compartir. Hubo una reconciliación, aunque ellos no lo sabían, con los pobres que nos habían asustado por la tarde porque la miseria les vuelve locos; con los fanáticos que aterrorizan a sus propios compatriotas y les impiden el desarrollo en libertad; con los hombres que no saben serlo sin someter a una mujer; con las mujeres veladas, escondidas, ignoradas. Esa noche, en algún lugar de las montañas pakistaníes, unos hombres amables me hicieron revivir, una vez más, la riqueza de las cosas que pasan cuando sales de viaje.

En el restaurante. Pakistán

12/1/11

Mercados-2

Mujeres en un puesto de carne seca. Sur de China.

China es un país inmenso. La variedad de paisajes, grupos humanos, formas de actuar y maneras de vivir es tan grande como sorprendente. Hay notables diferencias entre las zonas, asombrosas coincidencias y singulares convivencias como las que se producen entre los Han, mayoría étnica, y los Hui, minoría islámica. En todas partes se percibe de manera evidente el culto a las tradiciones y el respeto a los antepasados y a los mayores, aunque ello esté en pugna con el enorme desarrollo tecnológico y la aproximación progresiva hacia la modernidad occidental. He estado dos veces en China visitando lugares distantes entre sí, tanto geográfica como socialmente. Hace dos años recorrí una parte del sur, especialmente la provincia de Yunan. Me sorprendió tanto como me agradó la relación personal, muy cercana y cálida a diferencia de otras partes más monumentales y, por consiguiente, más turísticas. Aunque hay mucho que contar, me voy a centrar por ahora, de nuevo, en los mercados.


Puesto de verduras y frutas

Ya sabes cómo me gustan los mercados. Son los recintos donde la gente comparte su cotidianeidad, su comida, sus enseres, sus tertulias. Los mercados difieren según los países, pero todos tienen en común esa mezcla de vida y de energía; ese entrecruzarse los caminos; esa comparsa traducida en voces y olores de guisos, de bebidas, de elementos impronunciables que deseas no tener que probar, hasta que te invitan a ello. Cuando estoy de visita en algún lugar del mundo, sé que comeré aquello que se distribuye en los mercados. Haciendo memoria, he visto pollo crudo flotando en agua después de deshacerse el hielo que supuestamente había de conservarlo; he visto pescados comidos por las moscas, lo cual no era lo peor, puesto que más tarde vi dónde los pescaban y se trataba del mismo lugar donde desembocaban las aguas fecales del poblado; he visto cerdos, ovejas, cabras y camellos descuartizados con la misma saña que hubiera empleado algún célebre asesino en serie. En este caso, siempre me sorprende comprobar con qué deleite los vendedores te muestran las cabezas de los animales, exhibidas como pseudo-trofeos, animándote a probar bien los sesos, bien los ojos, bien esa parte almohadillada que recae bajo el mentón.
En China, como en otras partes, los mercados se distribuyen por sectores en cada uno de los cuales se compra-vende un producto determinado. No se enredan las mercancías, aunque el conjunto aparentemente sea caótico. A mí me fascinan especialmente los sectores dedicados a la alimentación. Los chinos procuran comprar vivo casi todo lo que van a comer. Es por esto que los pescados, así como las anguilas o las serpientes acuáticas, se conservan en peceras en las que el agua circula oxigenando la escasa vida que le queda al bicho. En el caso de las carnes, no suelen comprar vivo un cerdo o una vaca, pero sí un pollo, un pato o un perro. Los mantienen en cestas trenzadas que previamente han cargado a la espalda. Pensemos en zonas rurales, donde no hay grandes distribuidores mecanizados, motorizados, informatizados. En los mercados de los pueblos, la gente lleva a cuestas sus productos, escoge su sitio y presenta la mercancía de la manera más atractiva posible. Los animales, como he dicho, se llevan en grandes cestas de mimbre y allí se quedan, mirando como pasean por delante sus posibles degustadores.



Pescado bien fresco


Un vendedor con historia

La cena del domingo

En el sur-oeste de China, en las zonas rurales más alejadas de los grandes núcleos de población industrializada, la vida es más lenta y más intensa. La gente tiene tiempo para charlar entre sí y para palpar las carnes que desean consumir. Si los animales están descuartizados, toquetearán la consistencia de la grasa, la dureza de las mollas. Si están vivos, los voltearán para comprobar si están bien cebados o si su peso se corresponde con el dinero que piden por ellos. En algunos pueblos de aquella zona he visto preparar los perritos para su consumo. Era imposible no verlo, puesto que lo hacen en la calle. Y era obvio el motivo: puesto que la piel debe ser quemada y rascada para eliminar el pelo, lo mejor es no hacerlo dentro de casa y evitar los olores y los restos. Una vez limpio, lo lavan, lo descuartizan y lo hierven, a fin de dejarlo tierno. El resto queda a la habilidad del cocinero oportuno.
Las aves tienen un tratamiento diferente. Me encantó conocer que tanto en el norte como en el sur de China, pollos, patos, gallinas y otras bestias similares son sometidas a un centrifugado especial para despojarlas de sus incómodas e indigestas plumas. La primera vez que lo vi me dejó un poco extrañada: metían al bicho, una vez retorcido su pescuezo, en una especie de lavadora pequeña. De allí salía un olor extraño, bastante desagradable y, en pocos minutos, aparecía el ave limpia de plumaje y lista para ser destripada y cocinada al gusto del consumidor. Se trataba de la misma ciudad del norte, tal vez Turfan, en la que comería poco después un pollo increiblemente picante cuyos abundantes restos me hicieron llevar en una bolsa de plástico, tras ser despedida con aplausos entusiastas por haber intercambiado fotografías con los lugareños que dejaron de comer a fin de observar cómo lo hacía yo. Por suerte, los palillos no me resultan incomprensibles del todo.



Preparación de las aves para su venta

Un mercado siempre está repleto de formas, olores, sabores, colores. Los mercados chinos son especialmente abigarrados. Si, además, tenemos en cuenta que allí cualquier animal o vegetal es susceptible de ser consumido, podrás imaginar la ingente cantidad de ofertas que se ofrecen a los sentidos. No obstante, como puedes imaginar, no todos los rincones son igualmente agradables. Las especias y las verduras y frutas, así como los hongos o los panales de miel, se manifiestan como un escándalo de colores. Es agradable pasear entre tantos puestos distintos, recreándose con los aromas atrayentes y con las risas de los vendedores, que siempre encuentran la manera de hacerte probar algo de su mercancía. El sector del pescado huele increiblemente a fresco, lo cual no es de extrañar si recordamos que los peces se venden vivos. También las serpientes o los insectos se muestran en sus sinuosos movimientos, revelando pureza lozana. Las carnes, por el contrario, te dejan un agridulce recuerdo de sangre seca y grasa rancia, aunque no dejan de fascinar las porciones enormes que se depositan sobre los mostradores de madera impregnados de restos antiguos y los instrumentos de "precisión" con que son pesados y calibrados.


Miel en estado natural

Una venta cuidadosa

En los mercados, como sabemos, se vende todo lo que pudiéramos necesitar, bien para comer o bien para la casa, la ropa, el campo, o para cualquier situación, prevista o imprevista, de nuestra vida. Es el caso de la enfermedad. En China es muy habitual encontrar por las calles hombres y mujeres con batas blancas, pertrechados de una silla y una mesa, que se dedican a dar masajes a la vista de los transeuntes. Los dispensarios médicos suelen estar en plantas bajas de puertas abiertas y los enfermos, aun los dependientes de un gotero, se pasean distraidamente por la acera, sin alejarse mucho de la presencia de las enfermeras. En los mercados encontré, para mi asombro y, por qué no, regocijo, dentistas ambulantes. Exhiben, como los otros mercaderes, sus artículos. Y practican su arte abierta y públicamente, aunque no sabría decir si tienen por costumbre incluir o no la anestesia.

7/1/11

Placeres-1

Amanecer con luna llena en Palmyra (Siria)

Caminar descalza por una playa que parece imposible. El agua es transparente como el cristal y no corta los pies al robarle un poco de su frescor, sino que los acaricia con la juguetona suavidad del amante experimentado. La arena, cálida y blanca, se escurre por entre los dedos y desaparece con una mueca de desencanto al no poder permanecer, maldición del trasgo, acunada por mis manos. Una barca de madera despintada se mece con el vaivén de las olas, invitándome a subir, a bailar en su ritmo cadencioso, proponiéndome, quizás, ese paseo nocturno que sabemos cómo empezará y dónde acabará, pero no cuándo.
Un camino imposible de barro, unos pies que se aferran a la poca tierra estable en la pendiente dura, larga, una carga a la espalda que desearía arrancar de mí, porque me parece una condena, aunque es mi fondo de supervivencia para unos días... Y, sin embargo, todo se olvida al llegar al pequeño rincón disimulado entre montañas verdes y piedras desmesuradas, con el recibimiento de sonrisas desdentadas, danzas frenéticas, cabriolas grotescas y máscaras ancestrales. Me advierten, además, en el colmo de mi dicha, que pocos metros adentro del bosque una pequeña cascada vierte a borbotones agua con la que liberarme del sudor y olvidar todo lo que no sea sentirme plenamente en paz.

Llegada al poblado. Senegal
Entrar con humildad, pies descalzos, cabeza cubierta, silencio en el alma, en recintos de la fe paradójica. Observar la grandeza del espacio, la imposible belleza de los detalles, el mullido pisar sobre alfombras tejidas con un amor que mira más allá de su utilidad práctica. Escuchar las voces, porque se vive la creencia, el correr de niños y las llamadas de madres. Observar las curiosas miradas, no obstante inquisitivas, cuestionándose si soy digna, si puedo compartir, irónicas en espera de mis acciones. Andar a pasos lentos, uno tras otro, sin más prisa que el que me marquen para salir cuando se inicie el rito, con las preguntas dando vueltas en mi cerebro inquieto. Y encontrarme con el regalo de una mano, teñida de henna en revueltas hermosas, que me lleva dulcemente hacia un ángulo del templo, cuando todos los que son como yo han sido invitados a abandonar para dar paso a la fidelidad del culto, permiténdome, con una sonrisa, que les acompañe. Yo, descreída y crítica, sincera en mi respeto, que disfruto de la ceremonia repetida miles de veces, sin poder sentir más que el agradecimiento por haber sido elegida.
Deambular lentamente escoltada por piedras de siglos antiguos, erguidas con la dignidad del imperio. Pisar caminos tantas veces hollados antes por sandalias y carros y situarme en el punto que marca la encrucijada entre el cardo y el decumano, norte a sur, este a oeste, mientras la luz se despide con cierta vacilación. Las siluetas de columnas, de frisos, de volutas, de intersecciones se recortan contra el cielo de un azul que se oscurece por momentos. Largo paseo, increíble, cuando de pronto suena a lo lejos, claramente perceptible, la voz del muecín que se escucha fantasmagórica entre los restos de la ciudad que quedó como recuerdo de los seléucidas. Un escalofrío me recorre al hacerme consciente de la yuxtaposición de los tiempos en el anochecer.
Sonidos que llevan miles de años sonando, rítmicos, hipnóticos; aromas intensos de especias, acres de manteca, sólidos de animales; campanas de bronce que tintinean con la terquedad del crédulo; aguas sagradas que bendecirán la vida y la muerte; cuerpos empapados en sudor que chapotean cautivados por la presencia intangible de la liberación del dolor; ofrendas humildes que desaparecerán en la lejanía de la esperanza, llevando con ellas la súplica del que se consagra y se rinde desde mucho antes del nacer. Y estar allí, sintiéndote de todo menos ajena, vivendo una vida prestada durante el tiempo que tardes en hacerte consciente de tus diferencias, llorando con las voces que te consienten su compañía, aunque tú no eres relevante, sino tolerada, como se tolera el capricho de un niño, bajo la mirada indulgente de los que te perdonan no profesar.
Ritual purificador. Sur de India

Entre los tuareg del desierto es de honor la hospitalidad. Es un deber que conocen muy bien aquellos que viven en condiciones extremas y que, sin embargo, no solo no han olvidado, sino que dejarían de ser ellos mismos si no lo practicaran. Cuando llegas a una jaima y te sientas en la alfombra tejida a mano por las mujeres, puedes estar segura que se te prepara el recibimiento digno de una reina. Porque no serás menos, porque para un nómada que sabe de la dureza de sus días, cualquier persona debe ser tratada de acuerdo al rango de humanidad que se va perdiendo en otros contextos tan acomodados. Y te invitan a compartir el té. Y se pone en marcha un ritual que pervive desde que la memoria se hizo un lugar en el mundo. Te quedas fascinada por los movimientos de las manos, de los objetos, del agua y las hierbas que giran en un compás no sujeto a partitura alguna. El azúcar viene a continuación y cierra el ciclo el rito de mezclar y mezclar para disolver la dulce infusión. Dicen, en un mensaje cósmico que se repite desde que nació la eternidad, que el té se muestra bajo tres sabores: amargo, como la vida; dulce, como el amor; suave, como la muerte. Si, además, miras al cielo y ves todos los millones de estrellas que te acompañan esas noches, podrías encontrar algún sentido a la existencia, ya a punto de escapar, ya tal vez perdido, ese sentido, sin remedio.
Campamento tuareg, camino de Tombuctú. Mali

4/1/11

Viajando por los orígenes

Despedida
Norte de Etiopía

En Etiopía viví algunas de las experiencias de viajes más intensas, hermosas y emotivas de toda mi vida. Cuando alguien me pregunta por mi viaje favorito, no puedo decidirme por uno; sin embargo, suelo decir que Etiopía supone el viaje de mi vida. Los motivos son muchos, aunque puedo resumirlos en la carga de humanidad que pude experimentar a lo largo de aquel mes de agosto de hace ya tantos años.
El país tiene tres zonas culturalmente diferenciadas: la cristiana, la musulmana y la animista. Ésta última es la que más me interesa por ahora. El sur concentra los grupos étnicos, variados y dispares, muy lejanos de nuestra propia concepción de lo que es la agrupación social. Antropológicamente, la riqueza de este territorio es inmensa. Además, no podemos olvidar que en Etiopía se encontraron muchos indicios del pasado remoto del ser humano. En la actualidad las etnias del sur viven sus tradiciones como pudieron hacerlo siglos atrás. No obstante, preocupa y mucho el ritmo de deterioro que están sufriendo, debido en parte a la contaminación de los occidentales que pasamos por allí y que no siempre sabemos establecer una demarcación entre nuestras ansias de vivir lo diferente y la intromisión en quehaceres que nos deben ser ajenos.
Turmi es el nombre del campamento donde permanecería durante mi estancia en el sur y desde el cual visitaría los poblados de etnias diversas. Allí conocí a Toro, a Woro, a Kali y a las otras niñas que convirtieron mi estancia en mucho más que una visita. Los amaneceres en África tienen el encanto de los orígenes: no se oye nada, la luz se va mostrando con cierta vergüenza, como si sintiera romper el manto de la noche. En los poblados de chozas y matorrales la gente se despierta sin prisas, con las tareas definidas desde tanto tiempo atrás, dispuestos todos a cumplir con la previsión de unas obligaciones especificadas casi genéticamente. Pasear a esas horas inciertas por el sahel etíope ofrece momentos de éxtasis compartidos apenas con el aire casi fresco, con el zumbido de las avispas y con las voces incipientes.

Mis niñas Hammer

En otras ocasiones he dicho que en África mis manos dejan de tener la utilidad supuesta, porque se convierten en el soporte de tantos chiquillos que se cuelgan de ellas y me acompañan con sus sonrisas melladas y sus canciones no por incomprensibles menos adoradas. Los días que pasé en el campamento de Turmi, próximo al poblado Hammer, ni siquiera se me ocurría fotografiar los momentos: sencillamente, no tenía manos; perdón, debería decir que mis manos estaban ocupadas en menesteres más tiernos. Así que no cabía más que disfrutar del privilegio de estar allí, a cientos de kilómetros de un aeropuerto, a miles de kilómetros de casa, a años luz de mi rutina.
Los Hammer son una etnia amable, acogedora, receptiva al respeto y al cariño. Es fácil convivir con ellos y entrar en sus chozas, batir su mantequilla, acunar a sus niños, observar sus aseos, acompañar a sus novias encerradas y cubiertas de pasta roja. Te permiten con indulgencia de anciano sabio que quebrantes sus horarios y sus quehaceres; pero no dudes que mi injerencia es tan respetuosa, tan humilde, tan agradecida, que apenas se percibiría de no ser por mi indumentaria ad hoc y mi sonrisa enamorada.

Mujer y niño Hammer

Pero surge ahora mi contradicción perenne cuando se trata de reflejar hechos culturales. Hablemos del "ukuli bula". Los rituales de paso son parte indispensable de cualquier cultura: la primera comunión, la circuncisión, la mutilación ritual... Un ritual de paso suele ser el punto de inflexión establecido culturalmente que marca la transición entre la niñez y la edad adulta, en unos casos, o entre la infancia y la adolescencia, en otros. Los Hammer practican el "ukuli bula".
Un joven varón Hammer se convertirá en adulto cuando consiga culminar el salto del ganado. Para ser considerado maduro deberá superar unas pruebas que se inician días antes, pero que yo viví en su consumación a lo largo de un día difícil de olvidar. Como en tantas otras situaciones, las mujeres sufren las consecuencias de la metamorfosis del hombre: para que el joven de la familia pueda convertirse, ellas deberán someterse a la sumisión de golpes durante varias horas. El proceso es el siguiente:
El aspirante habrá pasado días recorriendo las chozas de aquellos que serán invitados, mientras las mujeres de su familia preparan los alimentos que se consumirán en el banquete que da fin a la ceremonia. El mismo día ellas anunciarán con risas, cánticos y sonar de trompetillas que se aproxima el momento en el que un nuevo hombre adulto va a nacer simbólicamente en el contexto del grupo. Mientras tanto, los que han superado la prueba ocho días antes, llamados "maz", preparan haces de ramas muy finas a las que quitarán todos los salientes rugosos hasta dejarlas convertidas en ligeros látigos de precisión. Con ellos golpearán repetidas veces las espaldas de las mujeres de la familia del aspirante (excepto la madre), causando heridas profundas que quedarán como terribles marcas permanentes.
Las mujeres no solo se enfrentan a los golpes, sino que los necesitan como una manera de demostrar su amor por el futuro adulto. Era sorprendente, casi incomprensible, la exigencia con la que pedían ser azotadas, quitándose unas a otras el puesto de honor para recibir un golpe más, y otro, con el desafío en la voz y en las miradas, el brazo levantado y la espalda en carne viva.
Muchas de las mujeres se habían emborrachado con una bebida fermentada preparada para la fiesta. Sin embargo, no basta este hecho para justificar el nivel de obsesión que alcanzaban algunas de ellas. Y entonces recurrimos a las explicaciones teóricas que los occidentales tenemos guardadas y a punto para casi todo: la pertenencia al grupo, hacer lo que se espera de ti para no ser rechazada; los ritos ancestrales que se viven como connaturales y sin cuestionarse; los blablabla que podemos alegar para tranquilizar nuestra mente. Puedo asegurarte que no es suficiente, ni siquiera llega a suponer un respiro. Porque todavía puedo oir el silbido del látigo -la rama pelada convertida en vara ceremonial- descargado centenares de veces durante horas; porque todavía veo correr la sangre por heridas inflamadas y por espaldas enquistadas a fuerza de participar en el tránsito de un joven. Porque todavía me estremezco al recodar que, en un momento determinado, surgió en mi cerebro sacudido el pensamiento de que mis niñas, las que me habían ofrecido su afecto y su compañía, pasarían por lo mismo poco tiempo después. Ni siquiera las mujeres embarazadas se libran de los trallazos, cargando a la vez con el cuerpo de su hijo en el interior y con el dolor y las marcas en el exterior de su cuerpo. Nada te libra de la sensación de espanto y de incredulidad al estar en medio de aquella escenificación incalificable.
Los hombres que ayudarán al aspirante, incluyendo a los maz, preparan el ganado para que pueda saltarlo por encima: ésa será toda la prueba que soporte el futuro nuevo adulto. Mientras tanto, siguen los cantos, los sonidos, los gritos de las mujeres que se van desplazando animosas hacia el terreno donde culminar el protocolo. Hacia allí voy yo también, medio consciente de estar en el sueño de alguna mente trastornada por el calor.
Las reses se disponen lomo contra lomo en una fila apretada. Habrá tantas como posibilidades haya tenido la familia. Los hombres se reunen en conciliábulo para dar consejos al aspirante; éste, encerrado en el apretado círculo de sus mayores y completamente desnudo, como debe saltar, vive sus últimos momentos de adolescencia. Y saltará, saltará tantas veces como sea preciso para no caer, lo cual le obligaría a empezar de nuevo; saltará y en cada paso sobre las vacas aleja un pedazo de su infancia, de su inmadurez. Saltará, mientras las mujeres proclaman la alegría por el renacimiento, gritan y alborotan en el clímax de la consumación, vociferan trastornadas por el alcohol y las heridas abiertas sobre las que aplicarán una pasta rojiza, como la que adorna sus cabellos, para disminuir en lo posible los efectos de la infección posterior.
Este ritual que viví con brutal intensidad no deja de abrir cientos de cuestiones que me encaminan, como siempre, a la encrucijada de sentimientos, ideas y emociones. El respeto cultural: mi reiterada pregunta, mi drama personal, mi duda permanente. Y por encima de todo, pensar quién soy yo para juzgar, estableciendo parámetros de lo que es bueno y malo desde mi acomodada posición. Acaso, recordemos, cada cultura vive sus propias humillaciones reconvertidas en símbolos, en ritos, en manifestaciones de superioridad, porque es la nuestra y la nuestra, no lo olvidemos, es siempre mejor... ¿Escuchas la risa? Suena tan amarga...