Vistas de página en total

21/9/11

India: la vida a la vista-4. Hinduismo-1.

 Culto a Rama, Kolayat, Rajastan.

Hindúes. Musulmanes. Sijs. Jainistas. Budistas. Cristianos. Otros. La religiosidad en India impregna cada rincón, cada espasmo de la mente, cada instante de la respiración. No son palabras. Las cifras se pueden encontrar fácilmente: 82% de hinduísmo; 12% islam; 2% sijs y otro tanto cristianos; 1% de budistas y otro 1% de jainistas y creencias alternativas. Pero las cifras no pueden ocultar la realidad: en India la religión es más que en otros lugares del mundo el sustento de la forma de vida de más de mil millones de personas. Abrumador. Fascinante. Estremecedor. Inquietante. Alguien me dijo en Varanasi que el hinduísmo mantiene vivo el sistema de castas. No puede ser de otra manera. Pero la injusticia que ello supone a ojos occidentales no es sino cotidianeidad y sorpresa ante la duda in situ. Cuando intento escribir sobre ello, todo mi cuerpo se rebela y mis esperanzas de describir la realidad se ríen de mí, impotente para expresar las vivencias en las calles, en los templos, en cada rincón de vida que se manifiesta con libertad a pesar de las tensiones que aguardan.

 
Familia purificándose en el Ganges a su paso por Haridwar, Uttarakhand.

Al igual que se mantiene el sistema de castas, la religiosidad india permite la hospitalidad, la amabilidad y el respeto por cualquier forma de vida hasta el extremo del jainismo, cuyos monjes cubren su boca con una gasa para evitar tragar (y matar) involuntariamente pequeños insectos. La convivencia de creencias es al mismo tiempo abierta e íntima. Los hindúes tiznan sus rostros con franjas verticales u horizontales y con puntos de color en manifestación de su visita al templo. Los sijs destacan por el turbante. Los musulmanes, por sus ropas y algunos, los más devotos, por las marcas que los golpes sobre el suelo dejan en la frente. Pero esto no es sino superficialidad. La vida, la profunda vida religiosa, anclada en la tradición y en la supersitición, se convierte en la razón de ser de millones de personas y, entonces, toda racionalidad occidental sobra, debe callarse y esconderse. Especialmente cuando Haridwar se impone con las miríadas de peregrinos, devotos hinduistas que disfrutarán de una jornada frente a la imagen de Shiva y frente al Ganges purificador.


Ofrendas frente al Ganges en Haridwar, Uttarakhand.

El hinduismo es, como decía, la religión mayoritaria en India, profesada por más de 800 millones de personas. Se basa fundamentalmente en el culto a la trimurti o triple forma, manifestada en las divinidades de Brahma, Shiva y Visnu. Esta aproximación es excesivamente simplificadora, puesto que el panteón hindú se compone de, dicen, 330 millones de dioses y diosas, la mayoría de ellos sucesivos avatares o reencarnaciones de sí mismos, además de las relaciones que se establecen entre sí en cuanto a matrimonios, descendencia y otras expresiones de las deidades. Todo ello configura un orden caótico en el que cada pueblo y ciudad, cada aldea o grupo, incluso cada familia se inclina en sus preferencias por guardar devoción a unos más que a otros o a ciertas manifestaciones que les parecen más propicias para el culto y para solicitar que se cubran sus necesidades. El resultado de todo ello es una inmensa maraña de acontecimientos vinculados a la religión, expresiones de fervor, exteriorización de la veneración convertida, a veces, en fanatismo exento, no obstante, de violencia.


Puente Laxman Jhula, camino al templo sagrado Bahrat Mandir, Rishikesh.


La percepción de la religiosidad hindú siempre me ha maravillado. La gente se deja llevar por la emoción, exhibiendo sin pudor sus más ardientes expresiones de amor. He tenido el privilegio de asistir a varias ceremonias y en todas ellas me he sentido cómoda y tranquila en medio de un bullicio ensordecedor, rodeada por cuerpos ansiosos de tocar las figuras, bajo guirnaldas brillantes y junto a piedras decoradas, pintadas o simplemente tiznadas. 



El culto hindú se centra en las divinidades de la trimurti, a pesar de la ya mencionada ingente cantidad de otras deidades derivadas. Brhama se considera el dios creador, el supremo. Pese a ello hay pocos templos dedicados a él, siendo el más famoso el que está situado en la ciudad sagrada de Pushkar. Por el contrario, Shiva y Visnu gozan de lo que podríamos llamar gran "popularidad". Y entre los más queridos dioses, el pequeño Ganesha, el dios de la buena suerte y protector del hogar, motivo por el cual en las fachadas de muchas viviendas hay pinturas del dios o diminutos altares con su rechoncha figura impregnada de mantequilla y coloreada en naranja.
Las religiones son siempre fascinantes para una observadora fanática como yo y, entre ellas, el hinduismo ofrece la posibilidad de compartir las manifestaciones de la fe sin que mi presencia sea considerada por nadie una ingerencia impertinente. Pero nunca deja de sorprenderme, incluso escandalizarme, cómo un puñado de individuos, generalmente hombres, es capaz de someter a masas de gente bajo la idea del supuesto poder que emana de un invento artificial y artificioso. La reacción de la masa es también la misma, sea cual sea la religión: aceptación, sumisión, resignación y ese punto de alegría fanático nacido de la fe ciega. La credulidad, el cheque en blanco, la admisión incondicional de la palabra del charlatán. Me indigna y me emociona observar cómo las gentes, muy humildes en su mayoría, depositan su confianza  en personajes que se han coronado a sí mismos con la verdad y la palabra.  Junto al Ganges, al atardecer, una mujer que ha pagado una cantidad de dinero recibe consejo espiritual de un hombre santo. He visto cómo éste, mientras habla a la mujer, pasea la mirada a su alrededor con indiferencia, más atento a otros estímulos. Discurso, pues, preparado, tantas veces repetido que es automático. En qué manos cae, me digo, la íntima convicción del consuelo en el más allá.


Mujer rezando a Shiva en Udaipur, Rajastán.

8/9/11

India: la vida a la vista-3. Movimientos.

Una tienda en Jaipur

En India todo está en constante movimiento. Los comercios, los transportes, la gente que se desplaza de un lado a otro, con o sin rumbo, convierten el país en una olla exprés. Es atrayente sentarse a observar una especie de danza loca compuesta de cacofonías sonoras, caóticos ajetreos e intercambios de corrientes coloridas que se cruzan sin rozarse, lo cual resulta milagroso teniendo en cuenta la densidad y el ansia de proximidad que parece adueñarse de los habitantes. Una consecuencia es la falta total de intimidad o de espacio personal. Sin darme cuenta, me convierto en parte de ese flujo constante y me muevo al mismo ritmo, hipnotizada por las fluctuaciones, arrullada por el calor.

Un descanso junto al templo, Rishikesh, Uttarakhand.

Las formas de moverse más sorprendentes, fascinantes y, por qué no, arriesgadas son dos: los transportes en rickshaw y los ferrocarriles. La experiencia de los rickshws es, sin duda, atrevida, aunque no siempre peligrosa. Tal vez esto mismo no lo diría alguien que se aventure por primera vez en esa especie de antiguos motocarros con motor de vespino o poco más, que sortea el tráfico infernal de las calles en pugna con vehículos más grandes, más pequeños, más de todo. Montar en uno de ellos es una prueba tan excitante como sobrecogedora. Las riadas de coches, motos, camiones y bicicletas se entremezclan sin orden ni ritmo. El más astuto y no necesariamente el más grande pasará primero. Parece que las normas de tráfico no hubieran sido aún inventadas, sino solo sugeridas al ver todos los semáforos y las señales burlados por el caos.

 Circulación habitual, Agra, Uttar Pradesh.

La mescolanza de vehículos a motor se completa con la temeraria incursión de peatones que, sin posibilidad de cruzar tranquilos, se lanzan inopinadamente en un intento por sortear las oleadas de ataque por todos los flancos. Es interesante, entonces, observar cómo en cada vía se arriesgan varias filas, de manera que en una calle de dos carriles puede haber al mismo tiempo y en paralelo cuatro, cinco y a veces hasta seis vehículos que hacen sonar sus bocinas en anuncio de incursión. Cabe añadir que sutilezas como  el sentido de la vía no son tenidas en cuenta. Desde el asiento del rickshaw se pasa del interés al miedo y viceversa en cuestión de segundos y todo ello varias veces en un mismo trayecto.


En India podemos encontrar varios niveles de pertenencia a la sociedad capitalista. Los hay que poseen tales riquezas que se mueven en un mundo paralelo, al margen de la suciedad y el calor, protegidos por empleados de seguridad, ausentes de la realidad que les circunda. Hay otros, por el contrario, viviendo en los círculos concéntricos de Dante y su descenso a los infiernos en escalones cada vez más bajos. He visto gente que sobrevive vendiendo productos escasos, comida preparada o fruta; otros que sacan una báscula para pesarse y cobran por ello una fracción de rupia; y los que transportan comida para algunos más afortunados, con lo que se aseguran una colación propia al día. De entre todos me llama la atención especialmente los conductores de rickshaws-bicicleta. Utilizan la pura fuerza de sus piernas y mueven el vehículo que arrastra el peso inconmovible de los otros. Suelen ser hombres ya mayores, algunos también jóvenes pero no los que abundan, muy delgados, vestidos con un pantalón o una falda-pareo y una camisa, todo ello del color de la tierra con la que parecen haber sido lavados. Se acompañan de una tela que les seca el sudor, copioso, al caer en tromba por sus rostros e, imagino, por sus espaldas. Cuando imploran la atención para ofrecer sus servicios, lo primero que siento es pena, la pena nacida de la conciencia de saberme una privilegiada frente a sus rostros ajados, barbados, tallados a piedra. Después pienso que no debo evitarlos, pues haciéndolo les privo de un jornal. Seguramente yo les pagaría más que sus compatriotas, pero me dejo llevar por la lástima idiota de quien no hace sino observar.

Un rickshaw a la espera, Pushkar, Rajastan.

Otra experiencia inevitable y extremadamente enriquecedora, aunque no siempre grata, es la de viajar en tren. Esto en India se asemeja a la observación en microscopio de formas de vida alternativas. Los trenes son de categorías diversas. El mejor es una especie de "borreguero", con servicio de comedor "a domicilio", es decir, en el sitio, así que no cuesta imaginar cómo serán los otros. Yo me metí en vagones de segunda y tercera clase y me pareció mirar a los ojos de una pesadilla. Hablando así puedo dar una imagen de prepotencia muy lejana a mi modo de ser y de pensar. Pero no se me ocurre manera más gráfica de describir el amontonamiento de personas, el hedor, los restos de comida y fluidos, los aseos sin limpiar desde tiempos remotos. En todas las estaciones he podido ver cómo la gente sube por las puertas contrarias, cruzando las vías temerariamente, para asegurarse un rincón sea cual sea la condición del viaje. Ello provoca una saturación de tal manera que a menudo las personas se sientan unas sobre otras cuando ya no queda espacio libre que cubrir ni en los vagones ni en las plataformas. Todos viajan apelotonados, acumulados y amontonados, pero ello no supone ni tumultos ni exclamaciones de disgusto o rencillas. Por el contrario, parece apoderarse de los viajeros una especie de sopor resignado, una monotonía de vida que les sume en el silencio y en la contemplación pasmada de lo que acontece alrededor. En los andenes, por otra parte, la espera se traduce en un asentamiento cuasi permanente. Es difícil distinguir los grupos y las familias que aguardan su tren de aquellos para los que el lugar en la estación es un remedo de hogar. Al igual que los que viven en las calles, los que habitan las estaciones semejan ajenos al ajetreo a su alrededor y a las miradas perplejas, investigadoras o simplemente pasmadas de quienes estamos allí de paso. Las estaciones, un submundo en sí mismo, están plagadas de gente que espera, que duerme, que caga o se lava en las mangueras dispuestas para abastecer los trenes. El ambiente es turbio por los olores, los bultos y equipajes que obstaculizan el paso, por las personas que cruzan las vías haciendo poco o ningún caso a la prohibición, a pesar de la inminente llegada de un convoy de carga, Una vida inquieta que se muestra despojada de pudor y a la que no le importa ser pasto de las cámaras y de la mirada impúdica de quien, como yo, volveré muchos días después al aséptico entorno del occidente privilegiado.


2/9/11

India: la vida a la vista-2. Sijs

Sijs frente al Templo Dorado, Amritsar, Punjab.

La figura de los hombres sijs es fácil de reconocer: un porte majestuoso, militar; barba a menudo tan larga que se enrosca sobre una tira de algodón; el turbante perfectamente envuelto sobre sí mismo. Las mujeres visten generalmente el punjabí, un conjunto de pantalón y blusón largo con foulard a juego, de colores alegres, brillantes. Pero esto solo es lo superficial. Aquello que realmente importa se guarda en el fondo de sus corazones. Los sijs se caracterizan, entre otras cosas, por su amabilidad y su acogedora hospitalidad, incluso con los hostiles y arrogantes turistas.
El sijismo es una religión que comparte doctrina con los musulmanes y con trazas del hinduismo. Surgió entre los siglos XVI y XVII, fundada por Gurú Nanak, es monotéista y se basa en la doctrina de los 10 gurús recogida en el libro sagrado llamado Gurú Granth Sahib. Los sijs han sido tradicionalmente guerreros y celosos de su independencia. Hay aproximadamente unos 24 millones de sijs en el mundo, la mayoría de los cuales se localiza en la región del Punjab, al noroeste de India y en frontera con Pakistán. Los sijs deben llevar como artículos de fe los siguientes elementos: el pelo largo sin cortar, que recogen bajo el turbante; un peine; un brazalete metálico; ropa interior de algodón; y una espada ceremonial, sustituida en la actualidad por una pequeña daga. Esta daga representa la libertad de espíritu y la lucha contra la injusticia y nunca debe ser usada para el ataque, sino solo como defensa.

 Templo sij en Delhi

He tenido dos experiencias con sijs en este viaje, ambas enriquecedoras y hermosas. Una fue en Delhi, donde se encuentra uno de los principales templos dedicados a esta religión. Allí me acompañaron, me explicaron cómo proceder y me permitieron deambular entre ellos en medio de sus plegarias. El templo es de mármol blanco. En señal de respeto hay que entrar descalzo, después de lavarse los pies en fuentes a propósito en la entrada, y cubrirse la cabeza, tanto las mujeres como los hombres. Hay, como en todas partes, un abigarramiento de colores y ruidos que, no obstante ser cacofónico y desquiciante, posee un algo de hipnótico que atrapa los sentidos hasta convertirlos en concordantes consigo mismos.

Mujeres lavándose antes de entrar en el templo sij, Delhi.

Los sijs son solidarios con sus semejantes y preparan comidas que los voluntarios recogen y cocinan para repartirlas a diario. Esto fue especialmente evidente en el centro sij por excelencia, el Templo Dorado en la ciudad de Amritsar.
 
Guardianes en el  Templo Dorado, Amritsar, Punjab.

La ciudad de Amritsar, próxima a la frontera con Pakistán, alberga el santuario sij más importante del mundo, el Templo Dorado. Amritsar es una de tantas ciudades de India: caótica, agobiante, sucia. Pero el recinto del templo es una maravilla de organización y limpieza. El espacio es enorme y la edificación toda en mármol blanco. En el centro un estanque donde se realizan abluciones rituales, en apartados para mujeres y para hombres por separado. Y en medio del agua, como surgiendo de ella, el templo propiamente, con sus 750 kilos, dicen, de oro puro y trabajado con filigranas  y relieves de gran belleza. En el interior se encuentra el libro al que adoran los creyentes.

El Templo Dorado.

El acceso al recinto y las normas sobrecogen por el rigor: ropa decente, cabello cubierto, pies desnudos y lavados. Contención, respeto, mesura. Una gran cantidad de indicaciones de cómo comportarse en un recinto sagrado que sufrió dos brutales ataques y que se ha estructurado como si de la defensa de una ciudad se tratara. La realidad, sin embargo, es más amable.
Cierto que hay personas que discretamente se encargan de la seguridad y cuya presencia se hace notar sin imponerse. Pero también, y lo mejor, es que los devotos son tan acogedores que poco a poco la tensión inicial va dejando paso a la relación cálida y próxima: risas y fotos compartidas, frases de saludo y manos levantadas, palma contra palma, en la forma india de indicar al otro que su persona resulta sagrada. Namasté.

Un descanso en el templo.

Durante horas he deambulado entre ellos sintiendo una acogida tan cálida como impensable en los templos de nuestras propias ciudades. El atardecer se acerca y mucho antes de que amanezca habré vuelto para participar, con ellos pero a la distancia de la fe, del traslado del Libro, ceremonia que se repite a diario y se acompaña de cánticos y salmodias. 
  
 

En el interior del recinto del templo, al que se accede por una pasarela sobre el agua, los hombres santos recitan y cantan sin cesar los pasajes de la palabra sacra. La belleza de las paredes y los techos es grande, pero resulta difícil atender a la vez a tantos estímulos: mujeres y hombres que peregrinan, escaleras que conducen a pequeños habitáculos profusamente decorados, gurús que recitan y el Libro, enorme y bello, frente al que se postran emocionados los creyentes.

Amanecer frente al Templo Dorado.

Uno de los elementos más sorprendentes y especiales del lugar sagrado es la cocina. A diario decenas de voluntarios reciben, preparan y cuecen alimentos para más de 10.000 personas de toda clase y condición. De hecho, al entrar en el recinto lo primero que recibí fue una bandeja compartimentada que un voluntario me daba para coger la comida, si quería. El trabajo se hace como en una cadena de montaje: mientras unos limpian y cortan las verduras (no utilizan ningún producto animal, ni siquiera en las ropas), otros las cocinan, mientras un tercer grupo lo sirve y otro más lava los cacharros. Los restantes mantienen todo el recinto limpio y dispuesto a la siguiente remesa.

Cocinas en el Templo Dorado

 Cocinas en el Templo Dorado


  Cocinas en el Templo Dorado

A pesar de todas las precauciones con que nos habían advertido a la hora de movernos por el templo y hacer fotos, lo cierto es que la gente de allí, los fieles devotos que dedican parte de su tiempo no solo a rezar, sino también a trabajar para otros, invitan a participar y a compartir. No solo no se niegan a ser fotografiados, sino que lo proponen y ellos mismos sacan sus móviles para grabar nuestras imágenes. 

Compartiendo.

 No hay turismo, no están acostumbrados al acoso de las cámaras y nuestro respeto es tanto que lo perciben y lo aceptan. Una mujer, anciana y elegante, me habla, mirándome con ojos amables. No la entiendo, pero una joven pareja que pasa junto a nosotras me traducen: gracias por venir a vernos, gracias por compartir nuestro mundo. A veces me gustaría conocer el lenguaje mágico que me permitiera transmitir a todas las personas que me acogen en sus vidas mi agradecimiento por el privilegio que me otorgan.
Cuando ocurren estas cosas, comprendo. Comprendo que viajar no es una huida, porque los fantasmas se llevan dentro. Comprendo que viajar tampoco significa esconderme, porque no hay cueva suficientemente oscura en la que desaparecer. Comprendo, simplemente, que viajo para reencontrarme con una parte de mí que es exclusivamente mía, hecha de momentos íntimos. Nadie más que yo sabe lo que siento en ciertas situaciones, cómo me emocionan y cuán difícil es de expresar. Pero yo lo sé, yo lo vivo y eso basta para que cada cosa adquiera sentido.