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27/12/10

Religiones-2

Ceremonia en un templo dedicado a Shiva
Sur de India


Ya sabes cuál es el tópico sobre la India: o te enamora o te horroriza. A mí me enamoró en el primer momento y me quedé atrapada por su fascinación para siempre. Reconozco que no es un país fácil y que no siempre resulta accesible. Pero para mí es un lugar donde volver una y otra vez. En las calles de India me reconozco como parte de otro mundo distinto al de cada día. Calles, olores, formas y gentes me dan la bienvenida y me recuerdan que, cuando estoy allí, es porque lo necesito.Y en ello estoy.
Una de los hechos más representativos de India es la religión. Los templos indios reflejan el espíritu del país. Un inciso se hace imprescindible: la religión en India no es asunto baladí. El país cuenta con más de 1.100 millones de habitantes, de los cuales aproximadamente el 80% son hindúes. Aunque el hecho religioso en India es más complejo de lo que puede establecerse en un humilde retrato como éste, no me puedo sustraer al fenómeno que he vivido y del que he aprendido, afortunadamente, como tantas otras veces. He visitado India en dos ocasiones y estoy preparando el tercer viaje para dentro de unos meses. En cada ocasión he sentido lo mismo: unas vivencias difíciles de calibrar y mucho más difíciles de convertir en palabras; y un conjunto de emociones imposibles de reinterpretar en términos occidentales. Es India: debes sumergirte en su mundo y dejarte llevar, sin preguntas, sin dudas, sin temores. El tópico en mi caso tiene una trascendencia: India me transfigura, me recuerda que allí puedo perderme, que es uno de mis dos lugares en el mundo, que, aun no sabiendo quién soy y a qué lugar pertenezco, India me acoge como si fuera una de los suyos.
Pero hablemos de religión. En India hay una amalgama de creencias, aparte del hinduismo: islam, jainismo, sijismo, budismo, cristianismo. El segundo país más poblado del mundo merece una consideración especial. Y, como siempre, entrar en terreno resbaladizo me vuelve indefensa frente a la magnitud del país y sus circunstancias. Lancémonos, no obstante, qué le voy a hacer si cuando inicié estas páginas ya me ofrecí en cuerpo y alma.
India en datos: segundo país más poblado del mundo, considerado subcontinente por su extensión e, incidentalmente, por su historia y su tradición comercial. Ruta de tránsito entre oriente y occidente, lugar de leyendas, de imágenes, de sueños, de aspiraciones y hasta de temores. India, lugar de referencia para los que, como yo, no sentimos precauciones a la hora de perdernos por un crematorio en las orillas del río más contaminado del mundo, o por las callejuelas sin fin pobladas de puestos de venta de millones de objetos inclasificables, o por los poblados polvorientos y sin embargo alegres, o al menos, donde me han hecho, una vez más, sonreir sin dudas.
India y el hinduismo. Me apasiona la religión hinduista, que es por encima de todo una forma de vida. Los templos hindues son reflejo del espíritu de los indios: abigarrados, simbólicos, surrealistas. Llenos de una vida que se ofrece ajena a las preguntas que los profanos no dejamos de hacernos y que, no obstante, se quedarán sin respuesta a menos que renazcamos, como ellos, siendo quienes son y aceptando la rueda de acontecimientos en espera del nirvana.

Mujeres preparando ofrendas. Templo shivaista, sur de India.

La religión hindú es tríptica: Brahma, el creador; Shiva, el destructor; Visnu, el conservador. Curiosa coincidencia con la trinidad cristiana, curioso cómo la tradición europea reproduce la trinidad en forma distinta y transfigurada cientos de siglos después. Los templos hindúes son monumentos repletos de joyas arquitectónicas, pero también, y especialmente, lugares de vivencias en los que bulle el quehacer indio en todo su esplendor: una mescolanza de personas, animales y ofrendas anhelantes, expectantes, ansiosas. Contradictorios y complejos más allá de los rituales: Shiva, el dios preferido, el destructor-creador-danzante-padre de Ganesha. Visnú, conocido en sus avatares de Rama y Khrisna. Bhrama, tal vez el dios que origina la triada y, con ella, la existencia de todo cuanto hay. Cada uno de los dioses del panteón puede multiplicarse en función de las circunstancias vitales y experienciales, porque su forma no es única, sino reconvertida hasta la imposibilidad de comprensión.
El hinduismo es una tradición religiosa politeista de la India y una filosofía de vida. En sánscrito se conoce como Sanatana Dharma ('religión eterna') o vaidika dharma ('deber védico'). El sánscrito es un idioma de la familia indoeuropea, una lengua clásica de la India y un lenguaje litúrgico del hinduismo, el budismo y el jainismo. Es uno de los 22 idiomas oficiales de India. Su posición en la cultura de la India y del sudeste asiático es similar a la que representaron el latín y el griego en Europa. Uno de los símbolos más importantes es la sílaba OM, que representa lo divino, Brahman, o deidad absoluta, y el universo entero. También, la esvástica, cruz cuyos brazos están doblados en ángulo recto, ya sea hacia la derecha o bien hacia la izquierda. El término proviene del sánscrito swastika, que significa "buena suerte" (literalmente "forma bendita"). ¿Lo sabrían quienes se apropiaron de ella y la expandieron con ánimo de convertirla en aglutinadora de ideas, en representante de asesinos?

En los templos hindúes predominan unos olores muy concretos: el dulzón y arrogante de las especias; el rancio de la mantequilla derretida una y mil veces sobre las figuras sagradas; el acre y oscuro de los murciélagos que se sobrepone a cualquier otro y que a mí me repele especialmente. En el sur, todos los templos se caracterizan por unos elementos que se repiten sin concesiones: el "gopuram" o cúpula escalonada, erguida en la entrada como dando la bienvenida a los visitantes, coloreada hasta el aburrimiento; y el "mandapam", pórtico con columnas que rodea todo el perímetro interior. Cada columna está tallada con una profusión de detalles digna de ser contemplada sin tiempo determinado, sin prisas, con ojos merecedores y mentes preparadas o, al menos, humildes.
Si visitas un templo hindú, y yo he estado en muchos de ellos, no dejas de asombrarte por lo sorprendente de su riqueza humana: gentes, animales, ofrendas, súplicas... Pero todo ello muy lejos de la sumisión enfermiza de las religiones europeas, con sus golpes de pecho y sus hipocresías escondidas en lo más profundo. Los hindúes son obvios: si tengo que pedir, pido; si tengo que llorar, lloro; si tengo que sentirme avergonzado, no me da vergüenza hacerlo público. Creen en la reencarnación, en el ciclo de sucesivas vidas que se prosiguen sin posibilidad de evitación, hasta que ocurra la liberación última, la liberación del dolor y de la encarnación en cuerpos físicos, hasta que ocurra el nirvana. Sus creencias les hacen resignados, sometidos a cuanto les pueda ocurrir, tolerantes también, puesto que el enfrentamiento con los aconteceres no les encamina sino a una vida posterior peor que la presente. El karma, la aceptación causal de las relaciones del pasado y sus vínculos futuros, la convicción de que lo experimentado en tiempos remotos puede ser determinante para el porvenir, convierte a los hindúes en viajeros de una existencia sin transición, en eterna espera, en frontera permanente, sin destino definitivo.
El hinduismo no puede resumirse en pocas líneas, y menos en una crónica modesta como la presente. Será preciso, pues, volver una vez y otra más, como si de un ciclo kármico se tratara, a recrearme en las vivencias que India me regala. El aquí y el ahora no tienen sentido más que en previsión de posteriores registros.



26/12/10

Estar en camino



Cuando cargo con mi maleta, medio desmadejada por la cantidad de vuelcos que le he hecho dar, puede ocurrir tal cantidad de circunstancias imprevisibles que mi viaje se llena a priori de emociones concretadas tiempo después. Si fuera capaz de prever, al salir de casa, lo que me espera, puede ser que no tuviera casa, que no recordara nombres ni personas, que mi vida no fuera más que un deambular eterno, que no supiera donde volver, que me perdiera para siempre en los acontecimientos seductores hasta decir basta.
Salgo de viaje y mi vida se transforma. Soy tan afortunada que puedo reconocer como viaje cada sincronía que me ocurra: aquella imagen, ese momento, todas las lunas, tú. A menudo he dicho a los que están tan próximos que son yo misma que si muero durante un viaje, seré la mujer más dichosa, la que ha cumplido consigo misma, la que no tiene que dejar disposiciones absurdas, temibles, dolorosas. Sueño con acabar mis días en alguno de los lugares que me han hecho llorar de felicidad, esa emoción tan intensa como efímera, que se prodiga tan escasamente, que me engaña para que no quiera irme otra vez, porque aquí estáis y también sois esa parte de mí que mejora con el contacto.
A veces tengo miedo de no poder decidir: si no vuelvo, qué será de mí sin vosotros; si me quedo, qué será de mí sin todo lo demás. Arrastro esa maleta traqueteada y aburrida y el mundo se vuelve más luminoso, dejo de tener conciencia, respiro con más intensidad, se alejan
casi todos los fantasmas; algunos viajan conmigo, inevitables. Me siento eterna. Qué era de mi vida antes. Qué ha sido de mi vida desde que. Habéis pasado vosotros, los que quedaréis. Han sido miles de kilómetros y vivencias imposibles que sin embargo ahí están, para refugio de instantes peores. No estoy segura de haber decidido yo, pero bienvenida sea la decisión, porque me ha configurado con una cierta tendencia a la creación, al disfrute, al no querer que la vida sea peor de lo que es. Aquí estoy. Apenas siento ya la necesidad de aprobación y de responder al si te pasara algo, al no sabemos qué es de ti, al dónde estuviste que no había manera.
Preparo el equipaje con mucho más que ropa y complementos. Lo acompaño con ganas de atrapar cada momento para hacerlo perpetuamente mío; lo cargo con ojos despiertos que no dejen de retratar mis pasos, mis encuentros; lo dispongo sin un plan determinado, casi vacío de pretensiones. Maleta compañera de rincones, polvo y agua; camarada de noches, de sueños, de vértigos; colega de llantos, de regocijos, de ausencias. Y la cámara de fotos, que a veces se convierte en un lastre. Cada vez me siento menos propensa a dejar constancia física en un soporte digital de todo aquello que, si desaparece de la memoria, no tendrá sentido fuera de ella. Las miradas, las vivencias, las manos, los hechos, los cuerpos, las lluvias, los rostros, las lunas, las sonrisas, los paisajes cómo pueden inventariarse sin perversión, sin violación.
Con el pasaporte en mi mochila me percibo cosmopolita, en el sentido etimológico y diogenésico: ciudadana del mundo. Traspasar una frontera no es más que dar el primer paso. En ocasiones me preguntan qué busco tan lejos, si no me gustan otros destinos más cercanos, más civilizados. Tengo que hacer un esfuerzo para que no se me escape la risa amarga que me provocan con semejante expresión. Civilizados. Ya no contesto a esa pregunta, no es significativa. Ni siquiera intento explicar que adoro cualquier lugar al que pueda ir y aprender y vivir y sentir la carga de emociones que se me regala. Que la distancia no es la que marca el viaje, sino que es el viaje el que me marca a mí, esté donde esté. Cierto que tengo mis preferencias, y quién no. Ya sabéis que me apasiona divagar por los mercados africanos y las callejuelas indias. Pero también disfruto sin remedio del románico en un pueblo de Soria y de la pulcritud del monte cercano bajo la lluvia.
No necesito más para sentirme viva que abrir mi maleta y pensar en qué me llevo esta vez. Nada que suponga un viaje me es ajeno: ni el cansancio, ni la angustia, ni el goce inmenso e inexplicable de experimentar el trayecto ni, por supuesto, el privilegio infinito de haber estado allí. Quisiera permanecer en el camino el tiempo suficiente para comprenderme y para resarcirme.

23/12/10

Papúa occidental-1

La provincia indonesia de Irian Jaya -Papúa occidental- es una reserva de grupos étnicos (danis, lanis, ...) con peculiares tradiciones. Hasta hace pocos años todavía practicaban la antropofagia, eran tal vez los últimos caníbales. Hoy en día los papúes son los habitantes más maltratados, discriminados y relegados de toda Indonesia. El gobierno practica una encubierta limpieza étnica, permite que en la provincia se asienten comunidades procedentes de otras islas superpobladas y que paulatinamente se apoderen de las tierras y los negocios de los papúes; consiente en que misioneros occidentales se extiendan por la provincia para "evangelizar" a los nativos y hacerles abandonar su cultura. Una de las formas de sumisión consiste en vestirles con ropas que no se corresponden con sus usos y costumbres, puesto que los hombres papúes solo cubren su pene con una calabaza que ellos mismos cultivan a propósito y las mujeres llevan los pechos al aire. El resultado es que los originarios de Papúa se han convertido en sombras de sí mismos, les han arrebatado sus derechos pese a ser ciudadanos igualmente, están perdiendo su dignidad y es frecuente ver a muchos de ellos deambular por las calles de los pueblos en franca manifestación de abandono y decadencia. Aunque no es éste el tema que quiero desarrollar, no he podido evitar hacer una breve mención por la importancia que tiene y para no olvidar.
El cerdo en Papúa es el animal emblemático y se considera un valor cultural, social y económico. Es el bien más preciado y la posesión de uno de ellos, que formará parte de la familia hasta su sacrificio, denota el nivel elevado de su dueño. Cuando se va a celebrar la fiesta en la que será sacrificado y comido un cerdo, todo el grupo participa según su estatus y preponderancia.
La ceremonia del cerdo es un ritual que dura un día entero y en el que tuve la suerte de participar en el poblado dani de Kilise. Habíamos llegado después de varias horas de marcha por las tierras altas, con tremendos desniveles y puentes imposibles sobre ríos caudalosos. Por el camino coincidimos con muchos danis y lanis, cuya inocencia y simpática timidez me cautivaron y me hicieron odiar la represión a la que están sometidos. Recuerdo una imagen en Wamena, el mayor pueblo de las montañas, en la que un niño papú miraba con envidia desde la calle los juegos de los niños indonesios en el patio del colegio al que él no podía asistir.
La ceremonia se inicia con la representación de danzas rituales que simulan escenas de guerras tribales y de asuntos cotidianos. Todos los habitantes del poblado participaron, dispersos por las colinas entre las que se distribuían las chozas de madera, engalanados con sus mejores plumas, pinturas y tocados. Los hombres cubren, como he dicho, su pene con unas calabazas vaciadas y secadas al fuego; las mujeres llevan unas faldas de fibra y una red del mismo material colgada a su espalda y cogida por la frente, en la que depositarán sus pertenencias y los objetos de trueque. Todos cantan, el día es espléndido, me siento una privilegiada, como tantas veces.
Después de las danzas se procede a la caza del cerdo. Al ser un animal valioso y noble, no se le sacrifica sin más, sino que se le deja en libertad y los hombres deben perseguirlo y lanzarle flechas hasta que el animal muere, tal como se hacía en tiempos remotos. A continuación se procede a la preparación para ser cocinado: se descuartiza y se limpia con delicadeza, como si estuvieran despidiendo a un amigo. Mientras tanto, ocurre otra parte de la ceremonia que a mí me tenía fascinada. El cerdo será cocido en un horno excavado en la tierra y el calor de la cocción se lo proporcionarán decenas de piedras ardientes. Los hombres y las mujeres se reparten las tareas. Unos preparan un túmulo de madera que se convertirá en la hoguera donde calentarán las piedras. Éstas, una vez quemadas, se cogen con unas curiosas pinzas elaboradas con un madero no muy grueso abierto en la punta. Otros disponen el "horno": cavan en la tierra un hoyo de profundidad y extensión suficiente para acoger la gran cantidad de elementos que irán a parar dentro. Una vez hecho el agujero, lo limpian y alisan y lo cubren de hierba fresca recién cortada. La disposición es tan cuidadosa que incluso resulta estética. Las piedras ya calientes se van trayendo con las pinzas de madera y se introducen en el hoyo hasta cubrirlo en su mayor parte.
No queda sino poner la comida y esperar. Por capas van añadiendo verduras, patatas y plátanos que serán el acompañamiento de la carne. El cerdo, abierto en canal y con las vísceras alrededor, se dispone sobre los vegetales con todos los honores. Por encima, más piedras ardientes y hierbas hasta formar un montón que se envolverá con más plantas. El conjunto parece un paquete de regalo, inmenso, perfecto en su envoltorio natural. El resultado es, en realidad, una olla a presión. Durante horas el calor de las piedras transformará los alimentos para su consumo y en ese tiempo, la gente del poblado cantará, preparará el suelo en el que nos sentaremos a comer y me dejarán que les acompañe.
Cuando se destapa el horno de tierra, se inicia el protocolo de la comida. Primero se sirven las hierbas que, al ser largas -una especie de acelga, helechos...- se comen como si fueran espaguetis. Naturalmente, aunque huelga decirlo, no hay cubiertos ni platos. Después se trocea el cerdo y se reparte de acuerdo con una jerarquía. Esta fue una cuestión muy interesante: los danis se habían sentado en círculos, mujeres y hombres por separado; además, en cada círculo no podían mezclarse personas de rango diferente. Los ancianos eran los que mayores consideraciones recibían; tras ellos, los hombres fuertes, protectores y guerreros; y así sucesivamente, mujeres, jóvenes, niños. Por otra parte, los pedazos del animal también se repartían en el mismo sentido: los más sabrosos y delicados para los ancianos, seguidamente el resto, hasta que las vísceras, grasa y pedazos menos apetecibles iban a parar a los niños y a las mujeres jóvenes. La carne se acompañaba con las patatas y los plátanos cocidos al mismo tiempo.
La comida ha concluido con un parlamento del jefe del poblado. Me emocionó especialmente su súplica para que recordáramos lo vivido y para que lo contáramos a nuestros amigos. Daba la impresión de que estaba pidiendo que les consideremos parte del mundo que intenta excluirles. Y de nuevo surgen mis contradicciones: ¿debemos esperar que permanezcan aislados, manteniendo sus formas ancestrales de vida, o abrirles camino para que se integren en el mundo moderno y dejen de ser ellos mismos? Si hubieráis visto sus miradas humildes como yo, la respuesta a mi pregunta sería evidente. No queda sino recordar que la noche anterior, mientras esperaba el sueño tendida en el suelo de una choza, las montañas que me rodeaban se impregnaron de cantos, de voces, de mensajes transmitidos a gritos, como lleva ocurriendo siglos, como seguirá ocurriendo si sobreviven al genocidio.

19/12/10

Si pudiera rezar



Aquella noche nos quedamos solas, todos se habían marchado a dormir. Al día siguiente iniciábamos el regreso después de recorrer durante semanas una parte del sudeste asiático. Estábamos tan lejos de casa, tan felices, tan cansadas. Teníamos millones de confidencias todavía por contar, no habían bastado las noches en vela junto al ron y los paseos interminables entre foto y foto. Quedaban sueños por soñar y palabras por arrancar, qué difícil se hace a veces decirlo todo. Las dos hemos sentido el placer de poder deshacer nuestros nudos gordianos con alguien capaz de entender el dolor y nos hemos regalado la posibilidad de llorar frente a heridas que nunca cicatrizarán. En medio de maletas vagabundas hemos reído pensando en cómo contar aquello que nos ocurrió en el mercado, en la callejuela, frente al río, junto al burdel. La de veces que habremos imaginado la forma de expresar nuestra incertidumbre en la aduana de Hong Kong, con mi equipaje de mano cual cuerpo de autopsia, destripado y a la vista de ojos inquisidores y tú ofreciéndote a testificar en mi favor.
Recuerdo tus ojos achinados mirándome al bajar del globo, ya sabes, un rato después de habernos estrellado contra la montaña, tan arriba que la muerte era segura, incrédula todavía porque yo, que no quería subir y que era un riesgo potencial, le había salvado la vida a la más trémula de las pasajeras. Y aquella noche en la que los daikiris se acabaron, no había bastante ron que acompañara tanta risa, en un pueblo perdido del sur de China, o aquella otra en que la casa de madera colgada entre colinas escuchó nuestras canciones.
Los mercados de países lejanos, ésos que nos hacen sentir vivas, han acogido nuestro caminar lento. Hemos pisado rincones polvorientos, terrosos, marmóreos, infinitos. Hemos vibrado al entrar en lugares que solo la imaginación es capaz de diseñar, temblando de emoción al enfrentarnos al árbol que se come la piedra. Cuánto tiempo es mucho tiempo. No hay mensaje capaz de transmitir las vidas compartidas, minutos o años. A veces, una eternidad se vive en un instante. A veces, un instante puede ser eterno.
Decías que habías sido acogida, adoptada, rescatada, no recuerdo el término preciso. Siempre es camino de doble dirección: yo te adopto, tú me adoptas. La voluntad es recíproca, la soledad también; la compañía, ni te cuento. Ni tú ni nadie, recuerdas, nuestra canción, la que nos define, la que nos manifiesta, la que nos deja en evidencia frente a un mundo incapaz de aceptar la independencia. Tan diferentes y, sin embargo, tan próximas. Tengo mis dudas de si esperabas algo más de mí, algo que no estoy en condiciones de dar, mis limitaciones son evidentes y mi incapacidad para ser perfecta es mucho más que notoria. Pero, con todo, lo he intentado.
Ahora, cada vez que tu teléfono me indica que no estás disponible, cada vez que mis mensajes no tienen retorno y que sé en qué lado oscuro te estás moviendo, miro esta foto e intento recordar qué hacíamos ese día. Los detalles no son significativos, aunque está presente como si acabara de pasar. La noche anterior grité para que te dejaran en paz. En ese momento la paz era con nosotras, como si nos despidiera a gritos en el silencio de la noche. Cuerpos cansados de calor y caminos; mentes ebrias de intensas emociones; un regreso inevitable, por mucho que esperado.
Regresa, por favor. Es difícil imaginar el mundo sin ti. Si te volviera a ver, te abrazaría con tanta fuerza, con tanto miedo, para atraparte definitivamente. Regresa. Me haces falta. Me duele no tenerte deshaciendo la maleta a mi lado, muertas de risa porque el baño es un cubículo al que hay que entrar de cara y salir de culo, porque comeremos algo impronunciable que preferimos no saber qué es y que nos pasaremos con los palillos fermentados en agua caliente. Me hace mucho daño no escuchar una vez más tu voz diciendo eso de venga, preciosa, vamos a cantar, que esta gente no sabe lo que le espera.
Regresa, por favor. Cuando estás, te comes el mundo y nos das lecciones de energía. Por qué vives tan lejos, que no puedo ir a gritarte, a colgarme de tu timbre. Cuando estás, el mundo sonríe, la luz es más fresca, los viajes parecen de verdad. Regresa, por favor.
Mañana volveré a llamar, como hoy, como tantas veces. El teléfono me dirá que sigues hundida en un abismo, que no puedes respirar y que tampoco eres capaz de pedir. Regresa, por favor.

Siento que te estoy perdiendo, dice la canción de Aute, y yo la lloro cada vez que pienso en ti.

15/12/10

Tajabone


Cada vez que recuerdo África me encuentro ante una encrucijada de sentimientos. África es el resto del mundo, lo que nadie anhela, a no ser para sacarle beneficios, el lugar en el que no querría perderse la gente que abomina de su triste condición de vida. Las carreteras africanas son en su mayor parte de tierra y contienen tantos baches como barro cuando llueve. Las ciudades grandes acumulan enormes edificios y chabolas miserables sin fronteras entre ambos mundos. Los poblados de tierra roja o amarilla se llenan de chozas y chamizos variados, no hay orden ni posibilidades de higiene. Dispersos a lo largo de las entradas a los pueblos, los puestos de los vendedores callejeros. Son entramados de maderas desiguales, levantados sobre el suelo apenas unos palmos, con una pequeña abertura desde la que se puede adivinar los productos expuestos para la venta, objetos amontonados sin orden ni acierto, cualquier cosa susceptible de ser vendida y comprada. Deambulando, los otros vendedores, los que ni siquiera cuentan con el tabuco desde el que esperar a cubierto del sol o de las tormentas, los que se buscan la vida como pueden y se mueven con la cadencia del que ya no tiene nada que desear. Las casas de construcción más sólida se muestran inacabadas, aunque exuberantes de color, del color que impregna África y la viste de esperanza, de mentira piadosa, de ilusión vana.
África me conmueve de manera inexplicable. Es la pobreza en su visión más triste, el lado más crudo de la miseria. Es también, sin duda alguna, la explosión del canto por la vida en la figura de sus gentes. Una de las características de los africanos es el gran sentido del honor y del respeto por el mantenimiento de sus tradiciones. Me pregunto hasta qué punto esto ha hecho aumentar la desgracia de África y también quién soy yo para cuestionarlo. El conflicto entre progreso y tradición no está resuelto: se enfrenta el hábito de mantener los ritos del pasado con los modelos que les han llegado desde fuera y que atraen hipnóticamente a los jóvenes. El acervo cultural de los pueblos africanos se pierde, en parte por nuestra culpa: arrogantes extranjeros que invadimos sus pueblos y sus rincones, que no dejamos apenas nada o tal vez solo algo de dinero, pero que nos llevamos de vuelta su trato generoso, su hospitalidad sin medida, sus sonrisas infinitas.
Hay todavía múltiples grupos étnicos que perviven en precario equilibrio entre ellos y contra la modernidad arrolladora. Las peculiaridades de cada uno los alejan o los aproximan según su belicosidad, su laboriosidad o su solidaridad. La pertenencia a una etnia determina ciertas pautas de conducta de obligado cumplimiento y de penoso castigo en caso de incumplimiento. Por castigo no quiero referirme únicamente al de tipo físico, que también, sino al más insoportable de la exclusión social. Si tu grupo te repudia, estás perdido en el sentido más amplio y literal del término. No hay alternativa para quien decide salirse de la norma, porque no hay posibilidad de marchar y empezar de nuevo en otro lugar.
Una de las ideas recurrentes que me provoca África, lugar donde desapareceré cuando esté preparada para ello, es la discordancia entre el escaso progreso científico-técnico y el mantenimiento de la inmensa humanidad de sus gentes. No ha habido lugar en que me haya sentido extraña o excluida. Pienso si nosotros somos capaces de corresponder de la misma manera cuando ellos llegan, humildes y vencidos, a nuestro mundo. Hablamos mucho de sus precarias condiciones sanitarias, educativas, de su corrupción política, de sus luchas tribales, de su pseudo-involución... Qué tienen ellos que no podamos encontrar en nuestro entorno social, pero a ellos les criticamos, les miramos por encima del hombro, les juzgamos. Y sin embargo.
Y sin embargo, qué no daríamos por sentir aquí, al lado de casa, la cálida acogida de la sonrisa más blanca entre unos dientes indecisos. Qué no haríamos por sentir el aroma de un caldo hecho con más amor que medios, con más esperanza que contenido. Qué no pondríamos de nuestra parte por no sentirnos solos. En África es difícil sentirte solo. Los niños convierten mis manos en inservibles, a fuerza de colgarse de ellas para llevarte de paseo por el campo, el poblado, su casa. Las mujeres se ríen abiertamente de mi ineptitud para moler el grano, con esas mazas de madera que pesan tanto que me convierten en infructuosa ayuda, aunque me abrazan al terminar y me devuelven parte de la dignidad.
Nunca me he sentido sola en África. Creo que es mi lugar en el mundo. Siento que es el lugar al que pertenezco y al que debo volver, aunque sea simplemente para devolver una ínfima parte del bien que ha hecho por mí. Presiento que mi final está allí. No tengo prisa. Estoy segura que África me espera, como se espera a los buenos amigos, que son tan bienvenidos cuando llegan.

10/12/10

Mercados-1


Entre los lugares más fascinantes que hay en el mundo se encuentran los mercados. En un mercado se reunen todos los elementos que un grupo humano necesita para su supervivencia y su disfrute. El abigarramiento de colores, olores y formas es tal que basta una visita para quedarse atrapado en la maraña indispensable de sus callejones.
Hay mercados al aire libre y otros cubiertos o semi-cubiertos. Los hay de comida, de objetos, de hechicería y de animales. En algunos se matan piezas en directo y se preparan para el consumo en el mismo momento; en otros, las víctimas de futuros banquetes se hacinan en cestas de mimbre y emiten sonidos de pánico o de incertidumbre, mientras esperan ser elegidos para la muerte y resurrección en forma de manjar exquisito.
Los mercados exhiben todo aquello que un grupo humano requiere en su cotidianeidad. Por ello, dejarse llevar por su algarabía equivale en parte a una injerencia en la intimidad de sus vidas y, también, a una participación en ritos ancestrales a los que no hemos sido invitados. En África un mercado es el universo en sí mismo. No hay asepsia ni orden, nadie calla y la única organización mínimamente detectable es la que se establece entre los sectores de carne, pescado, verduras y frutas u otros objetos aptos para ser manipulados, magreados, vueltos del derecho y del revés antes de ser definitivamente adquiridos. El comprador exhibirá la consiguiente mueca de desdén que parece querer decir: "pero que conste que te estoy pagando demasiado". El vendedor, mientras mira ya hacia otro lado, presto a mostrarse obsequioso con otro descuidado palpador de sus bienes, dirá quejumbrosamente: "me quitas el pan de mis hijos". Y la rueda seguirá girando.
Una de las muchas razones por las que me enamoré de África fueron sus mercados. Tal vez sea de los pocos lugares en los que puedo llegar a perderme en el más amplio y trascendental sentido del término. Deambular por sus caóticos rincones, pasando de los más aromáticos y especiados a los más rancios y repulsivos es una experiencia que no cabe en las palabras. He estado en mercados en los que tenía que controlar las arcadas y otros en los que tuvieron que arrastrarme para marchar de allí. Recuerdo
el olor de una pasta reseca y oscura que utilizan en Mali para elaborar sopas. Estaba por todas partes, en sacos y por kilos, impregnando el ambiente de las callejuelas de Djenné. Recuerdo los pedazos de animales disecados de los marabutos de Senegal. Recuerdo los miles de colores de las telas al viento en cada esquina de Etiopía. Recuerdo el sabor de los dulces y de las frutas que me han dado a probar en tantos sitios de todas partes. Es una orgía de los sentidos participar de la vida de los mercados.
Las vendedoras, pues en su mayoría son mujeres las encargadas del comercio, combinan elegancia y destreza con descaro y fuerza. Cargan con fardos pesados con la misma tranquilidad con que se cuelgan del pecho a sus bebés. Preparan para la venta montoncitos de pescados, de pimientos, de saquitos de especias, de cientos de cosas cuyo valor de compra está preestablecido, por lo que no hay que perder el tiempo en hablar del precio. Se sientan en banquetas o se acuclillan sobre sus pies y se limitan a esperar, mientras lanzan miradas displicentes a su alrededor. A medida que avanza el día preparan colaciones que compartirán con las vecinas de los puestos inmediatos. Una tal vez hará café o la otra empezará a filtrar el té; aquella sacará del pañuelo multicolor un pedazo de empanada o pastelillos o unos pedazos de carne seca que perduran mucho rato en las bocas, como una goma de mascar más nutritiva. Los niños se aproximarán ante la promesa de la comida. Sus madres les empujarán si se muestran demasiado insistentes. Ellos no cejarán en su empeño, algunos gritarán y los pequeños romperán en llanto al ser relegados al segundo plano por sus hermanos, primos o amigos mayores. Un enjambre de manos pequeñas se extiende anhelante, con la esperanza de coger la mejor porción.
Se inicia entonces un carnaval de músicas tantas veces interpretadas: las mujeres a voces se pasarán los vasos calientes y los pedazos de viandas; a voces limpiarán los mocos de las caras infantiles, sin dejar de vigilar la mercancía y el posible cliente. Se escuchará una sinfonía de risas y golpear de objetos. En algún momento mágico te acercarán un vaso y te invitarán a sentarte en mitad del círculo acogedor. Sus miradas te dirán que eres bienvenida y su sonrisa sustituirá a los inútiles idiomas cuando de transmitir emociones se trata. Y tú, en medio de esa inmersión en sus intensas vidas, te dejas seducir para siempre deseando que el tiempo se detenga, al menos hasta que el mercado levante sus puestos cuando cae la tarde.

2/12/10

Regalos-2


Algunas de las personas más interesantes que he conocido han aparecido en mis viajes. Gente de todas partes y condiciones que han enriquecido mi vida y la han hecho crecer. Con unas de esas personas he podido comunicarme enteramente; con otras, bastaba la sonrisa y los gestos para transmitir todo lo que guardamos en el corazón. He hecho amistades que perduran con el paso de los años y he aprendido a conocer y, sobre todo, amar, las formas de vida de lugares lejanos, porque quienes son de allí se me han ofrecido con la inocencia propia de quien no espera nada.
He podido entrar en casas de tamaños, colores y materiales tan distintos que no podría catalogar. En sus interiores la decoración, los objetos, el calor de las vivencias se unían en un baile abigarrado y hermoso al que me han invitado continuamente a participar.
He podido comer los alimentos que ellos comen y que han compartido conmigo, dándome a probar con humildad, casi con vergüenza, como si temieran que la extranjera pudiera ofenderse por tan poca cosa. Pero ellos no sabían que sus ofrecimientos eran para mí impagables, que no hay posibilidad alguna de corresponder ante tal generosidad.
He participado de ceremonias ancestrales, intensas y hasta dolorosas y no me he sentido extraña, porque me han llevado de la mano y me han mostrado cada paso del proceso, haciéndome sentir parte de su mundo.
Es difícil expresar el sentimiento que te llena cuando entras en un templo de cualquier lugar y te miran con el respeto que se dedican a sí mismos. Y cuando rompen con los dedos un pedazo de pan o de pasta dulce y te lo acercan, dándote a entender que quieren que participes con ellos de su fe, aunque no la compartas, que eres bienvenida a pesar de tu apariencia arrogante. Te sientes pequeña ante la magnitud de las vidas de los otros, los que nunca podrán ser como tú ni podrán optar por caminos diversos, como puedo yo. Pero yo no me atrevo a abandonar mi consolidado y, pese a todo, estrecho y frágil refugio. Y sustituyo mis temores por esporádicas visitas a otros mundos, en los que no me he sentido nunca diferente.
Dejaré de ser yo misma el día que no me conmueva la risa de un niño descalzo y mocoso; cuando no me haga llorar la madre que me ofrece a su hijo para que disfrute de la suavidad de sus mejillas. Dejaré de ser quien soy en el momento que decida esconder mi maleta, mi pasaporte y piense que ya nada ni nadie puede ofrecerme un aliciente. A los que me queréis, sabed que espero de vosotros que, llegado ese momento, me demostréis vuestro amor metiéndome en un avión sin destino determinado. Y si no volviera de ese viaje, sabed también que me habréis dado el más hermoso de los regalos.