Vistas de página en total

11/3/08

El rostro más bello del mundo

India es mucho más que un país. Es un espacio enorme que parece existir en un tiempo distinto al nuestro. Su ritmo es pausado y frenético a la vez. En las calles de sus ciudades se unen los vehículos a motor, cargados de combustible adulterado, que van dejando un humo negro y asfixiante, con las vacas lentas, dueñas de cada rincón. Las gentes parecen adaptarse a cada instante, corriendo o refrenando su paso, según se encuentren ante un animal sagrado o una máquina veloz.

India no deja indiferente: o enamora o asquea. A mí me enamoró. Nunca he sentido como allí la elegancia en el andar de las mujeres, ataviadas con saris y cargadas de abalorios. Incluso para trabajar en el campo llevan consigo todas sus pertenencias de plata y, ocasionalmente, oro. Esos objetos por lo general fueron obtenidos al contraer matrimonio y representan el poder económico de la familia, propia o política, formalizada en la dote. Las mujeres son, decía, elegantes. Tienen una belleza que está más allá de los cánones impuestos por modas o estilos mediáticos. Su elegancia está en el modo como se mueven al compás del viento, haciendo ondular las telas de mil colores con las que se cubren. A menudo van cargadas con fardos, cántaros de agua, leña o ladrillos de construcción. Aun así, su movimiento resulta hipnótico, acogedor, estremecedor. No puede decirse lo mismo de los hombres. Ellos no transmiten sino apatía, dejadez, insuficiencia. Tal vez haría la excepción con los sijs, que conservan una prestancia heredada de tiempos pasados y que mantienen sus tradiciones con el mismo celo con que tapan sus largos cabellos bajo el turbante.

De India se pueden referir miles de anécdotas y todas estarán vinculadas a imágenes: el Taj Mahal, cuyo color cambia a medida que cambia también el cielo; las ciudades antiguas, donde predominan los rojos de la tierra y los blancos del mármol con que fueron edificadas; el verde exhuberante de los campos y la inmensidad sobrecogedora de las montañas... Pero de las muchas imágenes que conservo de aquel viaje, hay una fija en mi memoria que para mí representa la esencia del país: el rostro más bello del mundo. Está vinculado a la madre Ganga, el Ganges, río sagrado por excelencia, y a Benarés (Varanasi), ciudad mucho más que santa. En la creencia de los hindúes, morir en Benarés significa liberarse de los círculos de reencarnaciones, por lo que la ciudad está plagada de enfermos, moribundos, mutilados y leprosos. Es también la ciudad donde más culto público se rinde a la muerte y a los ritos que la acompañan. En los crematorios junto al río se preparan los cadáveres para que su tránsito a la otra vida ocurra en la pureza requerida. Algunos muertos pueden lanzarse al agua sin más; otros deben ser quemados previamente, tras haber sido lavados, ungidos, envueltos en telas blancas y cubiertos de flores.

Ni siquiera la experiencia de los crematorios me impresionó tanto como la imagen de aquella mujer de noche junto al Ganges. Se celebraba una ceremonia en la que el fuego era el protagonista. La noche india, cálida y húmeda, se ofrecía al fuego ritual para rendir homenaje, uno más, a la madre Ganga. Los devotos, los creyentes, los convencidos de la religión hindú inclinaban sus cabezas para seguir paso a paso los momentos de ofrenda que el brahman oficiaba. Los incrédulos o descreídos, no sé muy bien, los que llegamos con la curiosidad del extraño al que se le permite compartir esos instantes de unión con lo sagrado de otras culturas, observábamos en el más respetuoso silencio cada uno de los movimientos del oficiante. La luz que emanaba del fuego iluminaba los rincones de aquel espacio junto al río. Los miles de aromas de especias, humedad y muerte se entrelazaban en una danza extraña y subyugadora.
Yo estaba atrapada por el momento. Mi mirada perseguía tanto las curvaturas del fuego como la expresión de quienes me rodeaban. De pronto, me fijé en ella. Tendría 70, 80, 90 años, o menos, o más, era imposible saber. Se había sentado con las piernas cruzadas, un poco alejada de todos los demás, y miraba fijamente hacia la negrura del río. Sus ropas eran de un blanco inmaculado, vaporoso y frágil, agitadas levemente por la brisa. Había descansado sus brazos en actitud de reposo sobre las piernas y todo su aspecto era de determinación. Me dio la impresión de que no necesitaba nada del mundo, que ya lo había soportado todo y que nada le quedaba por aguardar. Pensé que no había ser en la tierra más fiel a la divinidad que aquella mujer. Parecía entregada por entero a la ceremonia, aunque sin hacerlo plenamente, como si un brahman invisible le transmitiera, sólo a ella, los secretos del oficio.
De su cuerpo pequeño emanaba sensación de serenidad y pena. No se movía, no interrumpía su mirada objeto o sonido alguno. Era ella y el río, pese a estar rodeada por un grupo numeroso de personas. Me atrapó. No dejaba de mirarla, mientras los cánticos del ritual sonaban y sonaban acompasados. Quise pensar en quién podía ser, cuál sería su historia y de dónde nacería la intensidad de su mirada y la profundidad de su amargura. Supe, no sé cómo, que estaba sola consigo misma y que no le importaba nada que no fuera fundirse con el río. En un momento determinado, observé con atención su rostro. Había en él tantas arrugas como días de su vida, tantos surcos como instantes pasados, tanta dulzura que hacía llorar. Miré su rostro fijamente sin importarme que se diera cuenta y sin atender ya a la exótica ceremonia que se desarrollaba ante mí. No escuchaba ya más sonido que el del río y el de su respiración. No miraba más que el río oscuro y su rostro. Y cuanto más la observaba no pude dejar de pensar que el suyo era, sin duda, el rostro más bello del mundo.




10/3/08

Inicio: por qué viajar es una recompensa

Vivimos en un mundo muy pequeño, encerrados entre las cuatro paredes de nuestras obligaciones y nuestros miedos. Apenas nos atrevemos a abrir la mente a otras formas de entender la relación con nosotros mismos, con los demás y con el entorno. Vivimos con prisa y con recelos, mirando el reloj antes de dar un paso o concertar una cita, atentos a nuestras agendas para ver si nos queda espacio en el que ubicar unas horas con alguna persona querida. Es el mundo que nos corresponde, estamos acostumbrados a esta manera de actuar, cumplimos nuestros roles y hasta somos capaces de etiquetarnos como felices. Pero a veces nos asomamos a nuestra forma de vida y no la encontramos perfecta, ni siquiera agradable. Y entonces, tal vez sólo entonces, decidimos mirar a otro lado y nos encontramos con los demás.

Definimos como diferente al que no piensa, viste, vive, come, se divierte o ama como lo hacemos nosotros y los miramos con aprensión y dudas. Y, sin embargo, cuánto aprenderíamos de observar y de convivir con los que no sienten y razonan de la misma manera. Éste es mi punto de partida: ¿qué ocurriría si me decidiera a conocer fórmulas alternativas de estar en el mundo? Hace tiempo decidí probar y la experiencia, además de enriquecedora, ha resultado ser mi propia definición.
Decidí, pues, viajar. No puedo decir que sea viajera, soy solamente una "turista", una mujer occidental que sale de casa con un billete de ida y vuelta. Porque yo quiero volver. Una de las decisiones que tomé es poder compartir lo que yo vivo con las personas de mi entorno. No quiero permanecer en otros lugares, no quiero escapar de nada, no siento la necesidad de perderme y experimentar para encontrarme a mí misma. Tan solo pretendo aprender de los que no viven como yo, aunque sea en pequeñas dosis, en momentos puntuales del año, de cada año, para después poderlo recordar, hacer mío y transmitir.
Cuando me preguntan qué es lo que busco en esos viajes, suelo contestar que, más que buscar, encuentro. Las personas no somos iguales en todas partes, porque nuestras necesidades, deseos y aspiraciones tampoco lo son. Yo me encuentro con gentes y con paisajes, vivencias, colores, aromas y sonidos, experiencias vitales en cualquier caso que me sacan de la rutina, de mi estrechez occidental y me permiten relativizar y ampliar mi mente.
Encuentro, más que busco. Me encuentro con personas que sonríen, que desean hablar conmigo, que curiosean mi ropa, mi piel y mi pelo. Me encuentro ante lugares hermosos y monumentos que han dejado su huella en la historia. Encuentro experiencias que no viviría de haberme quedado en mi lugar de siempre. Ésa es mi recompensa. Y esto es lo que quiero compartir.